Capítulo 4
Mujercitas
Un instante después, Amy se puso aún más roja y se sintió todavía más incómoda porque la conversación derivó hacia el tema del atuendo. Una muchacha preguntó a Jo dónde había conseguido el sombrero que había lucido en un picnic, y la estúpida de Jo, en lugar de referirse al lugar en el que lo habían comprado dos años antes, respondió con una franqueza fuera de lugar:
—Es obra de Amy. Como no podemos comprar sombreros con estampados tan delicados, Amy nos los pinta. Tener una hermana artista es de lo más divertido.
—¡Qué idea tan original! —exclamó la señorita Lamb, que encontraba a Jo de lo más divertida.
—Eso no es nada, hace cosas mucho mejores. De hecho, no hay nada que no sea capaz de hacer. En una ocasión, quería unas botas azules para acudir a la fiesta que daba Sallie y, ni corta ni perezosa, pintó las que tenía de un celeste precioso y, al verlas, cualquiera hubiese jurado que eran de satén —prosiguió Jo mostrando un orgullo por las habilidades de su hermana que desesperaba a Amy hasta el punto de querer lanzarle algo a la cabeza.
—El otro día leímos un relato tuyo y nos gustó mucho —comentó la hija mayor de los Lamb con la intención de alabar a la joven escritora, que, a decir verdad, ni la miró. Jo no reaccionaba bien cuando alguien mencionaba sus obras; se ponía rígida, parecía ofendida o, como en aquella ocasión, cambiaba de tema con un comentario destemplado.
—Lamento que no tuvieras nada mejor para leer. Escribo basuras como esas porque se venden bien y a la gente corriente le gustan mucho. ¿Irás a Nueva York este invierno?
Habida cuenta de que la señorita Lamb había disfrutado con la lectura del relato, el comentario no era precisamente oportuno ni grato. Jo comprendió de inmediato que había cometido un grave error y, temerosa de meter aún más la pata, recordó de pronto que tenían que marcharse y se retiró con tanta precipitación que dejó a sus contertulios con la palabra en la boca.
—Amy, tenernos que irnos. Adiós, queridas, no dudéis en venir a visitarnos, os aguardamos con impaciencia, Señor Lamb, no me atrevo a invitarle pero, si usted las acompañase, también sería bien recibido. —Jo pronunció estas palabras imitando tan bien el tono engolado de May Chester que Amy salió a toda prisa de la sala, incapaz de aguantar por más tiempo las ganas de reír y de gritar.
—Ha ido de maravilla, ¿no te parece? —preguntó Jo satisfecha mientras se alejaban de la casa.
—No podía haber ido peor —replicó Amy con dureza—. ¿Qué mosca te ha picado para contar lo de la silla de montar, el sombrero, las botas y todo lo demás?
—¿Qué ocurre? Es divertido y a la gente le hace gracia. Saben que somos pobres, de modo que no hay por qué fingir que tenemos mozos de cuadra, comprarnos tres o cuatro sombreros por temporada o podemos adquirirlo todo con la misma facilidad que ellos.
—Pero no hay necesidad de contar nuestras miserias y exponer nuestra pobreza hasta ese grado. No tienes ni una gota de dignidad y nunca aprenderás a medir tus palabras —concluyó Amy con tono desesperado.
La pobre Jo se quedó abatida y se sonó con el tieso y duro pañuelo como si quisiese castigarse por una mala acción.
—Entonces, ¿cómo he de comportarme? —preguntó cuando se acercaban a la tercera casa.
—Como te dé la gana; yo me lavo las manos —espetó Amy por toda respuesta.
—Entonces, seré natural. Los chicos estarán en casa, así que me sentiré a gusto. Dios sabe que necesito cambiar de aires; tratar de ser elegante me sienta fatal —replicó Jo con irritación, visiblemente molesta por haber defraudado a su hermana.
Las jóvenes recibieron la entusiasta bienvenida de tres muchachos y varios niños, por lo que su ánimo mejoró de inmediato. Amy se dedicó a charlar con el señor Tudor, cuya esposa se encontraba a su vez de visita en otra casa, y Jo entretuvo a los más jóvenes, lo que supuso un cambio muy grato para ella. Escuchó con sumo interés sus experiencias en la universidad, acarició a varios caniches sin protestar, estuvo de acuerdo en que «Tom Brown era un tipo fetén», a pesar de lo poco elegante de la expresión, y cuando uno de los niños dijo que quería mostrarle la casa de su tortuga, accedió con una prontitud que hizo sonreír a la madre, que llegó en ese instante y fue inmediatamente despeinada por los efusivos abrazos de sus hijos, quienes crearon una coiffure que la mujer no habría cambiado por la de la más inspirada peluquera francesa.
Amy abandonó a su hermana a su suerte y se ocupó de su propio contento. El tío del señor Tudor se había casado con una dama inglesa, prima tercera de un lord, y eso hacía que Amy respetase mucho a aquella familia. Porque, a pesar de ser norteamericana, la joven sentía por los títulos nobiliarios esa admiración que afecta a muchos ciudadanos del Nuevo Mundo, una especie de lealtad inconfesa hacia los reyes que hizo que la nación más democrática de la Tierra se emocionase al recibir la visita de un jovencito regio de cabellos dorados pocos años antes. Algo que sin duda refleja el amor que este país joven profesa a su viejo referente; un amor similar al que siente un hijo adulto por una madre autoritaria que, tras retenerle a su lado cuanto ha podido, le deja al fin separarse sin quejas cuando aquel se rebela. Pero ni siquiera la satisfacción de conversar con un pariente lejano de la nobleza británica logró que Amy perdiese la noción del tiempo, por lo que, transcurrido el plazo que consideró oportuno, se despidió de su aristocrático interlocutor y fue a buscar a Jo, rogando fervientemente no encontrar a su incorregible hermana haciendo algo que manchase el buen nombre de los March.
Lo cierto es que podría haber sido peor, pero Amy juzgó el hecho suficientemente malo. Jo estaba sentada en la hierba, rodeada de críos, con un perro con las patas sucias sobre la falda de su vestido de fiesta, relatando una de las travesuras de Laude para deleite de quienes la escuchaban. Un niño empujaba a unas tortugas en la preciada sombrilla de Amy, otro comía pan de jengibre encima del mejor gorro de Jo y un tercero lanzaba al aire sus guantes como si se tratase de una pelota. Pero todos lo estaban pasando bien, y cuando Jo recogió sus maltrechas pertenencias, la siguieron hasta la puerta y le rogaron que volviese pronto a hablarles de las travesuras de Laude.
—Estos chicos son estupendos, ¿verdad? Me siento rejuvenecida después de haber estado con ellos —apuntó Jo, que caminaba con las manos en la espalda, en parte por costumbre y en parte para que su hermana no viese las salpicaduras de la sombrilla.
—¿Por qué siempre evitas al joven Tudor? —preguntó Amy, que tuvo la delicadeza de abstenerse de comentar el deplorable aspecto de su hermana.
—No me cae bien; se da aires de importancia, se burla de sus hermanas, lleva de cabeza a su padre y no habla con respeto de su madre. Laude dice que es un alocado y a mí no me parece que merezca la pena tenerle entre mis amistades, así que le dejo tranquilo.
—Procura al menos tratarle con educación. Le saludaste con una frialdad inusitada y, en cambio, ahora acabas de dedicar una gran sonrisa a Tommy Chamberlain, que no es más que el hijo del tendero. Sería más adecuado que invirtieses el orden, sonrieses al primero y saludases de lejos al segundo.
—No haré tal cosa —replicó Jo con terquedad—. El joven Tudor no me inspira simpatía, respeto ni admiración, por mucho que la sobrina del sobrino del tío de su abuelo sea prima tercera de un lord. Tommy es pobre y tímido, bueno e inteligente. Tengo buena opinión de él y no me importa demostrarlo porque, aunque sea humilde, yo le considero un caballero.
—No tiene sentido discutir contigo —dijo Amy.
—Así es, querida —sentenció Jo—, de modo que pongamos buena cara y dejemos una tarjeta de visita en casa de los King. Es evidente que no están y yo estoy muy agradecida al cielo por ello.
Una vez que el tarjetero de la familia hubo cumplido su función, las jóvenes se dirigieron hacia la siguiente casa, donde Jo tuvo ocasión de renovar su gratitud, puesto que las informaron de que las muchachas estaban ocupadas y no les era posible recibirlas.
—Ahora, por favor, vayamos a casa. Ya visitaremos a la tía March en otra ocasión. Podemos ir a verla en cualquier momento y es una pena que sigamos manchando de polvo nuestras mejores galas; además, estamos fatigadas y de mal humor.
—Habla por ti. A la tía le encanta que la vayamos a ver bien vestidas y que hagamos una visita formal. A nosotras nos cuesta muy poco y para ella supone una gran satisfacción. Y, la verdad, no creo que tu ropa pueda mancharse más de lo que está después de permitir que se te subieran a la falda perros sucios y niños traviesos. Agáchate un momento para que sacuda las migas que llevas en el sombrero.
—Qué buena chica eres, Amy —dijo Jo, que miró con arrepentimiento su estropeado atuendo y, luego el impoluto vestido de su hermana—. ¡Ojalá me costase tan poco como a ti hacer pequeñas cosas por los demás! Yo pienso en ello, pero me parece que me roba demasiado tiempo y siempre acabo prefiriendo esperar a poder hacer un gran favor que compense todos los pequeños que no hago. Pero creo que los pequeños detalles se agradecen más.
Amy sonrió, aplacada por las palabras de su hermana, y dijo en tono maternal:
—Las mujeres deben aprender a ser agradables, sobre todo las que somos pobres, porque no disponemos de otro modo de devolver los favores que nos hacen. Si lo recuerdas y lo pones en práctica, todo el mundo te querrá más que a mí, porque tú tienes mucho más que ofrecer.
—Yo soy una vieja refunfuñona y no creo que deje de serlo nunca. Pero entiendo que tienes razón. Es solo que a mí me resulta más fácil arriesgar la vida por alguien que ser amable con una persona cuando no me sale del corazón. Tener sentimientos tan profundos es una desgracia, ¿no te parece?
—Lo verdaderamente malo es no poder ocultarlos. A mí, el joven Tudor me desagrada tanto como a ti, pero no tengo necesidad de hacérselo notar. Tú tampoco deberías. No tiene sentido ser desagradable porque él también lo sea.
—Pero yo creo que una joven debe dejar claro que un muchacho le desagrada. ¿Y cómo va a notarlo él si no es por el trato que le dispensa? Tratar de cambiar a la gente hablando no sirve de nada, lo sé porque lo he intentado mucho con Teddy, pero a veces un gesto convence mejor y no veo por qué no tenemos que ayudar a otros si está en nuestra mano.
—Teddy es un muchacho excepcional, no se le puede poner como ejemplo —declaró Amy con tal solemne convicción que el «muchacho excepcional» se hubiese desternillado de oírla—. Si fuésemos mujeres muy bellas o de buena posición, tal vez podríamos influir en los demás, pero que nosotras le frunzamos el entrecejo a un joven caballero porque no aprobamos su comportamiento no producirá ningún efecto y solo conseguiremos que nos consideren raras o puritanas.
—¿Quieres decir que tenemos que aceptar las cosas y a las personas que detestamos porque no somos unas bellezas ni millonadas? ¡Bonito sentido de la moral!
—No es que esté de acuerdo, pero así funciona el mundo. Y la gente que va a contracorriente solo consigue que los demás se burlen de sus penas. No me gustan los reformistas y espero que no pretendas convertirte en una.
—Pues a mí sí me gustan y me encantaría unirme a ellos si pudiera porque, por mucho que los demás se mofen, el mundo no avanzaría sin su ayuda. No podemos ponernos de acuerdo porque tú perteneces a la vieja escuela, y yo a la nueva. Es posible que tú consigas mejores cosas, pero yo viviré una vida más plena. Y estoy segura de que disfrutaré mucho más que tú.
—Bueno, ahora haz el favor de comportarte y no molestar a la tía con tus ideas modernas.
—Lo intentaré, pero cuando la veo me cuesta controlar el deseo de lanzar una arenga revolucionaria. Es mi sino, no lo puedo evitar.
Dentro, encontraron a la tía Carrol charlando animadamente con la anciana. Cuando las vieron llegar, las mujeres se callaron de inmediato y se lanzaron una mirada que delataba que estaban hablando precisamente de ellas. Jo no estaba de humor y no podía ocultar su incomodidad, pero Amy, que había cumplido virtuosamente con su deber, no perdió los papeles y actuó, en todo momento, como un ángel. Su amabilidad era tan evidente que sus dos tías la trataron con sumo cariño y, cuando se hubo marchado, estuvieron de acuerdo en que la «joven mejoraba de día en día».
—¿Vas a ayudar en la feria, querida? —preguntó la tía Carrol cuando Amy se sentó a su lado con esa confianza que tanto aprecian las personas mayores.
—Sí, tía, la señora Chester me lo ha pedido y me he ofrecido a atender uno de los puestos, dado que no dispongo de otra cosa que dar que mi tiempo.
—Yo no —intervino Jo—. No soporto que me traten con condescendencia y los Chester se comportan como si nos hiciesen un gran favor al dejarnos participar en su elegante feria. No entiendo por qué has aceptado, Amy; lo único que pretenden es que trabajes para ellas.
—A mí no me importa trabajar, y no es solo cosa de los Chester, también participan los Freedmen. Considero muy amable por su parte que me inviten a compartir la diversión y el trabajo con ellas. La condescendencia bienintencionada no me incomoda.
—Buena respuesta, querida. Me gusta mucho que seas agradecida, es un placer ayudar a las personas que valoran el esfuerzo que hacemos por ellas. Hay quien no lo aprecia en su justa medida, y es una auténtica pena —observó la tía March mirando por encima de sus gafas a Jo, que se mecía en un rincón, con aire malhumorado.
Si Jo hubiese sabido lo importante que era aquella visita para la felicidad de una de ellas, se habría comportado de maravilla en ese mismo instante. Pero, por desgracia, no podemos ver lo que cruza por la mente de nuestros amigos. Por lo general, está muy bien no saberlo, pero en ciertos casos nos ayudaría a ahorrar tiempo y nos evitaría enfadarnos en vano. Lo que a continuación dijo Jo la privó de varios años de placer y le dio una lección muy oportuna sobre la conveniencia de medir sus palabras.
—No me gusta que me hagan favores. Me agobian y me hacen sentir como si fuese una esclava. Prefiero hacer las cosas por mí misma y ser totalmente independiente.
La tía Carrol carraspeó y miró a la tía March.
Venturosamente ignorante de lo que acababa de hacer, Jo permaneció sentada con un aire altivo y un aspecto rebelde muy poco atractivos para las demás.
—Querida, ¿hablas francés? —preguntó la tía Carrol poniendo su mano sobre la de Amy.
—Bastante bien, gracias a que la tía permite que Esther hable conmigo en su lengua bastante a menudo —contestó Amy con tanta gratitud en la mirada que la anciana sonrió satisfecha.
—¿Qué tal se te dan los idiomas? —preguntó la tía Carrol a Jo.
—No hablo ninguno; soy demasiado tonta para estudiarlos. Detesto el francés. Me parece una lengua cursi y ridícula —respondió Jo con malos modos.
Las dos tías volvieron a intercambiar una mirada, tras lo cual la tía March preguntó a Amy:
—Querida, estás fuerte y gozas de buena salud, ¿verdad? ¿Ya no tienes problemas con la vista?
—No, gracias. Me encuentro muy bien y espero hacer machas cosas este invierno para estar lista para ir a Roma cuando me sea posible.
—¡Buena chica! Mereces ir y estoy segura de que lo conseguirás algún día —apuntó la tía March, dándole una palma-dita de aprobación en la cabeza, cuando Amy le entregó el ovillo de lana que se le había caído al suelo.
—Vieja gruñona, echa el cerrojo, siéntate junto al fuego e hila —cacareó Polly, inclinado desde su percha sobre el rostro de Jo de una forma tan cómica e impertinente que nadie pudo evitar soltar una carcajada.
—¡Qué pájaro tan observador! —comentó la anciana.
—¿Quieres salir a dar un paseo, querida? —prosiguió Polly, que saltó sobre el aparador donde guardaban los juegos de porcelana y miró con delicia los terrones de azúcar.
—Gracias, así lo haré. ¡Venga, Amy! —Y así fue como Jo dio por terminada la visita, más convencida que nunca de que las visitas no le sentaban bien. Estrechó la mano a sus tías como si fuese un hombre, mientras que Amy las besó a ambas. Las jóvenes salieron de la casa, donde dejaron dos impresiones muy distintas, la de la luz y la oscuridad, impresiones que, en cuanto se marcharon, hicieron a la tía March comentar:
—Siga adelante, Mary. Yo pondré el dinero.
—Así lo haré en cuanto los padres me den su permiso —repuso la tía Carrol.
CAPÍTULO 30 – CONSECUENCIAS
La feria de la señora Chester era tan elegante y selecta que las jóvenes de la vecindad consideraban un gran honor que las invitaran a atender uno de los puestos y todas estaban muy interesadas en participar. Por fortuna para todos, la señora Chester solicitó la colaboración de Amy, pero no así la de Jo, que atravesaba una época gobernada por el orgullo y que habría de experimentar varios duros reveses aún para aprender a suavizar sus modos. La «altiva y sosa hija de los March» quedó relegada, mientras que el talento y buen gusto de Amy se vieron recompensados cuando le ofrecieron que dirigiera el puesto de arte. La joven se alegró mucho y se puso a trabajar para conseguir obras de valor, apropiadas para la exposición.
Todo iba de maravilla hasta el día de la inauguración, cuando surgieron algunas de esas pequeñas rencillas que es prácticamente imposible evitar cuando veinticinco mujeres, jóvenes y mayores, tratan de trabajar juntas a pesar de sus resentimientos y prejuicios.
May Chester estaba bastante celosa de Amy porque sentía que esta la superaba en popularidad, y en aquel momento se dieron varios hechos que aumentaron aún más ese sentimiento. Los dibujos a plumilla de Amy eclipsaron totalmente los jarrones pintados de May. Aquélla fue la primera espina en clavarse pero, por si no fuese bastante, el todopoderoso Tudor bailó en cuatro ocasiones con Amy en la fiesta que ofrecieron al final del día y solo una vez con May. Aquello supuso una segunda espina. Pero la peor afrenta, la que le sirvió de excusa para mostrar una actitud hostil, nació de un rumor que llegó a sus oídos, según el cual las hermanas March habían hecho mofa de ella en casa de los Lamb. La culpa de todo la tenía Jo, claro está, porque su socarrona imitación había sido demasiado evidente y los traviesos Lamb no habían podido guardar el secreto. Sin embargo, las acusadas no supieron nada de ello, de ahí que sea fácil imaginar el disgusto de Amy cuando, la tarde antes de la inauguración, mientras daba los últimos toques a su hermoso puesto, la señora Ches-ter, muy dolida por la supuesta mofa de su hija, se acercó y dijo, con tono inexpresivo y mirada fría:
—Querida, a algunas jóvenes no les parece bien que mis hijas no estén a cargo de este puesto. Sin duda es uno de los más prominentes, algunas personas muy influyentes consideran que es el más importante de la feria, por lo que es el más adecuado para mis hijas. Lo lamento pero, como sé que estás muy comprometida con la causa, estoy segura de que no dejarás que te afecte una pequeña decepción de índole personal. Si lo deseas, puedes hacerte cargo de otro puesto.
Al pensar en lo que le iba a decir a la joven, la señora Chester había supuesto que le resultaría más sencillo soltar aquel pequeño discurso, pero, llegado el momento, le costó muchísimo actuar con naturalidad, porque Amy la miraba a los ojos con expresión candorosa, llena de auténtica sorpresa y preocupación.
Amy, que sospechaba que había una razón oculta tras aquella decisión pero no lograba imaginar de qué se trataba, dijo con un hilo de voz, mostrando que había herido sus sentimientos:
—Tal vez prefiera que no me haga cargo de ningún puesto.
—¡Oh, no, querida! No me guardes rencor, te lo ruego. Mira, es una cuestión meramente práctica. Mis hijas pronto tomarán el relevo de la organización y creo que este puesto es el lugar más adecuado para ellas. Considero que lo has hecho muy bien y agradezco mucho tus esfuerzos por dejarlo tan bonito, pero hemos de aprender a superar nuestros deseos egoístas. Me ocuparé de que te den otro. ¿No te gustaría hacerte cargo del puesto de flores? Lo han organizado las niñas y están algo desmotivadas. Tú podrías hacer algo estupendo, y el puesto de flores siempre llama la atención.
—Sobre todo a los caballeros —añadió May con una mirada tan elocuente que Amy comprendió de inmediato que ella era la causa de su repentina caída en desgracia. Se puso roja de rabia, pero prefirió hacer oídos sordos al sarcasmo de la joven y repuso con sorprendente afabilidad:
—Haré lo que usted quiera, señora Chester. Dejaré este puesto ahora mismo e iré a ocuparme de las flores si así lo desea.
—Puedes colocar tus cosas en tu mesa, si lo prefieres —indicó May, que sintió cierto arrepentimiento al contemplar las hermosas hileras de conchas pintadas y los magníficos manuscritos iluminados por Amy con que había decorado el puesto. No lo dijo con segunda intención, pero Amy no Jo tomó bien y replicó, sin pensarlo:
—Por supuesto, si te molestan, me las llevaré. —Dicho esto, puso atropelladamente los adornos en su delantal y se marchó sintiendo que tanto ella como sus obras habían sufrido una afrenta imperdonable.
—Ahora está enfadada. ¡Oh, mamá, ojalá no te hubiese pedido que hablases con ella! —exclamó May mientras miraba desconsolada los espacios vacíos que habían quedado en la mesa.
—Las riñas de niñas no duran demasiado —apuntó su madre, que se sentía algo avergonzada por haber intervenido en aquella rencilla.
Las niñas recibieron a Amy y sus tesoros con entusiasmo, y la cálida acogida aplacó en parte su inquietud. Puesto que ya no le era posible triunfar con el arte, se puso a trabajar decidida a hacerlo con las flores. Sin embargo, todo parecía estar en contra de ella. Era tarde, estaba cansada, todo el mundo estaba demasiado ocupado como para echarle una mano y las niñas eran más bien un estorbo, ya que armaban mucho alboroto, hablaban como urracas y lo embarullaban todo en lugar de ayudar a poner orden. El arco de plantas de hojas perennes se bamboleaba y, cuando llenaron los cestos de flores, parecía a punto de desmoronarse sobre sus cabezas. Alguien salpicó al Cupido decorativo y se le formó una especie de lágrima sepia en la mejilla que no se iba con nada. Se machacó los dedos con el martillo y cogió frío mientras trabajaba, lo que le hizo temer por su salud al día siguiente. Estoy segura de que cualquier lectora que haya pasado por algo parecido entenderá cómo se sentía la pobre Amy y deseará que salga airosa de este trance.
Cuando aquella tarde contó en casa lo que le había ocurrido, todas se indignaron mucho. Su madre comentó que era una vergüenza y le aseguró que había actuado bien. Beth declaró que no pensaba pisar la feria y Jo le preguntó por qué no se llevaba todas sus bonitas creaciones y dejaba que aquellas personas tan mezquinas se apañasen sin ella.
—El hecho de que ellas sean mezquinas no justifica que yo lo sea. Detesto esta clase de cosas y, aunque entiendo que tengo derecho a sentirme ofendida, no quiero que se note. Creo que actuando así les doy mejor una lección que si soltara un discurso airado o reaccionara con despecho. ¿No te parece, mamá?
—Esa es la mejor actitud, querida. Siempre es preferible responder con un beso a una bofetada, aunque en ocasiones nos cueste darlo —apuntó la madre, como quien conoce bien la diferencia que media entre hablar y actuar.
A pesar de lo fuerte que era la tentación de sentirse airada y vengativa, Amy se mantuvo firme en su decisión de conquistar al enemigo con su amabilidad. Empezó bien, gracias a un silente recordatorio que le llegó de forma inesperada pero muy oportuna. Aquella mañana, cuando las niñas fueron a llenar los cestos de flores y ella se hallaba decorando la mesa, echó mano de su creación más querida, un libro, cuyas tapas antiguas su padre había encontrado entre sus tesoros, en el que, en papel vitela, había iluminado con exquisito gusto diversos textos. Mientras hojeaba con comprensible satisfacción el ejemplar ricamente adornado, su mirada se detuvo en un verso que la dejó meditabunda. Enmarcado en una brillante guirnalda de color escarlata, azul y dorado, con duendecillos que se ayudaban los unos a los otros a trepar entre las espinas y las flores, se leía lo siguiente: «Ama al prójimo como a ti mismo».
Debería, pero no lo hago, pensó Amy mientras miraba la cara de descontento de May, que asomaba entre unos jarrones que, no por grandes, conseguían llenar los huecos que sus pequeñas creaciones habían dejado. Amy siguió pasando hojas del libro que tenía entre las manos, y en cada página encontraba algo que le recordaba que había endurecido su corazón y que su actitud no era caritativa. Todos los días recibimos, sin darnos cuenta, muchos sermones sabios y verdaderos, en la calle, en la escuela, en el trabajo y en casa. Hasta un puesto en una feria puede convertirse en un púlpito cuando sirve para hacernos llegar palabras buenas que nos consuelan y nunca pierden validez. La conciencia de Amy le dio un pequeño sermón usando ese texto como excusa, y ella hizo lo que los demás no siempre hacemos: se lo tomó muy a pecho y puso en práctica el mensaje recibido.
Un grupo de muchachas se había detenido en el puesto de May para admirar las hermosas creaciones que lo adornaban y comentar el cambio de encargada. Hablaban en voz baja, lo que le bastó a Amy para comprender que se estaban refiriendo a ella y que la juzgaban de acuerdo con la única versión de la historia que conocían. No le resultaba grato, pero se sentía llena de buena voluntad y, al oír que May se quejaba amargamente, tuvo ocasión de demostrarlo.
—¡Qué mal! Ya no tengo tiempo de preparar nada más y no quiero llenar estos huecos con cualquier cosa. El puesto estaba la mar de bien… y ahora es un desastre.
—Creo que lo volvería a poner todo si se lo pidieses —apuntó una de las jóvenes.
—¿Cómo voy a pedírselo después del lío que hemos armado? —empezó May, pero no pudo seguir porque Amy la interrumpió diciendo en tono muy amable:
—Puedes usar mis cosas cuando quieras, sin necesidad de pedírmelas. Estaba pensando en ofrecértelas porque las hice para tu mesa, no para la mía, y es allí donde quedan bien. Aquí las tienes; por favor, acéptalas y perdóname por habérmelas llevado de malas maneras ayer por la noche.
Mientras hablaba, Amy colocó las piezas en su lugar, entre gestos de asentimiento y sonrisas, tras lo cual se alejó a toda prisa, porque le resultaba más fácil hacer una buena obra que esperar a que le diesen las gracias.
—Qué detalle más amable, ¿no os parece? —exclamó una de las jóvenes.
Amy no pudo oír la respuesta de May, pero otra jovencita, a la que sin duda el tener que preparar tanta limonada le había agriado un poco el carácter, añadió tras soltar una risita muy desagradable:
—¡Menudo detalle! Seguro que se ha dado cuenta de que no vendería nada de esto en su puesto.
Amy acusó el golpe. Cuando hacemos un sacrificio esperamos que, cuando menos, los demás lo valoren. Por unos segundos, Amy se arrepintió de haber hecho nada y concluyó que las buenas obras no siempre reciben su recompensa. Pero no es así, como no tardó en comprobar. Su ánimo enseguida mejoró y su puesto, embellecido por sus talentosas manos, floreció. Las niñas se mostraron más amables, como si su gesto de entrega hubiese limpiado el ambiente de forma sorprendente.
Fue un día muy largo y, para Amy, especialmente duro, porque pasó mucho rato sentada tras su puesto, a menudo sola, dado que las niñas desertaron pronto y pocas personas estaban interesadas en comprar flores en verano. Los bonitos ramilletes que había preparado empezaron a languidecer mucho antes de que cayera la tarde.
El puesto de arte era el más llamativo de toda la sala, había gente apiñada alrededor de la mesa en todo momento y las vendedoras iban y venían con cara de importancia y cajas con dinero en las manos. Amy miraba de reojo, suspirando por estar allí, donde se había sentido tan cómoda y feliz, en lugar de estar de brazos cruzados en un rincón. Es posible que a muchos de nosotros la situación nos parezca dura, pero para una joven herniosa y alegre la experiencia, además de tediosa, era un mal trago. La idea de que su familia y Laurie la vieran si visitaban la feria por la tarde le resultaba un auténtico martirio.
No volvió a casa hasta la noche y, cuando lo hizo, estaba tan pálida y callada que todos entendieron que había tenido un día muy difícil, por mucho que ella no se quejase ni explicase cómo le había ido. A la mañana siguiente, su madre le ofreció una taza de té para darle ánimos, Beth la ayudó a vestirse y le recogió el cabello en una bonita trenza y Jo dejó a todos boquiabiertos cuando se levantó con inusitada preocupación y anunció que las tornas pronto cambiarían, sin que nadie supiese bien a qué se refería.
—Jo, te ruego que no hagas ninguna tontería. Prefiero no darle más importancia, de modo que trata de olvidar el asunto y cálmate —imploró Amy cuando salió de casa, temprano, con la esperanza de encontrar flores frescas para renovar su puesto.
—Solo pretendo resultar de lo más agradable a todos y hacer que se queden en tu puesto el máximo tiempo posible. Teddy y los chicos me ayudarán, y lo pasaremos bien —explicó Jo, que se asomó por encima de la verja para ver si llegaba Laurie.
Al poco rato, oyó los pasos de su amigo y corrió a su encuentro.
—¿Es este mi chico?
—¡Tan seguro como que esta es mi chica! —Y Laurie se colocó la mano de Jo bajo el brazo con el aspecto de un hombre que ha visto satisfechos todos sus deseos.
—¡Oh, Teddy, están pasando unas cosas! —Jo le contó, con celo fraterno, las dificultades a las que tenía que enfrentarse Amy.
—Van a venir unos amigos a pasar un rato conmigo y ¡que me cuelguen si no consigo que le compren todas las flores del puesto y se queden acampados frente a la mesa el resto de la tarde! —exclamó Laurie, sumándose vehementemente a la causa.
—Amy dice que no todas las flores están en buen estado y puede que las frescas no lleguen a tiempo. No quiero pecar de malpensada, pero no me extrañaría que ni siquiera llegasen. Cuando una persona hace una maldad, lo más probable es que no sea la última —comentó Jo, disgustada.
—¿Acaso Hayes no os ha dado las mejores flores de nuestro jardín? Le pedí que lo hiciera.
—No lo sabía. Supongo que se le olvidó. Como tu abuelo no se encuentra bien, no he querido molestarle pidiéndole permiso, aunque nos vendrían bien las flores.
—Venga, Jo, ¿de verdad crees que necesitas pedir permiso? Las flores son tan tuyas como mías. ¿Acaso no vamos a medías en todo? —apuntó Laurie con ese tono que siempre hacía que Jo enseñara las uñas.
—¡Santo Dios! ¡Espero que no! ¡Algunas de tus cosas no me servirían para nada partidas por la mitad! Pero no perdamos más el tiempo, tenemos que ayudar a Amy. Ve a arreglarte, quiero que estés espectacular. Y si me haces el favor de pedirle a Hayes unas cuantas flores bonitas para la feria, te estaré eternamente agradecida.
—¿No podrías agradecérmelo ahora mismo? —preguntó Laurie con voz sugerente, a lo quejo respondió cerrándole la puerta en las narices de forma poco hospitalaria y bastante brusca mientras gritaba entre los barrotes de la verja:
—¡Vete de aquí, Teddy, estoy muy ocupada!
Gracias a los conspiradores, aquella tarde, en efecto, cambiaron las tornas. Hayes cortó unas flores impresionantes y las dispuso en un cesto formando un llamativo centro. La familia March acudió en masa a la feria y Jo cumplió con creces su objetivo, porque la gente no solo acudía al puesto, sino que permanecía frente a él, reía sus bromas, admiraba el buen gusto de Amy y parecía pasar un rato estupendo. Laurie y sus amigos se sumaron galantemente a la lucha, compraron los ramilletes, se quedaron junto al puesto y convirtieron aquel rincón en el más animado de la feria. Amy se sentía a sus anchas y, movida por la gratitud, se mostraba más activa y elegante que nunca. Y así la joven comprendió que hacer una buena obra es en sí una recompensa.
Jo se comportó con ejemplar propiedad y, cuando Amy estaba felizmente rodeada por su guardia de honor, fue a dar una vuelta por la sala y oyó algunos cotillees que la ayudaron a comprender el porqué del cambio de actitud de las Chester. Arrepentida por su culpa en el asunto, decidió aclarar la situación lo antes posible y dejar a Amy libre de toda sospecha. También descubrió lo que su hermana había hecho el día anterior y la consideró un ejemplo de magnanimidad. Cuando pasó frente al puesto de arte, echó un vistazo buscando las creaciones de su hermana, pero no vio ni una y supuso que May las había ocultado. Jo perdonaba con facilidad los agravios cometidos contra su persona, pero le costaba mucho olvidar cualquier afrenta o insulto dirigido a su familia.
—Buenos días, señorita Jo, ¿qué tal le va a Amy? —preguntó May en tono conciliador, pues deseaba mostrar que ella también podía ser generosa.
—Ha vendido todo lo que estaba en condiciones y ahora está pasando un buen rato. Ya sabe que un puesto de flores siempre llama la atención, «sobre todo a los hombres».
Jo no pudo evitar esa pequeña maldad, pero May la encajó tan mansamente que se arrepintió al instante y pasó a alabar los magníficos jarrones, que no había conseguido vender.
—¿Dónde están las obras de Amy? Me gustaría comprar una para papá —comentó Jo, que se moría por conocer el destino que May había dado al trabajo de su hermana.
—Todas las cosas de Amy se vendieron hace rato. Me ocupé personalmente de que las viesen las personas adecuadas y conseguimos una buena suma gracias a ellas —explicó May, que, al igual que Amy, había aprendido a reprimir algunas tentaciones.
Muy satisfecha, |o corrió a compartir las buenas noticias. Amy se mostró emocionada y sorprendida al conocer la actuación y las palabras de May.
—Ahora, caballeros, les ruego que vayan a cumplir con su deber en otros puestos y sean tan generosos como lo han sido conmigo, sobre todo en el de arte —ordenó a la «pandilla de Teddy», que era como las chicas llamaban a los amigos universitarios de Laurie.
—¡Cargad, muchachos, cargad! Id a cumplir con vuestro deber como caballeros y convertid vuestro dinero en arte —exclamó Jo, incapaz de contenerse, mientras el grupo se preparaba para asaltar el campo enemigo.
—Vuestros deseos son órdenes, pero la señorita March vale mucho más que May —apuntó el pequeño Parker tratando de mostrarse amable e ingenioso. Laurie le interrumpió con un: «¡No está nada mal para un muchacho!», y le dio una palmadita paternal en la cabeza.
—Compra los jarrones… —susurró Amy a Laurie para darle una última lección de modos a su enemigo.
Para deleite de May, el señor Laurence no solo adquirió los jarrones, sino que recorrió toda la estancia con ellos en brazos. Los otros caballeros compraron con idéntico afán toda clase de objetos y, después, se pasearon por la feria cargados de flores de cera, abanicos pintados a mano, carpetas de filigrana y otras útiles a la par que apropiadas compras.
La tía Carrol, que estaba allí, al saber lo ocurrido se mostró muy complacida y susurró algo a la señora March, que sonrió con satisfacción y miró con una mezcla de orgullo e inquietud a Amy, aunque no desveló el motivo de su dicha hasta días después.
Todo el mundo estuvo de acuerdo en que la feria había sido un éxito, y cuando May deseó las buenas noches a Amy, no lo hizo con el tono afectado de costumbre y le dio un beso cariñoso con el que parecía querer decir: «Discúlpame y olvida lo ocurrido». Amy dio por zanjado el asunto y, cuando llegó a casa, encontró una hilera de jarrones sobre la chimenea, con un ramo de flores en cada uno.
—En premio a su magnanimidad, señorita March —anunció Laurie rimbombante.
—Tus principios, generosidad y nobleza de espíritu son muy superiores a los que yo te suponía, Amy. Has actuado de la mejor forma posible y mereces todo mi respeto —dijo Jo, con el corazón en la mano, mientras cepillaba el cabello de su hermana, por la noche.
—Sí, estamos todas muy orgullosas y apreciamos mucho tu capacidad de perdón. Debió de ser muy duro, después de haberte esforzado tanto y poner todo tu empeño, no poder vender tus obras. No creo que yo hubiese podido reaccionar tan bien como tú —añadió Beth, que estaba recostada sobre la almohada.
—Chicas, no merezco tantos halagos, He actuado como espero que los demás actúen conmigo. Os reís de mí cuando os digo que quiero ser una dama, pero en verdad pretendo ser una dama tanto en mis pensamientos como en mis actos. Me esfuerzo al máximo cada día por lograrlo. No sé cómo explicarlo, pero quiero estar por encima de las mezquindades, manías y defectos que suponen la perdición de tantas mujeres. Estoy lejos de lograrlo, pero espero que, con el tiempo, consiga ser una mujer excepcional como mamá.
Las palabras de Amy eran sinceras, y Jo la abrazó con cariño mientras decía:
—Ahora que entiendo a qué te refieres, no volveré a burlarme de ti. Estás alcanzando tus objetivos más rápido de lo que imaginas, y yo te tomaré como modelo de buena educación, porque creo eres una verdadera experta. Sigue esforzándote, querida, y algún día obtendrás la recompensa que anhelas. Cuando eso ocurra, yo seré quien más se alegre.
Amy recibió su recompensa una semana después, y a la pobre Jo le costó un mundo alegrarse. La tía Carrol envió una carta y a la señora March se le iluminó hasta tal punto la cara al leerla quejo y Beth, que se encontraban junto a ella, le preguntaron cuál era la buena nueva.
—La tía Carrol va a ir a Europa el mes que viene y quiere…
—¡Que la acompañe! —interrumpió Jo levantándose de un salto de la silla con emoción desbordada.
—No, querida, no se trata de ti, sino de Amy.
—¡Mamá! Amy es demasiado joven, Me toca a mí ir antes. Hace mucho tiempo que sueño con ese viaje. ¡Me sentaría muy bien! Sería estupendo. ¡Debo ser yo quien vaya!
—Me temo que no es posible, Jo. La tía ha elegido a Amy, no deja ninguna otra opción, y no podemos contradecirla cuando está haciéndonos un favor así.
—Siempre pasa lo mismo. ¡Amy se divierte y yo tengo que trabajar! ¡No es justo! ¡No lo es! —exclamó Jo con vehemencia.
—Me temo que en gran medida es culpa tuya, querida. Cuando la tía me comentó el asunto el otro día, me explicó que le desagradaron tus malos modos y tu afán de independencia. Y parece citar una expresión tuya cuando dice: «Al principio, pensé en Jo, pero, puesto que “detesta que le hagan favores” y el francés le parece una “lengua ridícula”, creo que no es buena idea invitarla. Amy es mucho más dócil, será una excelente acompañante para Flo y agradecerá las oportunidades que este viaje le brindará».
—¡Oh, no, mi abominable manía de hablar sin medir las palabras! ¿Cuándo aprenderé a refrenar la lengua? —se lamentó Jo al recordar las palabras que habían provocado su mal. Después de escuchar la explicación de su hija acerca de la cita de la tía, la señora March dijo con tristeza:
—Me hubiese encantado que fueses, pero en esta ocasión no hay nada que hacer. Intenta tomártelo con buen ánimo y no enturbies la alegría de Amy con tus reproches y lamentos.
—Lo intentaré —concedió Jo, pestañeando con fuerza para contener el llanto mientras recogía el cesto de las labores que tan precipitadamente había lanzado por los aires—. Mejor aún, seguiré su ejemplo y, en lugar de contentarme con fingir alegría, trataré de sentirla y no robarle ni un segundo de dicha, aunque no me resultará fácil, porque mi disgusto es enorme. —La pobre Jo dejó caer sobre su acerico unas cuantas lágrimas de amargura.
—Jo, querida, sé que sonará egoísta, pero yo no podría vivir sin ti y me alegro de que no te vayas aún —murmuró Beth, y la abrazó con cesto de labores incluido, con tal dulzura y tanto amor que Jo se sintió reconfortada a pesar de que estaba muy arrepentida y deseaba rogarle a la tía Carrol que la «molestase con favores» y comprobase lo muy agradecida que podía llegar a ser.
Cuando por fin Amy llegó, Jo ya estaba en condiciones de participar del júbilo familiar, quizá no tan sinceramente como de costumbre, pero sí sin afligirse por la suerte de su hermana. La joven recibió la noticia con enorme alegría y, en un rapto de formalidad, comenzó a guardar en la maleta sus pinturas y lápices, dejando las cuestiones sin importancia como la ropa, el dinero y el pasaporte a quienes estaban menos absortos pensando en el arte que ella.
—Chicas, este no es un mero viaje de placer para mí —dijo con gravedad mientras limpiaba su mejor paleta—. En él se decidirá mi futuro profesional. Si tengo talento, lo encontraré en Roma y haré algo que lo pondrá de manifiesto.
—¿Y si no lo tienes? —preguntó Jo, que, con los ojos aún enrojecidos, cosía unos cuellos nuevos para Amy.
—Entonces, volveré a casa y daré clases de dibujo para ganarme la vida —contestó la aspirante a la fama con gran serenidad. Sin embargo, al pensar en esa posibilidad, hizo una mueca y rascó con más vigor la paleta, como si estuviese dispuesta a tomar medidas drásticas para no renunciar a su sueño.
—No; no harás tal cosa. Tú detestas trabajar. Te casarás con un rico y pasarás el resto de tus días rodeada de lujos —comentó Jo.
—A veces aciertas en tus predicciones, pero no creo que este sea el caso. Por supuesto, me encantaría, porque si no puedo ser artista me gustaría ayudar a quienes sí pueden —afirmó Amy con una sonrisa como si el papel de lady Generosidad le fuese mejor que el de profesora de dibujo pobre.
—¡Vaya! —dijo Jo con un suspiro—. Si eso es lo que deseas, eso es lo que obtendrás. Tus deseos siempre se cumplen; los míos, nunca.
—¿Te gustaría ir? —preguntó Amy pensativa, aplastándose la nariz con el cuchillo.
—¡Mucho!
—Bien, dentro de un par de años te mandaré un pasaje; entonces excavaremos en el Foro en busca de restos arqueológicos y llevaremos a cabo los planes que tantas veces hemos comentado.
—Gracias; si ese bendito día llega, te recordaré tu promesa —repuso Jo, aceptando la imprecisa pero magnífica oferta con la mayor de las gratitudes.
No disponían de mucho tiempo para preparar el viaje y todo el mundo trabajó sin parar hasta el día de la partida. Jo aguantó bien la presión hasta que el último resto de lazo azul hubo desaparecido de la vista; entonces fue a refugiarse al desván y lloró hasta que no pudo más. Amy, por su parte, aguantó bien hasta que el barco estuvo a punto de zarpar. En ese momento, al comprender que pronto un enorme océano la separaría de sus seres más queridos, abrazó a Laurie con fuerza y le pidió entre sollozos:
—¡Por favor, cuida de todos por mí! Y si algo pasase…
—Lo haré, querida, lo haré. Y si algo pasase, iría junto a ti para darte mi apoyo —susurró Laurie, sin imaginar lo pronto que tendría que cumplir su promesa.
Así pues, Amy zarpó hacia el Viejo Mundo, que siempre resulta nuevo y atractivo para los ojos jóvenes, mientras su padre y amigo quedaban en el muelle, esperando que el destino deparase solo hermosas experiencias a aquella joven de buen corazón, que no dejó de agitar la mano hasta que en el horizonte solo quedó el reflejo del sol estival en las aguas del mar.
CAPÍTULO 31 - NUESTRO CORRESPONSAL EN EL EXTRANJERO
Londres
Querida familia:
En este momento, estoy sentada junto a uno de los ventanales del Bath Hotel, en Piccadilly. No es un lugar elegante pero el tío estuvo aquí hace unos años y no quiere ir a ningún otro. No me preocupa porque, de todas formas, no vamos a estar demasiado tiempo en la ciudad. ¡Lo estoy pasando tan bien que no sé por dónde empezar a contaros! Como no se me ocurre, sacaré algunas ideas de mi cuaderno de notas. Desde que el viaje empezó no paro de dibujar y garabatear.
Cuando os envié la carta desde Halifax, me sentía muy desdichada, pero después tuve un viaje estupendo, con muy pocas molestias, y me pasé casi todo el tiempo en cubierta, entretenida con personas muy agradables. Todo el mundo era muy amable conmigo, sobre todo los oficiales. Jo, ¡no te rías! En un barco, los caballeros son de gran ayuda, te ofrecen su apoyo, te sirven y, como no tienen nada que hacer, agradecen que les hagas sentirse útiles puesto que, de lo contrario, lo único que hacen es fumar y fumar.
La tía y Flo lo pasaron muy mal durante la travesía y prefirieron quedarse a solas. Así que, una vez atendidas en la medida de lo posible sus necesidades, me dediqué a mí, con idea de disfrutar un poco. ¡Qué paseos por cubierta, qué puestas de sol, qué aire y qué olas! Cuando el barco va a toda máquina, es casi tan emocionante como galopar en un caballo muy veloz. Me hubiese encantado que Beth hubiese venido con nosotras, le hubiese sentado muy bien. Y en cuanto a Jo, la imaginaba subida al foque o como sea que llamen a esa cosa tan alta, haciéndose amiga de los tripulantes y pasándolo en grande hablando por la bocina del capitán.
A pesar de lo delicioso que resultaba todo, me alegró mucho ver la costa de Irlanda, que es un país precioso, verde y soleado, con alguna que otra cabaña marrón, colinas coronadas por antiguas ruinas y casas de campo de nobles en los valles, con ciervos en los parques. Era muy temprano, pero no me arrepentí de haber madrugado para ver aquella bahía llena de barquitos, el muelle tan pintoresco y el cielo rosado. Era un espectáculo inolvidable.
Uno de mis nuevos amigos, el señor Lennox, se bajó en Queenstown. Cuando mencioné los lagos de Killarney, suspiró melancólico y me cantó una balada que decía:
¿Has oído hablar de Kate Kearney?
Vive en la orilla del lago Killarney.
Si te mira, huye del peligro, echa a correr.
Dicen que una mirada suya, puede ser fatal.
Menuda tontería, ¿no os parece?
En Liverpool solo nos detuvimos unas horas. Es un sitio sucio y ruidoso, y me alegré de dejarlo atrás. El tío bajó corriendo del barco y compró un par de guantes de piel de perro, anos zapatos bastos y feísimos y un paraguas, y se cortó el pelo à la mutton. Volvió muy orgulloso, jactándose de tener el aspecto de un auténtico británico. Pero el joven limpiabotas negro que le limpió de barro los zapatos no tardó ni dos segundos en ver que era norteamericano y dijo con una mueca: «Ya está, señor, el mejor lustre yanqui». Al tío le hizo muchísima gracia. ¡Ah, que no se me olvide contaros la última ocurrencia de Lennox! Le pidió a su amigo Ward, que viajaba con nosotros, que comprara un ramo para mí, y cuando entré en mi habitación me encontré con las flores y una tarjeta que decía: «Con mis mejores deseos, Robert Lennox». ¿No os parece encantador, chicas? Me gusta mucho viajar.
Si no me doy prisa, no llegaré nunca a hablaros de Londres. De camino hacia la ciudad, tuve la sensación de recorrer una galería de arte, llena de paisajes espectaculares. Las granjas me entusiasmaron, con sus tejados de paja, la fachada cubierta de hiedra, ventanas con celosías y mujeres robustas asomadas con sus sonrosados hijos a la puerta. Hasta el ganado parecía más manso que el nuestro. Las vacas viven a cuerpo de rey y las gallinas cloquean satisfechas, como si, contrariamente a lo que ocurre con las nuestras, nunca se alborotasen. No había visto nunca una gama de colores tan perfecta: la hierba tan verde, el cielo tan azul, el trigo tan amarillo, los bosques tan oscuros. Pasé el día extasiada. Flo también, íbamos de un lado a otro intentando no perder detalle. ¡Y eso que nos desplazábamos a ciento diez kilómetros por hora! La tía, que estaba muy cansada, se durmió y el tío no tenía ojos más que para su guía de viajes. Imaginad la escena. Yo emocionada, exclamo: «¡Oh, esa mancha gris que se ve más allá de los árboles debe de ser Kenilworth!»; Flo, asomada a mi ventanilla, apunta: «¡Qué bonito! Papá, ¿iremos allí?», y el tío, mirando tranquilamente sus zapatos contesta: «No, querida; salvo que pretendas beber cerveza. ¡Es una destilería!».
Tras una pausa, Flo dice: «¡Mira, una horca! ¡Y un hombre que va hacia ella!». «¿Dónde, dónde?», pregunto yo, y entonces veo dos postes altos con una viga atravesada y unas cadenas colgando. «Es una mina de carbón», explica el tío con un guiño. «Fijaos en ese rebaño de corderitos tumbados en la hierba, ¡qué bonitos!», comento. «Sí, papá, mira. ¿No te parecen preciosos?», dice Flo emocionada. «Son gansos, jovencitas», observa el tío con un tono que invitaba a no añadir nada más. Después de eso, Flo se sentó y empezó a leer The flirtations of Capt. Cavendish, y yo seguí disfrutando del paisaje.
Como era de esperar, al llegar a Londres llovía y lo único que alcanzamos a ver fue niebla y paraguas. Descansamos, deshicimos el equipaje y fuimos de compras. La tía Mary me regaló algo de ropa, pues salí de casa con tanta precipitación que me hacía falta un poco de todo. Ahora tengo un hermoso sombrero blanco con una pluma azul precioso, un estupendo vestido de muselina a juego y la capa más bonita que podáis imaginar. Ir de compras por Regent Street es una delicia, todo es muy barato; hay lazos preciosos por solo seis peniques la yarda. Me hice con unos cuantos, pero para los guantes prefiero esperar a París. ¿Acaso no parece que quien os cuenta esto sea alguien elegante y rico?
Aprovechando que la tía y el tío estaban fuera, Flo y yo pedimos un cabriolé para dar un paseo y divertirnos un rato. Después nos enteramos de que no está bien visto que las jovencitas vayan solas en esos coches. ¡Fue muy divertido! En cuanto estuvimos dentro de la caja de madera, el cochero arrancó tan deprisa que Flo se asustó y le rogó que se detuviera. Pero, como el pescante estaba detrás, el hombre no oía ni nuestros gritos ni los golpes que dábamos con la sombrilla en la pared, por lo que seguimos recorriendo la ciudad, sin poder remediarlo, doblando esquinas a una velocidad de vértigo. Por fin, en medio del desespero, vi que había una portezuela en el techo y me asomé. Unos ojos rojos se clavaron en mí y una voz que olía a cerveza me preguntó: «¿Qué quiere la señora?». Le transmití mis instrucciones con la máxima seriedad. El hombre cerró la portezuela de golpe con un «ay, madre» y frenó al caballo, que empezó a caminar tan lento como si fuésemos en una comitiva fúnebre. Volví a asomar la cabeza y pedí: «Un poco más rápido», y el hombre volvió a correr como un loco, por lo que decidimos resignarnos y aceptar nuestro destino.
Hoy ha hecho un buen día y hemos ido a Hyde Park, que queda cerca del hotel, porque somos más aristocráticas de lo que podría parecer. El duque de Devonshire vive cerca. Veo con frecuencia a sus lacayos haraganear en la puerta trasera. La casa del duque de Wellington tampoco queda lejos. ¡Menudas escenas encontramos en el parque, queridas! Duquesas viudas y gordas que paseaban en carrozas rojas y amarillas, con impresionantes criados que visten medias de seda y chaquetas de terciopelo situados en la parte trasera y un chófer con la cara empolvada delante. Elegantes doncellas que cuidaban de los niños más sonrosados que he visto nunca, hermosas jóvenes que parecían soñolientas, dandis indolentes con divertidos sombreros de estilo inglés y guantes de cabritilla de color morado, y soldados muy altos vestidos con chaquetillas rojas y sombreros redondos que se atan a un lado y les dan un aspecto de lo más cómico. ¡Estaba deseando hacerles un retrato!
Rotten Row significa Route de roi, es decir, «la ruta del rey», pero ahora es sobre todo una escuela hípica donde enseñan a montar. Los caballos son espléndidos y los hombres montan bien, pero las mujeres van rígidas y rebotan sobre la montura, lo que no es acorde con nuestras costumbres. Al verlas trotar muy serias arriba y abajo con sus ropas ligeras y sus sombreros altos, como mujeres en un arca de Noé de juguete, me entraron ganas de mostrarles un buen y raudo galope americano. Aquí todo el mundo monta a caballo: los ancianos, las damas robustas, los niños y los jóvenes, que lo aprovechan para coquetear. Vi a una pareja intercambiar capullos de rosas, que aquí se llevan en el ojal, y me pareció una idea encantadora.
A mediodía, fuimos a la abadía de Westminster, pero no esperéis que os la describa. Es imposible. Me contentaré con deciros que es ¡sublime! Esta tarde iremos a visitar Fechter, el actor francés, lo que sin duda pondrá el broche de oro a este día, que ha resultado el más feliz de mi vida.
Medianoche
Es muy tarde, pero no puedo enviar esta carta mañana sin contaros lo que ha ocurrido esta última tarde. ¿A que no adivináis quién vino a visitarnos mientras tomábamos el té? ¡Los amigos ingleses de Laurie, Fred y Frank Vaughn! Menuda sorpresa; de no ser por las tarjetas, no los habría reconocido. Ambos están muy altos y llevan bigote. Fred es ahora un joven apuesto al estilo inglés, y Frank está mucho mejor, puesto que apenas cojea y no usa muletas. Laurie les había facilitado nuestra dirección y vinieron a invitarnos para que nos quedáramos en su casa. El tío declinó la oferta, pero iremos a visitarlos en cuanto podamos. Nos acompañaron al teatro y lo pasamos muy bien. Frank se dedicó a hablar con Flo, y Fred y yo charlamos animadamente como si nos conociésemos de toda la vida. Decidle a Beth que Frank preguntó por ella y que le entristeció mucho saber de su enfermedad. Cuando le hablé de Jo, Fred rio y me pidió que transmitiese «un afectuoso saludo a la dama del sombrero grande». Ambos recordaban lo mucho que nos divertimos en el campamento que organizó Laurie. Parece que todo eso ocurrió hace siglos, ¿verdad?
Es la tercera vez que la tía golpea la pared, así que tengo que dejar de escribir. Me siento como una dama londinense, elegante y disoluta, escribiendo a horas tan tardías, en una habitación repleta de cosas hermosas y con la cabeza llena de imágenes de parques, teatros, vestidos nuevos y galantes caballeros que exclaman «¡Ah!» y se atusan el rubio bigote con germina altivez londinense. Tengo muchas ganas de veros a todos y, a pesar de mis tonterías, sabéis que os quiero de todo corazón,
AMY
París
Queridas hermanas:
En mi última carta os hablé de mi estancia en Londres, de lo amables que fueron los Vaughn y de las salidas tan agradables que nos organizaron. Hampton Court y el museo de Kensington me gustaron especialmente, porque en Hampton vi unos dibujos de Rafael y en el museo de Kensington, una sala llena de cuadros de Turner, Lawrence, Reynolds, Hogarth y otros grandes artistas. En Richmond Park pasamos un día delicioso. Comimos el clásico picnic inglés y había más ciervos y robles majestuosos de los que podía pintar; además oí cantar a un ruiseñor y vi alzar el vuelo a un grupo de alondras. Nos sentíamos tan a gusto en Londres, gracias a Fred y Frank, que nos dio pena marcharnos. Los ingleses no te acogen de inmediato pero, cuando se deciden, no hay quien los supere en hospitalidad. Los Vaughn esperan reunirse con nosotros en Roma, en invierno, y me llevaré un gran disgusto si no es así, porque Grace y yo nos hemos convertido en grandes amigas y los chicos son estupendos, sobre todo Fred.
De hecho, apenas llegamos a París, nos encontramos nuevamente con él. Dijo que estaba de vacaciones y que iba camino de Suiza. A la tía no le hizo demasiada gracia al principio, pero él se mostró tan encantador que era imposible ponerle pegas. Ahora se entienden de maravilla y todos nos felicitamos por su presencia, porque habla perfectamente francés; no sé qué sería de nosotras sin él. El tío apenas conoce unas frases y se empeña en hablar en inglés a gritos, como si al alzar la voz los demás fuesen a entenderle mejor. La tía tiene un acento arcaizante y Flo y yo, a pesar de que nos jactábamos de saber mucho francés, hemos descubierto que no es cierto y agradecemos mucho que Fred nos sirva de intérprete, o como dice el tío, «parlamente en nuestro nombre».
¡Qué bien lo estamos pasando! Visitamos monumentos de la mañana a la noche, a mediodía hacemos una pausa para comer en alegres cafés y vivimos aventuras divertidísimas. Cuando llueve, vamos al Louvre, a disfrutar de los cuadros. Jo torcería el gesto ante algunas de estas obras maestras porque no tiene sensibilidad artística, pero yo sí la tengo y me esmero por cultivar mi vista y mi gusto a buen ritmo. Seguro que ella preferiría ver las pertenencias de personajes importantes. He visto el sombrero de tres picos de Napoleón y su abrigo gris, la cuna en la que durmió de niño y un cepillo de dientes suyo; también he tenido ante mí un zapatito de María Antonieta, el anillo de san Dionisio, la espada de Carlomagno y otros muchos artículos interesantes. Cuando vuelva, os lo contaré todo con detalle pero, ahora por escrito, no puedo dedicarle más tiempo a todo esto.
El Palais Royal es un lugar de ensueño que alberga tanta bijouterie y cosas maravillosas que casi me vuelvo loca por no poder comprar nada. Fred pretendía regalarme alguna pieza pero, por supuesto, no se lo permití. Luego fuimos al Bois de Boulogne y a los Champs Elysées, que son magnifiques. He visto a la familia imperial en varias ocasiones. El emperador es un hombre feo y de aspecto serio, la emperatriz es pálida y hermosa, pero tiene un gusto horroroso para vestir; una vez llevaba un vestido púrpura, un sombrero verde y unos guantes amarillos. El pequeño Napoleón es un niño guapo que se pasa el rato charlando con su tutor y saluda con la mano a la gente cuando desfila en una carroza tirada por cuatro caballos, con postillones vestidos con chaqueta de satén rojo y guardia montada delante y detrás del vehículo.
Solemos pasear por los preciosos jardines de les Tuileries, aunque yo prefiero los de Luxembourg, más antiguos. Père la Chaise es un cementerio de lo más curioso; muchas de las tumbas parecen habitaciones pequeñas y, al mirar en su interior, descubres una mesa con imágenes del fallecido y sillas para los que acuden a llorar su muerte. ¡Qué francés resulta todo eso! ¿No os parece?
Nuestras habitaciones dan a la rue de Rivoli; desde el balcón vemos la calle, larga y magnífica de principio a fin. Es tan agradable que cuando estamos cansadas de las visitas nos quedamos en el hotel y pasamos la tarde charlando y descansando en el balcón. Fred es de lo más entretenido y, además, es el joven más encantador que conozco —excepción hecha de Laurie—. Sus modales son exquisitos. Preferiría que fuese moreno porque no me gustan los muchachos rubios, pero los Vaughn son una familia excelente y muy rica, así que no seré yo quien ponga pegas a su cabello claro, sobre todo cuando el mío es aún más rubio que el suyo.
La semana que viene partiremos rumbo a Alemania y Suiza y apenas pararemos durante el viaje, de modo que solo podré enviaros unas cuantas líneas. Pero escribiré mi diario y procuraré «recordar y describir con la máxima precisión las maravillas que tenga la suerte de contemplar», tal y como me aconsejó papá. Esta es una práctica muy útil para mí; cuando veáis mi cuaderno de apuntes, los bocetos os ayudarán a entender mi viaje mejor que mis torpes palabras.
Adieu, recibid todas mi más tierno abrazo.
VOTRE AMIE
Heidelberg
Querida mamá:
Aprovecho que hacemos un breve descanso antes de salir hacia Berna para contarte lo que ha ocurrido últimamente, porque algunos hechos son muy importantes, como tendrás ocasión de comprobar.
El recorrido en barco por el Rin resultó excelente y lo disfruté mucho. Estuve leyendo algunos de los viejos libros de viaje de papá sobre la zona, No encuentro palabras para describir su belleza. En Coblenza lo pasamos de maravilla con unos estudiantes de Bonn que Fred conoció en el barco y nos dieron una serenata. Era una noche de luna llena y, a eso de la una, Flo y yo nos despertamos al oír una música deliciosa bajo nuestra ventana. Nos acercamos corriendo y, ocultas tras las cortinas, miramos tímidamente hacia fuera, donde vimos a Fred y los estudiantes cantando. Es la escena más romántica que he visto en toda mi vida: el río, el puente, los barcos, la enorme fortaleza enfrente, la luna y una música que hubiese derretido al corazón más duro.
Cuando terminaron, les lanzamos flores y les vimos luchar entre sí por ellas, besar la mano de unas damas invisibles y alejarse riendo… para ir a fumar y beber cerveza, supongo. A la mañana siguiente, Fred se sacó del bolsillo una flor estrujada para enseñármela y se puso muy sentimental, Me burlé de él y le expliqué que no había sido yo quien la había lanzado, sino Flo, y al parecer eso le molestó porque arrojó la flor por la ventana y volvió a mostrarse sensato. Temo que este chico me va a dar problemas.
Los baños de Nassau estaban muy animados, al igual que Baden-Baden, donde Fred perdió una suma de dinero y yo le regañé por ello. Ahora que Frank no está con él, necesita que alguien le cuide. Kate comentó en una ocasión que esperaba que se casase pronto y yo coincido con ella en que sería lo mejor para él. Frankfurt me pareció precioso. Visitamos la casa de Goethe, la estatua de Schiller y la famosa Ariadna de Dannecker Lo encontré encantador, pero lo habría disfrutado más aún de haber conocido mejor la historia. No quise preguntar porque todos estaban al corriente o fingían estarlo. Tal vez Jo me pueda contar algo, tendría que haber leído más. Ahora descubro que no sé apenas nada y me avergüenzo de ello.
Ahora viene lo más serio… Es muy reciente, y Fred se acaba de marchar. Es un joven tan alegre y dulce que todos le tenernos mucho cariño. Yo siempre le vi como un compañero de viaje y nada más, hasta la serenata de la otra noche. Entonces, comencé a intuir que los paseos a la luz de la luna, las conversaciones en el balcón y las aventuras diarias eran algo más que un simple entretenimiento para él. Mamá, te prometo que no he coqueteado con él… Recuerdo lo que me advertiste y he procurado seguir tus consejos. Yo no tengo la culpa de gustarle a alguien. No hago nada para que eso se produzca y me duele no sentir nada, aunque Jo opine que no tengo corazón. Mamá, supongo que estarás meneando la cabeza y que las chicas dirán ¡Menuda picara interesada!, pero he tomado una decisión; si Fred se declara, le aceptaré aunque no esté locamente enamorada. Me cae bien y nos sentimos muy a gusto juntos. Es joven, apuesto, bastante inteligente y muy rico, más rico incluso que los Laurence. No creo que su familia se oponga, y yo sería muy feliz porque son personas amables, bien educadas y generosas que me aprecian. Dado que Fred es el mayor de los gemelos, supongo que heredará buena parte del patrimonio, ¡que es enorme! Tienen una casa estupenda en la ciudad, en una de las calles más elegantes; no es tan vistosa como las grandes casas norteamericanas, pero es el doble de cómoda y tiene muchos más lujos, como les gusta vivir a los ingleses. Me encanta, y todo es auténtico. He visto la vajilla, las joyas de la familia, los viejos sirvientes y cuadros de la propiedad que tienen en el campo, una mansión con un amplio jardín, situada en un bello enclave, con buenos caballos. ¿Qué más podría pedir? Prefiero eso a uno de esos títulos que hacen enloquecer a las muchachas pero que no tienen nada detrás. Puede que sea una interesada, pero detesto la pobreza y no pienso soportarla ni un segundo más de lo imprescindible. Es preciso que una de nosotras se case con un hombre rico. Meg no lo ha hecho, Jo no lo hará y Beth todavía no puede… De modo que lo haré yo y así todos llevaremos una vida más confortable. No me casaría con un hombre al que detestase o despreciase. Podéis estar seguras de ello. Aunque Fred no sea mi ideal, está muy bien y, con el tiempo, llegaría a apreciarle si él me tratase bien y me dejase hacer lo que quisiese. He estado dando vueltas al asunto durante toda la semana pasada —era imposible no darse cuenta de que le gusto a Fred—. Él no dijo nada, pero sus gestos le delataban. Nunca va con Flo, siempre está a mi lado, en los coches, en la mesa, cuando paseamos. Cuando nos quedamos a solas, se pone emotivo, y si algún joven me dirige la palabra, frunce el entrecejo. Ayer, a la hora de la cena, un oficial austríaco nos miró y luego le comentó a su amigo, un barón con pinta de libertino, algo acerca de ein wonderschönes Blöndschen, y Fred se enfureció como un león y cortó la carne tan enérgicamente que casi la tira del plato. No es uno de esos ingleses flemáticos y estirados, se enfada con facilidad; supongo que debe de llevar sangre escocesa en las venas o eso parece a juzgar por sus hermosos ojos azules.
En fin, ayer fuimos al castillo al caer la tarde, todos menos Fred, que tenía que reunirse con nosotros allí después de ir a buscar unas cartas a la oficina de correos. Lo pasamos bien curioseando entre las ruinas, las bodegas, donde hay un enorme tonel, y los hermosos jardines que el noble propietario mandó hacer al gusto de su esposa, que era inglesa. Pero lo que más me impresionó fue la gran terraza y las hermosas vistas que ofrecía. De modo que, mientras el resto del grupo visitaba las habitaciones, yo me quedé allí, sentada, haciendo un esbozo de una cabeza de león de piedra gris que había en un muro, rodeada de ramas de madreselvas de color escarlata. Me sentía como el personaje de una novela romántica, viendo cómo el río Neckar cruzaba el valle, deleitándome con la música de una banda austríaca y esperando a mi enamorado. Presentí que estaba a punto de ocurrir algo y me supe preparada para ello. Aguardé tranquila, sin enrojecer ni temblar, aunque sí algo nerviosa.
Al poco, oí la voz de Fred y le vi atravesar corriendo el gran arco en dirección a mí. Parecía tan alterado que me olvidé de todo y le pregunté qué le ocurría. Me explicó que acababa de recibir una carta en la que se le urgía a regresar a casa porque Frank estaba gravemente enfermo. Pensaba marchar de inmediato, en el tren de la noche, y solo venía a despedirse. Lamenté mucho la noticia y me sentí decepcionada… aunque solo por unos segundos, porque me estrechó la mano y dijo con un tono que no dejaba lugar a dudas: «Volveré pronto… No me olvidarás, ¿verdad, Amy?».
No le prometí nada, pero le miré y pareció bastarle con eso. No hubo tiempo para nada más porque apenas disponía de una hora para preparar su partida. Todos le echamos mucho de menos. Sé que quería hablar conmigo, pero intuyo, por algo que comentó en una ocasión, que ha prometido a su padre no hacer nada sin consultárselo. Es un muchacho muy impulsivo y el anciano señor teme que le imponga una nuera extranjera. Pronto nos reuniremos con él en Roma y entonces, si no he cambiado de idea, le aceptaré cuando se declare.
Por supuesto, todo esto es confidencial, pero quería que estuvieras al corriente. No te preocupes por mí; sigo siendo tu «sensata Amy» y te aseguro que no haré nada sin pensarlo bien. Me encantaría recibir tus consejos y los tendría muy en cuenta. Ojalá pudiera conversar contigo largo y tendido, mamá. Te quiero mucho, confía en mí.
Tu hija,
AMY
CAPÍTULO 32 - TIERNAS INQUIETUDES
—Jo, estoy preocupada por Beth.
—¿Por qué, mamá? Desde que nacieron los niños, ha estado mejor que de costumbre.
—No me inquieta su salud, sino su ánimo. Estoy segura de que algo le preocupa y me gustaría que descubrieses de qué se trata.
—¿Y qué te hace pensar eso, mamá?
—Pasa mucho rato sentada sola y no habla con papá tanto como antes. El otro día, la encontré llorando junto a los niños. Cuando canta, siempre elige las canciones más tristes y, de vez en cuando, tiene una expresión en el rostro que no alcanzo a comprender. Esto no es propio de Beth, y por eso me preocupa.
—¿Has hablado de esto con ella?
—Lo he intentado en un par de ocasiones pero, cuando no evita contestar, pone tal cara de angustia que no tengo corazón para seguir preguntándole nada. Nunca fuerzo una confidencia y rara vez tengo que esperar demasiado para que una de vosotras me cuente algo.
La señora March observaba a Jo mientras le hablaba, pero su rostro no delataba que supiera algo de la secreta inquietud de Beth. Jo siguió cosiendo en silencio y, al cabo de unos minutos, apuntó:
—Creo que lo que le ocurre es que está creciendo y empieza a fantasear, a descubrir esperanzas, miedos e inquietudes que no sabe explicarse. Verás, mamá, Beth ya tiene dieciocho años, pero no nos damos cuenta y la tratamos como si fuera una niña. Nos olvidamos de que es una mujer.
—Sí lo es, querida. ¡Qué rápido crecéis! —comentó la madre con una sonrisa y un suspiro.
—Es inevitable, mamá. Tendrás que resignarte ante toda clase de preocupaciones y dejar que tus polluelos abandonen el nido, uno a uno. Si sirve de algo, prometo no alejarme demasiado.
—Sí, eso es un gran consuelo, Jo. Ahora que Meg ya no vive con nosotros, me siento más fuerte cuando estás en casa. Beth no goza de buena salud y Amy es demasiado joven para contar con ella; pero sé que si hace falta arrimar el hombro, tú siempre estás dispuesta.
—Sabes que no me asusta el trabajo duro y en toda familia hace falta alguien con empuje. Amy es estupenda con las labores finas, pero yo me siento más a gusto cuando hay que recoger las alfombras o todo el mundo enferma a la vez. Amy está descollando en el extranjero, pero si algo falta en casa, llámame a mí.
—Entonces, dejaré el asunto de Beth en tus manos. Si ha de abrir su tierno corazón, seguro que lo hará antes contigo. Sé muy amable y procura que no piense que la vigilamos o hablamos de ella a sus espaldas. Sí recuperarse la fuerza y la alegría, yo vería cumplidos todos mis deseos.
—¡Qué suerte! ¡Yo tengo tantos deseos por cumplir!
—¿Cuáles son, querida?
—Me ocuparé de los problemas de Beth y luego compartiré los míos contigo. No son demasiado graves, de modo que pueden esperar. —Dicho esto, Jo se alejó con un gesto confiado que llenó de alivio a la señora March, por lo menos de momento.
Jo se dedicó a observar a Beth, mientras fingía atender sus propios asuntos y, tras varias conjeturas contradictorias, llegó a una conclusión que parecía explicar el cambio operado en la muchacha. Un episodio le dio la clave del misterio, o eso le pareció, y su viva imaginación y cariñoso corazón hicieron el resto. Un sábado por la tarde, mientras estaban solas, aparentó estar ocupada escribiendo, sin quitar ojo a su hermana, que parecía extrañamente callada. Sentada junto a la ventana, Beth dejaba su labor sobre el regazo con frecuencia, apoyaba la cabeza en la mano con aire abatido y contemplaba el apagado paisaje otoñal. De pronto, alguien pasó bajo la ventana, silbando como un mirlo operístico, y una voz exclamó:
—¡Todo sereno! Vendré está noche.
Beth abrió los ojos de par en par, se inclinó hacia la ventana, sonrió y asintió con la cabeza mientras el joven se alejaba a grandes pasos hasta desaparecer de la vista. Entonces dijo, como si hablara para sí:
—¡Qué fuerte, sano y feliz parece este muchacho!
¡Vaya!, se dijo Jo sin dejar de mirar a su hermana, cuyo rostro perdió el color con la misma rapidez con que lo había cobrado, mientras la sonrisa se borraba de sus labios y una lágrima caía sobre el alféizar. Beth se apartó bruscamente y miró con aprensión a Jo, pero la encontró garabateando a toda velocidad, al parecer absorta en la escritura de El juramento de Olimpia. En cuanto Beth se volvió, Jo la observó de nuevo y advirtió que la joven se llevaba la mano a los ojos en más de una ocasión, y leyó en su rostro, medio vuelto, una tierna aflicción que hizo que a ella misma se le saltaran las lágrimas. Temerosa de descubrirse, Jo murmuró que necesitaba nías papel y salió de la sala.
¡Que Dios se apiade de mí! Beth está enamorada de Laurie, se dijo, una vez sentada en su dormitorio, pálida de la impresión que le había provocado el repentino descubrimiento. ¡Quién lo hubiera imaginado! ¿Qué dirá mamá? Me pregunto si él… Jo interrumpió este pensamiento y enrojeció de súbito al pensar: Si él no la corresponde, será horrible. Tiene que amarla. ¡Conseguiré que lo haga!, y meneó la cabeza con aire amenazador al recordar al niño travieso que se burlaba de ella desde el otro lado del muro. ¡Por Dios! ¡Cómo hemos crecido! Meg está casada y es madre, Amy prospera en París y Beth está enamorada. Soy la única lo suficientemente sensata para acabar con esta locura. Jo reflexionó por unos segundos, con la imagen de Laurie de niño aún en la mente; luego las arrugas desaparecieron de su frente y dijo dirigiéndose a él con aire decidido:
—No, señor, muchas gracias. Eres encantador, pero más inestable que una veleta, así que abstente de enviar notas conmovedoras y lanzar sonrisas seductoras porque no lograrás nada. No lo permitiré.
Luego suspiró y se quedó absorta en sus pensamientos un buen rato, hasta que la luz del crepúsculo le recordó que debía bajar a vigilar a su hermana. Lo hizo y confirmó sus sospechas. Laude solía coquetear con Amy y bromear con Jo, pero el trato que dispensaba a Beth era especialmente atento y dulce, aunque, bien mirado, todo el mundo la trataba así, por lo que era difícil sospechar que el joven sintiese por ella algo más. De hecho, toda la familia era de la opinión de que Laude se mostraba más interesado que nunca por Jo, quien, por supuesto, no quería ni oír hablar del asunto y lo negaba con virulencia si alguien osaba mencionarlo. Si hubiesen tenido noticia de los momentos tiernos que Laurie había protagonizado en el transcurso del último año o, mejor dicho, de los intentos frustrados de crear momentos tiernos, los cuales se habían visto interrumpidos en el acto, todos habrían advertido con inmensa satisfacción: «¿Lo ves? Ya lo decía yo». Pero a Jo le horrorizaba el flirteo, no se prestaba a ello, siempre intercalaba una broma o una sonrisa que alejase el peligro.
Cuando Laurie fue a la universidad, se enamoraba de alguien nuevo cada mes, pero aquellos arrebatos eran tan breves como apasionados, y no tenían consecuencias. A Jo le divertía observar cómo el joven pasaba de la esperanza a la desesperación y luego a la resignación, estados de ánimo que le contaba con detalle en sus visitas semanales. Sin embargo, al cabo de un tiempo, Laurie cesó de adorar tantos lugares sagrados, empezó a referirse de manera indirecta y misteriosa a una única pasión e incluso se dejaba llevar, en ocasiones, por una melancolía al estilo de Byron. Por último, optó por evitar por completo todo asunto emotivo y enviaba a Jo notas de índole filosófica, se centró en sus estudios y comentó que pensaba dar el máximo de sí para licenciarse con la mayor gloria posible. Aquella situación era mucho más del agrado de la joven dama que las confidencias a la luz del atardecer, los apretones de mano tiernos y las miradas cargadas de significado, porque la mente de Jo era más madura que su corazón y prefería los héroes imaginarios a los de carne y hueso. A los primeros podía encerrarlos en la cocina de hojalata del desván cuando se cansaba de ellos, pero los de verdad eran mucho menos dúctiles.
En ese estado de cosas hizo Jo su gran descubrimiento y, cuando Laurie acudió a visitarlas aquella noche, la joven le miró como nunca antes lo había hecho. De no haber tenido aquella idea en la mente, no le habría extrañado que Beth estuviese tan callada ni que Laurie se mostrase tan atento con ella. Pero había dado rienda suelta a su imaginación, que galopaba a sus anchas, desbocada, sin que el sentido común acudiese a su rescate, mermado como estaba por las muchas horas que la joven autora dedicaba a escribir encendidas historias de amor. Beth estaba recostada en el sofá, como de costumbre, y Laurie, sentado a su lado en una silla, le contaba chismes para entretenerla. Aquella ceremonia se repetía todas las semanas sin falta, y Beth la aguardaba con ansia. Aquella noche, sin embargo, a Jo le pareció que Beth miraba el rostro moreno y lleno de vida con un gozo fuera de lo común y, aunque el joven relataba los pormenores de un partido de críquet y usaba términos técnicos que a ella le eran tan crípticos como un texto en sánscrito, le escuchaba con sumo interés, Asimismo, Jo creyó ver en Laurie —tal era su afán por que así fuera— más galantería de la habitual; el muchacho hablaba en voz baja, reía menos de lo común, parecía distraído y cubría los pies de Beth con una manta con una diligencia prácticamente de enamorado.
¡Quién sabe! Cosas más raras se han visto, pensó Jo andando de acá para allá. Si se amasen, ella sería como un ángel para él, y él le haría la vida más grata y más cómoda. No creo que Laurie se pueda resistir a los encantos de Beth siempre y cuando las demás no estemos en su camino.
Y dado que la única que estaba en su camino era ella, Jo llegó a la conclusión de que debía hacerse a un lado lo antes posible. Pero ¿cómo? Se sentó, pensativa, en busca de una solución digna de una hermana devota.
El viejo sofá era un auténtico patriarca de los sofás: largo, ancho, bajo y con muchos cojines. Era verdad que estaba algo desvencijado porque, de niñas, las hermanas se tumbaban y dormían en él, jugaban a pescar sentadas en su respaldo, montaban a caballo en sus brazos y guardaban animales debajo; ya de adolescentes, descansaban en él sus cansadas cabezas, soñaban sus más dulces sueños y charlaban emocionadas. Todos tenían cariño al venerable sofá, que era el refugio familiar, y era el lugar favorito de Jo para gandulear. Entre los muchos cojines que lo adornaban, destacaba uno, duro, redondeado, cubierto con ásperos pelos de crin de caballo y rematado en las puntas con un nudo y un botón. El repugnante cojín era la propiedad más valiosa de Jo, quien lo usaba como arma arrojadiza, como barricada y para evitar dormirse en los momentos de más sopor.
Laurie lo conocía bien, y lo contemplaba con profundo desagrado, ya quejo le había sacudido con él muchas veces en el pasado, de niños, cuando retozar era algo natural, y más recientemente lo había usado para evitar que se sentara cerca de ella. Si la «salchicha» —como él lo llamaba— estaba colocada en un extremo, quería decir que se podía acercar y descansar, pero si estaba en medio, ¡pobre del hombre, mujer o niño que osara molestarla! Aquella noche, Jo olvidó erigir la barricada, por lo que, cuando llevaba menos de cinco minutos sentada, vio acercarse una figura enorme que se tumbó sobre el sofá con los brazos y las piernas extendidos. Una vez recostado, Laurie exclamó satisfecho:
—¡Esto es vida!
—Por favor, compórtate con propiedad —dijo Jo colocando a toda prisa el cojín, aunque ya era demasiado tarde y no quedaba sitio. El cojín se deslizó hacia el suelo y desapareció misteriosamente.
—Venga, Jo, no seas arisca. Después de matarse a estudiar toda la semana, un hombre necesita y merece que le mimen.
—Que te mime Beth, yo estoy ocupada.
—No, no quiero molestarla. Pero a ti te gustan estas cosas, salvo que hayas cambiado de opinión, claro está. ¿Es así? ¿Acaso ahora odias a tu chico y prefieres darle con un cojín?
Estas tiernas palabras hubiesen bastado para engatusar a cualquiera, pero Jo, enfrió los ánimos de «su chico» dándole la espalda y preguntándole en tono seco:
—¿Cuántos ramos de flores le has enviado a la señorita Raudal esta semana?
—¡Ni uno, te doy mi palabra! Faltaría más. Está comprometida.
—Me alegro, porque enviar flores y regalos a mujeres que te interesan tres cominos me parece un despilfarro —observó Jo en tono de reproche.
—Las chicas sensatas que sí me interesan no me dejan enviarles «flores y regalos»; así que, ¿qué remedio me queda? He de dar salida a mis sentimientos.
—Mamá no aprueba el flirteo, aunque sea por puro entretenimiento, y tú, Teddy, no paras de flirtear.
—Daría lo que fuera por poder decir: «Al igual que tú», pero, como no es el caso, me limitaré a decir que no veo mal alguno en jugar un poco siempre que todos los implicados comprendan que no es más que un pasatiempo agradable.
—La verdad es que sí parece agradable, pero no sé cómo se hace. Lo he intentado, porque si no haces lo que los demás te sientes como un bicho raro en sociedad, pero no se me da bien —reconoció Jo olvidando momentáneamente su papel de tutora.
—Aprende de Amy; tiene un talento natural para ello.
—Sí, lo hace muy bien y nunca se excede. Supongo que algunas personas están destinadas a agradar aun sin proponérselo, mientras que otras están condenadas a hacer o decir algo inconveniente donde no deben.
—Me alegro de que no sepas flirtear. Da gusto conocer a una joven sensata y sincera que puede mostrarse alegre y amable sin hacer el ridículo. Entre nosotros, Jo, algunas muchachas con las que trato se comportan de un modo que me hace sentir vergüenza ajena. Por supuesto, no pretenden herir a nadie, pero si supieran lo que los chicos dicen luego, a sus espaldas, creo que no dudarían en cambiar de actitud.
—Ellas también murmuran a vuestras espaldas y, como la lengua de las mujeres es más afilada, vosotros salís peor parados, porque sois tan necios como ellas. Si os comportaseis como es debido, ellas también lo harían pero, puesto que saben que os gustan sus tonterías, siguen igual, y luego vosotros se lo reprocháis.
—Veo que es usted una experta en la materia, señora —apuntó Laurie en tono de superioridad—. Aunque a veces parezca lo contrario, a los hombres no nos gustan los flirteos ni las salidas de tono. Los caballeros siempre se refieren a las jóvenes hermosas y modestas con el mayor de los respetos. ¡Dios te conserve la inocencia! Si ocupases mi lugar durante un mes, no saldrías de tu asombro. Te doy mi palabra de que cuando me encuentro con jóvenes escandalosas me entran ganas de citar a nuestro amigo Cock Robin: «¡Al diablo contigo, descarada revoltosa!».
Era imposible no echarse a reír al ver cómo Laurie trataba de resolver el dilema que le creaban, por un lado, su reticencia de caballero a hablar mal de las mujeres y, por otro, su espontánea antipatía hacia los disparates poco femeninos que tanto menudeaban entre las jóvenes de buena sociedad. Jo sabía que muchas madres consideraban al «joven Laurence» un buen partido, que sus hijas le sonreían y que mujeres de todas las edades le alababan tanto que era casi imposible que no se convirtiese en un petimetre. Sentía celos y temía que lo echaran a perder, por lo que le alegró mucho descubrir que seguía prefiriendo a las jóvenes recatadas. Adoptó nuevamente un tono admonitorio para decir en voz baja:
—Teddy, si has de dar salida a tus sentimientos, escoge a una joven «hermosa y modesta» a la que puedas respetar y no pierdas el tiempo con niñas tontas.
—¿Hablas en serio? —preguntó Laurie mirándola con una mezcla de ansiedad y alegría.
—Por supuesto, aunque sería preferible que esperases a haber terminado los estudios en la universidad y, mientras tanto, te prepares para ser digno de ella. Todavía no eres lo bastante bueno para… en fin, para esa joven recatada, sea quien sea. —Jo se mostró un tanto turbada porque había estado a punto de pronunciar el nombre de la dama.
—¡No lo soy, es cierto! —reconoció Laurie con una humildad desconocida en él, mientras bajaba la mirada al suelo y, con expresión distraída, se enroscaba alrededor de un dedo latirá del delantal de Jo.
Que Dios se apiade de nosotros, no va a funcionar, pensó Jo, que a continuación dijo:
—Ve y cántame algo, Laurie. Me muero por oír un poco de música y la tuya siempre me gusta.
—Prefiero quedarme aquí, gracias.
—Pues no puedes, no hay sitio, Ve y haz algo útil. Eres demasiado grande para resultar decorativo. Creía que no soportabas sentirte atado al delantal de una mujer —repuso Jo citando unas palabras rebeldes pronunciadas por el joven tiempo atrás.
—¡Eso depende de quién lo lleve! —Y Laurie tiró con descaro de la tira del mandil.
—¿Vas o no? —protesta Jo inclinándose en busca del cojín.
Laurie huyó y, en cuanto empezó a tocar, Jo se escabulló y no regresó hasta que el joven se hubo marchado enfurecido.
Aquella noche, a Jo le costó conciliar el sueño y, cuando al fin empezaba a quedarse adormilada, un sollozo la hizo acudir corriendo junto a la cama de Beth y preguntar:
—¿Qué ocurre, querida?
—Creía que dormías —contestó Beth sin dejar de sollozar.
—¿Es el dolor de siempre, preciosa?
—No, es uno nuevo, pero podré sobrellevarlo —afirmó Beth tratando de contener el llanto.
—Cuéntamelo todo y deja que te ayude a curarlo como tantas veces hice con el otro.
—No puedes, este dolor no tiene cura. —Dicho esto, a Beth se le quebró la voz y, abrazada a su hermana, lloró con tal desespero quejo se asustó.
—¿Dónde te duele? ¿Quieres que avise a mamá?
Beth no contestó a la primera pregunta, pero sin querer, en la oscuridad, se llevó una mano al corazón, como si fuese allí donde le dolía, mientras con la otra sujetaba a Jo y rogaba:
—¡No, no la llames! ¡No le digas nada! Me calmaré y enseguida me dormiré, de veras.
Jo obedeció. Mientras pasaba dulcemente la mano por la frente y los húmedos párpados de su hermana, sentía su pesar y sus ganas de desahogarse. A pesar de lo joven que era, había aprendido que los corazones, al igual que las flores, no se pueden abrir a la fuerza, que tienen su propio ritmo. Así, aunque creía conocer la causa del nuevo dolor de su hermana, solo añadió con la máxima dulzura:
—¿Te preocupa algo, querida?
—¡Sí, Jo! —contestó Beth tras un largo silencio.
—¿No te sentirías mejor si me contases de qué se trata?
—No, aún no.
—Entonces, no preguntaré, pero recuerda, Beth, que tanto mamá como yo siempre estamos dispuestas a escucharte y ayudarte.
—Lo sé y os lo contaré pronto.
—¿Te sientes mejor ya?
—¡Oh, sí, mucho mejor! Hablar contigo es un gran consuelo, Jo.
—Duerme, querida, me quedaré a tu lado.
Se durmieron mejilla contra mejilla y, a la mañana siguiente, Beth volvía a ser la de siempre. A los dieciocho, las penas de la cabeza y el corazón no duran demasiado y unas palabras cariñosas son la mejor medicina para la mayor parte de las enfermedades.
Pero Jo había tomado una decisión y, tras ponderarla durante unos días, resolvió comunicársela a su madre.
—El otro día, me preguntaste por mis deseos, Marmee. Pues bien, quiero compartir contigo uno de ellos —dijo cuando estaban solas—. Me gustaría pasar el invierno fuera de casa para cambiar de aires.
—¿Por qué? —preguntó la madre mirándola como si temiese que aquellas palabras tuviesen un sentido oculto.
Sin levantar la vista de su labor, Jo contestó muy seria:
—Quiero conocer algo nuevo. Estoy inquieta y me apetece ver, hacer y aprender más cosas. He estado demasiado centrada en mi pequeño mundo y necesito cambiar de aires. Si puedes prescindir de mí durante el invierno, me gustaría alejarme un poco del nido y alzar el vuelo.
—¿Y adonde irás?
—A Nueva York. Ayer se me ocurrió una idea, verás… ¿Recuerdas que la señora Kirke te escribió para pedirte que la ayudases a encontrar una joven que cosiese e hiciese de institutriz para sus hijos? Es bastante difícil encontrar a una persona adecuada, pero creo que yo podría encajar en el puesto con un pequeño esfuerzo.
—Querida, ¿de veras quieres ir a servir a esa gran mansión? —A pesar de su sorpresa, no parecía que a la señora March le desagradase la idea.
—Bueno, no se trata exactamente de servir; la señora Kirke es amiga tuya, y la persona más amable que he conocido, y estoy segura de que trabajar para ella será una experiencia muy grata. Su familia vive bastante aislada, así que nadie sabrá que estoy allí. Y si lo descubren, tampoco me importa; es un trabajo honrado, no es motivo de vergüenza.
—Estoy de acuerdo, pero ¿y tus escritos?
—Seguro que me sienta bien un cambio. Ver mundo y oír historias nuevas me ayudará a renovar mi repertorio, y aunque no me quedase tiempo de escribir nada allí, al volver a casa tendría mucho material sobre el que trabajar.
—No lo dudo, pero ¿es esta la única razón para este repentino capricho?
—No, madre.
—¿Me puedes explicar tus otras razones?
Jo levantó la vista, luego la bajó y, sonrojándose, susurró:
—Tal vez esté equivocada y sea una simple cuestión de vanidad, pero temo que Laurie esté tomándome demasiado cariño.
—Entonces, ¿tú no le quieres del mismo modo en el que es evidente que él empieza a interesarse por ti? —La señora March parecía nerviosa mientras formulaba la pregunta.
—¡No, por Dios! Le quiero como le he querido siempre y me siento muy orgullosa de él, pero pensar en nada más está fuera de lugar.
—Me alegra oírte decir eso, Jo.
—¿Por qué?
—Porque no creo que estéis hechos el uno para el otro, querida. Como amigos, os lleváis muy bien y, aunque discutís con frecuencia, hacéis las paces enseguida, pero creo que si trataseis de ser una pareja no funcionaría. Os parecéis mucho y ambos valoráis demasiado la libertad (por no hablar de vuestra personalidad fuerte y apasionada) para que podáis ser felices juntos. Para que una relación prospere hacen falta una paciencia y templanza infinitas, además de amor.
—Yo también sentía eso, pero no lo sabía expresar. Me alegro que pienses que solo está empezando a interesarse por mí. Me entristecería mucho hacerle infeliz, pero no puedo enamorarme de un hombre solo por gratitud, ¿verdad?
—¿Estás segura de sus sentimientos hacia ti?
Jo se puso aún más colorada y contestó con esa mezcla de orgullo, alegría y dolor que suelen sentir las jovencitas cuando hablan de un primer amor:
—Me temo que sí, madre. No me ha comentado nada, pero me mira mucho. Creo que es preferible que me marche antes de que esto vaya a más.
—Estoy de acuerdo contigo. Veré qué puedo hacer para que vayas.
Jo se sintió aliviada y, tras unos segundos en silencio, comentó con una sonrisa:
—Creo que la señora Moffat se quedaría maravillada si supiese cómo tomas las decisiones. Estoy segura de que le alegraría que Annie aún estuviese disponible para Laurie.
—Jo, aunque no tornemos las mismas decisiones, todas las madres queremos lo mismo, que nuestros hijos sean felices. Meg lo es, y yo me alegro de que haya acertado. En cuanto a ti, prefiero dejar que disfrutes de tu libertad hasta que te canses de ella, porque solo entonces descubrirás que existe algo mucho más dulce. En estos momentos, Amy es mi mayor preocupación pero, como es una muchacha sensata, estoy segura de que sabrá lo que debe hacer. Respecto a Beth, mi única esperanza es que se recupere físicamente. Por cierto, parece más animada que días atrás. ¿Has hablado con ella?
—Sí. Admitió que algo la preocupaba y prometió contármelo pronto. No insistí porque creo que sé de qué se trata. —Y Jo contó a su madre sus sospechas.
La señora March meneó la cabeza, se negó a ver el aspecto romántico del asunto y, muy seria, se reafirmó en la idea de que era mucho mejor para Laurie quejo pasase una temporada fuera.
—No diremos nada hasta que todo esté organizado. Así, cuando el momento llegue, podré salir corriendo y ahorrarme el enfado y el dramatismo de Laurie. Beth debe pensar que me marcho simplemente por mí, ya que no me siento capaz de hablar de Laurie con ella. Entonces podrá darle ánimos, consolarle y ayudarle a cambiar sus sentimientos. Laurie ha vivido tantos desengaños amorosos que ya está acostumbrado. Seguro que superará enseguida el mal de amores.
Jo esperaba que así fuera, pero en su interior temía que ese «desengaño» fuese más duro que el resto y que su amigo tardara en recuperarse del «mal de amores».
Informó de sus planes en un pleno familiar y todos estuvieron de acuerdo. La señora Kirke aceptó encantada y prometió quejo se sentiría como en casa. El trabajo de institutriz le permitiría ser independiente y le dejaría tiempo libre suficiente para poder escribir, además de que su nueva vida en sociedad sería una útil y agradable fuente de inspiración. A Jo le encantaba la idea y estaba deseando partir. Su hogar le resultaba cada vez más pequeño, dada su naturaleza inquieta y su espíritu aventurero. Cuando todo estuvo dispuesto, habló con Laurie, llena de miedo y con la voz temblorosa, pero, para su sorpresa, el joven reaccionó sin aspavientos. Hacía días que estaba más serio de lo normal, aunque seguía tan amable como de costumbre. Y cuando Jo comentó en son de broma que se disponía a pasar página, él añadió en tono grave:
—Yo también, y estoy decidido a no volver a ella nunca.
Jo se sintió aliviada al ver que se lo tomaba tan bien y siguió con los preparativos con alegría. Beth parecía estar mucho más animada, y ella confiaba en estar haciendo lo mejor para todos.
—Necesito pedirte un gran favor. Quiero que cuides algo por mí —comentó la noche antes de irse.
—¿Te refieres a tus manuscritos? —preguntó Beth.
—No, me refiero a mí chico. Sé buena con él, ¿de acuerdo?
—Por supuesto, así lo haré. Pero sabes que yo no podré sustituirte. Te echará mucho de menos.
—Estará bien. Recuerda que confío en ti para que le incordies, le mimes y le llames al orden en mi nombre.
—Lo haré lo mejor que pueda —prometió Beth, que se preguntaba por qué la miraba su hermana de un modo tan extraño.
Cuando Laurie fue a despedirse, se acercó al oído de Jo y le susurró:
—No servirá de nada, Jo. Estaré pendiente de ti. Mira bien lo que haces o iré a buscarte y te traeré de nuevo a casa.
CAPÍTULO 33 - EL DIARIO DE JO
Nueva York, noviembre
Queridas Marmee y Beth:
Aunque no soy una elegante dama viajando por otro continente, tengo mucho que contaros, de modo que escribiré un libro entero para vosotras. Cuando dejé atrás el amado rostro de papá, me sentí triste, y habría echado alguna que otra lágrima de no ser porque junto a mí había una irlandesa con cuatro criaturas que no paraban de llorar y me mantuvieron entretenida. Me dediqué a lanzarles bolitas de pan de jengibre cada vez que uno de ellos abría la boca para rugir.
El sol no tardó en animarse a aparecer entre las nubes, lo que consideré un buen presagio, disfruté muchísimo del resto del viaje.
La señora Kirke me recibió con tanto afecto que me sentí en casa enseguida, a pesar de encontrarme en una gran mansión rodeada de desconocidos. Me reservó un pequeño estudio abuhardillado muy coqueto, lo único que le quedaba libre, pero dispongo de cocina y de una mesa junto a una ventana por donde entra el sol, de modo que puedo sentarme a escribir siempre que quiero. Las vistas, excelentes, y la torre de la iglesia de enfrente compensan las muchas escaleras que hay que subir para llegar a mi pequeña guarida, que me encantó desde el primer momento. La sala en la que me ocupo de dar clases y coser es muy cómoda y se encuentra junto a la salita de la señora Kirke. Sus dos hijas son muy guapas pero bastante malcriadas, y se encariñaron conmigo cuando les conté el cuento de los siete cerditos malos. Creo que seré una institutriz excelente.
Puedo comer con las niñas si lo prefiero, en lugar de sentarme a la mesa grande, y por ahora es lo que hago, porque, aunque no os lo creáis, soy bastante tímida.
La señora Kirke me dijo en tono maternal: «Bien, querida, espero que te sientas como en tu casa. Como te imaginarás, con tanta familia, no paro. Siempre estoy de un lado para otro, pero ahora que sé que las niñas quedan bajo tu custodia me sentiré muy aliviada y tranquila. Puedes entrar en mis aposentos siempre que lo necesites y espero que te encuentres a gusto en tu estudio. Tienes las tardes libres y en casa encontrarás a menudo personas interesantes con las que conversar. Si surge algún problema, no eludes en comentármelo y haremos lo posible por que te encuentres bien. ¡La campanilla de la hora del té! He de ir corriendo a cambiarme de sombrero». Dicho esto, me dejó a solas para que me instalase en mi nuevo nido.
Cuando, poco después, bajaba por las escaleras, vi algo que me agradó, En esta casa los tramos de escaleras son muy largos; yo estaba parada en el descansillo del tercer piso, para dejar paso a una criada que subía con gran esfuerzo, cuando llegó un hombre de aspecto extraño, le cogió el pesado capacho de carbón que llevaba, lo subió hasta arriba y lo dejó junto a una puerta. Luego se volvió hacia la sirvienta y, tras hacer un gesto cariñoso, dijo con acento extranjero: «Es mejor así. Tu espalda es demasiado joven para llevar tanto peso».
¿No os parece amable? Me encantan esta clase de gestos porque, como dice papá, la personalidad se ve en los detalles. Aquella tarde, cuando se lo mencioné a la señora K, se echó a reír y apuntó: «Seguro que fue el profesor Bhaer; siempre hace cosas así».
La señora K. me explicó que el profesor es un berlinés muy culto y bondadoso, pero más pobre que las ratas, y que da clases para ganar el pan para él y para dos sobrinitos a los que cuida desde que quedaron huérfanos y con los que vive aquí por expreso deseo de su difunta hermana, que se había casado con un norteamericano y quería que sus hijos se educasen en este país. La historia no es demasiado romántica, pero suscitó mi interés, y me agradó saber que la señora K. le presta una sala para que pueda atender a sus alumnos. Está junto a la habitación donde yo doy mis clases y, como solo las separa una puerta de cristal, pienso echar un vistazo mientras trabaja. Ya os contaré qué descubro. Mamá, no te preocupes porque tiene casi cuarenta años, no hay peligro.
Después del té y de correr tras las niñas para que se acostaran, me enfrenté al gran cesto de labores que me aguardaba y pasé una velada tranquila, charlando con mi nueva amiga. Escribiré un poco todos los días y os lo enviaré todo una vez por semana, así que… ¡buenas noches y hasta mañana!
Martes por la noche
Hoy he tenido una mañana muy movida porque mis alumnas no paraban quietas y, llegado un punto, comprendí que necesitaban algo de actividad. En un momento de inspiración, improvisé una clase de gimnasia. Las mantuve haciendo ejercicio hasta que la idea de sentarse y permanecer quietas les pareció un sueño. Después del almuerzo, la criada las llevó a dar un paseo y yo me dediqué a la costura con mucha voluntad, como la pequeña Mabel. Cuando estaba dándole gracias al cielo por saber coser bien los ojales, oí que la puerta de la sala contigua se abría y cerraba y luego alguien empezaba a canturrear por lo bajo, como el zumbido de un abejorro, «Kennst du das land», la canción que canta el protagonista de la obra de Goethe Los años de aprendizaje de Whilhelm Meisters. Sé que no estuvo bien, pero no pude resistir la tentación de levantar un poco la cortina y mirar a través de la puerta de cristal. Vi al profesor Bhaer. Es el típico alemán, más bien robusto, con una espesa cabellera castaña, una barba poblada, una nariz graciosa, la mirada más cariñosa que he visto nunca, una voz espléndida y un habla clara que es una bendición para los oídos acostumbrados al farfullar brusco y descuidado de los americanos. La ropa se veía algo desaliñada; tiene las manos grandes y de su rostro lo único que llama un poco la atención es la dentadura, que es perfecta, pero me gusta porque tiene una hermosa cabeza. La camisa blanca estaba impecable, y aunque a la chaqueta le faltaban dos botones y llevaba un parche en el zapato, parecía un auténtico caballero. Se le veía muy serio, a pesar de que no dejaba de canturrear, hasta que se acercó a la ventana, orientó los jacintos hacia el sol y acarició al gato, que lo recibió como a un viejo amigo. Entonces, sonrió. Alguien llamó a la puerta y él dijo en voz alta y enérgica:
—¡Adelante!
Iba a retirarme a toda prisa, cuando entreví a un encanto de niña cargada con un gran libro, y permanecí allí para ver qué ocurría.
—Mí quiere a mi Bhaer —dijo la criatura, que dejó súbitamente el libro sobre la mesa y corrió hacia él.
—Por supuesto, aquí está tu Bhaer. ¡Ven a darme un abrazo, Tina! —dijo el profesor, y con una carcajada la alzó por encima de su cabeza hasta el punto de que la niña hubo de inclinar su carita para poderle dar un beso.
—Ahora, mí irá a estudiar —prosiguió la encantadora alumna. Así pues, el señor Bhaer la acompañó a uno de los pupitres, abrió el enorme diccionario que ella había traído y le entregó papel y lápiz. Enseguida, la pequeña empezó a garabatear. De vez en cuando, pasaba una página y deslizaba un dedito gordezuelo por la hoja, hasta dar con el término esperado. Trabajaba con tal seriedad que a duras penas conseguí reprimir una carcajada para no traicionar mi presencia. El señor Bhaer, que permanecía a su lado, acariciaba sus hermosos cabellos en un gesto paternal que me hizo pensar que debía de ser hija suya, aunque la niña parecía más francesa que alemana.
Cuando, poco después, volvieron a llamar a la puerta y vi entrar a dos jovencitas, me dije que era hora de retomar mis labores y me concentré virtuosamente en la costura, a pesar del ruido y la cháchara procedentes de la sala contigua. Una de las muchachas reía con gran afectación y repetía «¡Profesor, por favor!» en tono coqueto, y la otra pronunciaba tan mal el alemán que supuse que al hombre debía de costarle un gran esfuerzo mantener la compostura.
Estaba claro que ambas ponían a prueba su paciencia, porque más de una vez le oí decir con gran vehemencia: «No, no es así. ¡No prestáis atención!», y en una ocasión sonó un ruido seco, como si hubiese golpeado la mesa con un libro, seguido de la exclamación «¡Es inútil! Parece que hoy todo tiene que salir mal».
Pobre hombre, sentí lástima por él. Cuando las jovencitas se marcharon, eché un nuevo vistazo para comprobar si seguía vivo. Se había dejado caer sobre la silla, agotado, y permaneció allí con los ojos cerrados hasta que el reloj dio las dos. Entonces, se levantó de un salto y guardó los libros, como si preparase todo para otra clase, fue hacía la pequeña Tina, que se había quedado dormida en el sofá, y se la llevó en brazos sin hacer ruido. Supongo que el pobre ha tenido una vida muy dura.
La señora Kirke me preguntó si pensaba bajar a las cinco para cenar con ellos y, como echaba de menos el calor del hogar, me pareció buena idea, porque me permitiría conocer a las personas con las que comparto techo. Me arreglé y, aunque procuré ocultarme tras la señora Kirke, como ella es baja, y yo alta, mis esfuerzos por no llamar demasiado la atención se vieron condenados al fracaso. Me indicó que me sentara junto a ella, y cuando perdí un poco la vergüenza que me había hecho sonrojarme, encontré el coraje suficiente para mirar alrededor. La mesa, que era larga, estaba llena, y todos parecían más interesados por la comida que por cualquier otra cosa, en especial los caballeros, que desaparecían sin dejar rastro en cuanto terminaban de ingerir los alimentos. Entre los comensales había hombres jóvenes absortos en sus pensamientos, parejas jóvenes muy pendientes el uno del otro, damas casadas volcadas en sus hijos y caballeros maduros que solo hablaban de política. No sentí que tuviese nada que ver con ninguno, excepción hecha de una solterona de rostro dulce que parecía interesante.
El profesor estaba en un extremo de la mesa, sentado entre un inquisitivo y anciano caballero duro de oído, cuyas preguntas contestaba a gritos, y un francés con el que conversaba sobre filosofía. De haber estado Amy presente, le habría dado la espalda para siempre jamás, porque el pobre parecía verdaderamente hambriento y engullía la comida de un modo que habría escandalizado a nuestra sensible damita. A mí no me importó porque «me gusta ver a la gente disfrutar con la comida», tal y como suele decir Hannah, y me pareció lógico que el pobre necesitara recuperar fuerzas después de haber dado clase a unas muchachas tan estúpidas.
Cuando subía por las escaleras, después de la cena, oí a dos jóvenes conversar mientras se atusaban la barba ante el gran espejo del vestíbulo.
—¿Quién es la nueva? —preguntó uno.
—Una institutriz o algo así.
—¿Y por qué se sienta a la mesa con nosotros?
—Creo que es amiga de la señora.
—No está mal, pero no tiene estilo.
—Ni gota. ¡Venga, vamos!
Al principio, me enfadé, pero enseguida se me pasó, porque una institutriz es tan digna como el que más y, aunque carezca de estilo, por lo menos tengo inteligencia, que es más de lo que se puede decir de unos cursis elegantes que solo sirven para mirarse al espejo y echar humo como chimeneas. ¡Cómo detesto a la gente sin sensibilidad!
Jueves
Ayer tuve un día tranquilo. Lo pasé dando clases, cosiendo y escribiendo en mi pequeño estudio, que resulta especialmente acogedor cuando se enciende la chimenea. Me enteré de algunas cosas y me presentaron al profesor, Al parecer, Tina es la hija de una planchadora francesa que se ocupa de la colada. La pequeña adora al señor Bhaer y le sigue por toda la casa como un perrito a su amo, y a él le encanta porque, a pesar de su soltería, le gustan mucho los niños. Kitty y Minnie Kirke también le aprecian mucho y siempre están hablando de las obras de teatro que inventa, los regalos que les hace y los magníficos cuentos que explica. El joven señor se burla de él, le pone apodos como Viejo Fritz, Cerveza Rubia, Osa Mayor, y hace chistes con su nombre, pero a él no le molesta. Según la señora K., es un hombre cordial y todos le quieren mucho, a pesar de sus costumbres algo extrañas.
La solterona es la señorita Norton, una mujer rica, culta y amable. Hoy hemos conversado durante la cena (decidí repetir la experiencia de comer abajo, porque es muy divertido observar a la gente) y me ha pedido que la vaya a visitar a su habitación. Tiene libros y cuadros buenos, conoce a personas muy interesantes y parece muy amable, de modo que me esforzaré por estar a bien con ella porque me agrada la idea de adentrarme en la buena sociedad, aunque no me refiero a lo mismo que Amy, claro está.
Por la tarde, cuando estaba en la sala, el señor Bhaer entró para dejarle unos periódicos a la señora Kirke. Ella no estaba, pero Minnie, que es muy espabilada, me presentó enseguida:
—Es la señorita March, una amiga de mamá.
—Sí. Es muy graciosa y nos cae muy bien —añadió Kitty, que es una verdadera enfant terrible.
Nos saludamos y nos reímos, porque nos hizo gracia el comentario franco de la niña tras la presentación tan formal que había hecho su hermana.
—¡Ah, sí! He oído que estas traviesas le han hecho pasar un mal rato, señorita March. Si vuelve a tener problemas con ellas, llámeme y acudiré en su ayuda —apuntó y frunció el entrecejo en un gesto amenazador que hizo las delicias de las crías.
Prometí que así lo haría y el señor Bhaer se marchó, pero parece que el destino quiere que nos encontremos con frecuencia, porque hoy, al pasar junto a la puerta de su dormitorio, le di sin querer con mi sombrilla y se abrió de par en par. Le encontré en batín, con un gran calcetín azul en una mano y una aguja de zurcir en la otra. No pareció avergonzarse de que le viera así y cuando, después de pedir disculpas, me disponía a seguir mi camino, agitó una mano, sin soltar el calcetín, y dijo con ese tono alegre y fuerte propio de él:
—Hace un día estupendo para dar un paseo. Bon voyage, mademoiselle!
Bajé riendo todo el tramo de escaleras, aunque me pareció algo triste que el pobre hombre tuviese que remendarse él mismo la ropa. Yo sé que los caballeros alemanes bordan, pero zurcir calcetines es otra cosa. No tiene nada de elegante.
Sábado
Hoy no ha ocurrido nada que merezca ser reseñado, salvo mi visita a la señorita Norton, cuyo dormitorio está lleno de cosas hermosas y que es muy amable, porque me mostró todos sus tesoros y me preguntó si me gustaría asistir con ella a conferencias y conciertos como dama de compañía. Lo planteó como si me pidiese un favor, pero estoy segura de que la señora Kirke le ha hablado de nosotras y de que lo hace para tener un detalle conmigo. Sigo siendo más orgullosa que el demonio pero, puesto que recibir favores como ese de personas como ella no me incomoda, acepté de buen grado.
Cuando volvía a la sala de clases, oí tal alboroto en la sala contigua que eché un vistazo. Vi al señor Bhaer a cuatro patas, con Tina subida a su espalda y Kitty tirando de él con una cuerda de saltar a la comba. Mientras tanto, Minnie lanzaba pedazos de bizcocho a dos niños que rugían como leones rampantes encerrados en una jaula improvisada con sillas.
—Estamos jugando a los domadores —explicó Kitty.
—¡Yo voy montada en un elefante! —exclamó Tina, agarrada al cabello del profesor.
—Mamá nos deja hacer lo que queramos los sábados por la tarde, cuando vienen Franz y Emil.
El «elefante» se sentó, y, aunque parecía tan entusiasmado como el que más, se puso serio y dijo:
—Le aseguro que es cierto. Si armarnos demasiado ruido, hágamelo saber y bajaremos el tono.
Prometí que así lo haría. Sin embargo, dejé la puerta abierta y disfruté de la diversión tanto como ellos, porque nunca había visto un jolgorio semejante. Jugaron a pillar, a los soldados, bailaron, cantaron y, cuando empezó a hacerse de noche, se tumbaron en el sofá, alrededor del profesor, quien les contó encantadores cuentos de hadas sobre las cigüeñas que anidan en las chimeneas y sobre los kobold, unos pequeños espíritus que viajan en los copos de nieve. Sería fantástico que los americanos fuesen tan sencillos y naturales como los alemanes, ¿no estáis de acuerdo?
Disfruto tanto escribiendo que no pararía nunca, pero he de dejarlo por un asunto de dinero. Aunque uso un papel muy fino y escribo con letra pequeña, tiemblo al pensar lo que me voy a gastar en sellos para enviar esta larga carta. Mandadme las de Amy en cuanto las hayáis leído. Sé que después de sus espléndidas aventuras mis anécdotas resultarían simples, pero imagino que os gustará recibir noticias mías. ¿Qué le pasa a Teddy? ¿Estudia tanto que no le queda tiempo para escribir a sus amigos? Cuida bien de él por mí, Beth, contad-me cómo están los niños y dad muchos besos de mi parte a todos. Os quiere,
JO
P.D.: Al releer la carta me sorprende lo mucho que hablo de Bhaer. Ya sabéis que me llama la atención la gente peculiar, y aquí no hay mucho más que contar. Bendiciones.
Diciembre
Mi preciosa Betsey:
Como esta será una carta escrita a vuela pluma, te la dirijo a ti, porque sé que te divertirá y te dará una idea de mis peripecias, que, aunque nada excepcionales, son bastante entretenidas.
Después de un esfuerzo herculano, tal y como diría Amy, en el cultivo mental y moral, mis ideas comienzan a dar frutos y los pequeños tallos empiezan a crecer, como deseaba. Su compañía no me es tan grata como la de Tina y los niños, pero cumplo bien mi función y ellas me aprecian. Franz y Emil son dos niños muy alegres que me han robado el corazón, porque la mezcla del carácter norteamericano y alemán produce un continuo estado de efervescencia. Los sábados por la tarde son siempre estupendos, tanto si los pasamos en casa como si salimos. Si hace buen tiempo, vamos a pasear todos juntos y el profesor y yo nos encargamos de mantener el orden. ¡Nos divertimos muchísimo!
A estas alturas, ya somos muy buenos amigos, y he empezado a tomar clases. No me pude negar, todo ocurrió de forma tan sorprendente que tengo que contártelo. Empezaré por el principio. Un día, cuando pasaba junto a la habitación del señor Bhaer, la señora Kirke, que estaba trasteando dentro, me llamó.
—Querida, ¿has visto semejante leonera? Ven a ayudarme a colocar estos libros, porque lo he puesto todo patas arriba intentando descubrir qué ha sido de los seis pañuelos nuevos que le regalé no hace mucho.
Entré y, mientras los buscábamos, aproveché para echar un vistazo. En efecto, era una leonera. Había papeles y libros amontonados por todas partes, una pipa rota y una flauta vieja sobre la repisa de la chimenea. Un pájaro con las plumas alborotadas y sin cola piaba en el alféizar de una ventana y una caja con ratones blancos decoraba la otra. Entre los papeles yacían barquitos a medio hacer y trozos de cuerda; unas botas pequeñas y sucias se secaban frente a la chimenea y los queridos niños por los que tanto se sacrificaba habían dejado su rastro por toda la habitación. Después de mucho revolver, encontramos tres de los pañuelos perdidos: uno en la jaula del pájaro, otro manchado de tinta y el tercero chamuscado porque lo había usado para retirar algo del fuego.
—¡Menudo personaje! —exclamó la señora K. sin perder el humor mientras dejaba las reliquias en la bolsa de la ropa sucia—. Supongo que habrá roto los demás para hacer velas para los barcos, vendar cortes en los dedos de los niños o utilizarlos como cola de una cometa. Es horrible, pero no le puedo reñir. Es tan despistado y tan bueno que deja que los niños le pisoteen. Me ofrecí a lavarle la ropa y zurcirle lo que precisase, pero él se olvida de darme las prendas y yo me olvido de recordarle que lo haga. Y así estamos…
—Yo lo arreglaré todo —dije—. No es ninguna molestia y él no tiene por qué enterarse. Lo haré encantada… Es muy amable conmigo; me trae la correspondencia y me deja libros.
Así pues, me ocupé de ordenar sus cosas y zurcí dos pares de calcetines, que él había deformado con su intento de remiendo. No mencionamos el asunto y esperaba que nunca lo descubriese… pero un día, la semana pasada, me pilló in fraganti, De tanto oírle dar clases a los demás, me entraron ganas de aprender. Tina no para de entrar y salir de la sala y siempre deja la puerta abierta, por lo que lo oigo todo. Yo estaba sentada cerca de esa puerta, terminando de zurcir un calcetín y tratando de asimilar lo que le había explicado a una alumna nueva que era tan tonta como yo. La joven se marchó y yo pensé que él también se había ido. Creyendo que estaba sola, me puse a repasar en voz alta la lección, meciéndome hacia delante y hacia atrás de forma un tanto absurda. De pronto, vi asomar una cabeza y oí que alguien reía discretamente. Era el señor Bhaer, que hacía señas a Tina para que no delatara su presencia.
—Bueno —dijo cuando me interrumpí en seco y le miré perpleja—. Usted me espía y yo la espío a usted. No me parece mal, pero me pregunto, y no bromeo, si le apetecería aprender alemán.
—Por supuesto, pero usted está demasiado ocupado y yo soy demasiado torpe para aprender —repuse, más roja que un tomate.
—¡Qué tontería! Ya buscaremos el tiempo y lograremos que aprenda. Le daré una clase esta tarde con sumo placer, porque me siento en deuda con usted, señorita March. —Al decir esto, señaló el calcetín que yo estaba remendando—. Claro, mis queridas damas dicen; «Este viejo estúpido no se va a dar cuenta de lo que hacemos y no le sorprenderá que sus calcetines ya no estén agujereados… Pensará que a sus chaquetas les crecen botones nuevos cuando los viejos se caen y que los cordones se atan solos». ¡Pero resulta que tengo ojos y veo bien! También tengo corazón y soy capaz de sentir gratitud. Venga, haremos una clase de vez en cuando o… tendrá que dejar de ser el hada madrina de mis niños y mía.
Por supuesto, después de aquello no pude decir nada, y como en verdad me parecía una oportunidad excelente, acepté el trato y empezarnos el intercambio. Tras las primeras cuatro clases, me sentí perdida con la gramática. El profesor se mostraba muy paciente conmigo, pero debía de ser un tormento para él. De vez en cuando me miraba con cara de desesperación y yo no sabía si reír o llorar. De hecho, hice ambas cosas, y un día, cuando dejé escapar un suspiro de vergüenza y pesar, lanzó al suelo el libro de gramática y salió de la habitación. Yo me sentí muy avergonzada y creí que nunca volvería, pero le comprendía. Estaba recogiendo mis cosas a toda prisa, con la intención de ir a refugiarme a mi cuarto, cuando entró de nuevo, muy sonriente, y anunció:
—Bueno, ahora probaremos una técnica nueva. Leeremos juntos estos agradables Märchen y nos olvidaremos de ese libro tan árido, que se quedará castigado en un rincón.
Hablaba con tanta ternura, y abrió el libro de cuentos de Hans Andersen invitándome a leerlo con una amabilidad tan sincera que me avergoncé aún más de mí misma y adopté un aire de alumna aplicada que pareció divertirle mucho. Olvidé mi timidez y ataqué la lectura con muy buen ánimo; lo hice lo mejor que pude, aunque se me trababa la lengua al leer palabras largas y pronunciaba como Dios me daba a entender. Cuando terminé la primera página e hice una pausa para tomar aliento, él aplaudió y exclamó con su habitual calidez:
—Das ist gute! ¡Vamos muy bien! Ahora me toca a mí. Preste atención. —Y empezó a leer en alemán, haciendo retumbar cada palabra con su voz fuerte y un entusiasmo digno de verse. Afortunadamente, se trataba del cuento «El fiel soldado de hojalata», que es muy divertido, y aunque no entendí todas las palabras, no pude dejar de reír. Él estaba tan entregado, y yo tan emocionada, que la escena me resultó de lo más cómica.
A partir de entonces todo empezó a ir mejor, y ahora leo las lecciones bastante bien. Esta forma de estudiar me da buenos resultados, porque aprendo la gramática a partir de los cuentos y poemas, como los medicamentos que se dan con algo dulce para que los traguemos mejor. Yo disfruto mucho y él no parece haberse cansado todavía, lo que dice mucho a su favor, ¿no te parece? Como no me atrevo a pagarle, le haré un buen regalo en Navidad. Marinee, ¿tienes alguna idea?
Me alegra que Laurie esté feliz y ocupado, que ya no fume y se deje crecer el cabello. Está claro que Beth es mejor influencia que yo. No estoy celosa, querida, sigue así, pero ¡no le conviertas en un santo! Me temo que si perdiese su natural travieso no me gustaría tanto. Por favor, leedle algunas partes de mis cartas porque no tengo tiempo para escribir a todos y así tendrá noticias mías. Le doy gracias a Dios de que Beth esté mejor.
Enero
Feliz Año Nuevo a todos, querida familia, lo que, claro está, incluye también al señor Laurence y a un jovencito llamado Teddy. No sabéis la alegría que me dio recibir vuestro paquete de Navidad. No llegó hasta la tarde, cuando ya no esperaba nada. La carta me la entregaron por la mañana, pero no mencionabais el paquete, supongo que porque queríais darme una sorpresa, y me sentí algo triste porque pensé que os habíais olvidado de mí. Después de cenar, me fui a mi habitación, un poco abatida, y cuando me trajeron el enorme paquete, baqueteado y cubierto de barro, lo abracé y me puse a dar saltos de alegría. Era como estar en casa. Me senté en el suelo y leí, miré, comí, reí y lloré como una tonta. Los regalos eran justo lo que necesitaba y me llegó al corazón que los hubieseis hecho en lugar de comprarlos. El tintero de Beth es magnífico, y la caja con pan de jengibre duro que me mandó Hannah, un verdadero tesoro. Usaré las manoplas que me enviaste, Marmee, y leeré los libros que me indica papá. Gracias a todos, ¡Besos y más besos!
Hablando de libros, estoy empezando a hacerme con una buena biblioteca. El señor Bhaer me regaló por Navidad un libro de Shakespeare al que tenía mucho cariño y que yo había visto en más de una ocasión, en el puesto de honor, entre la Biblia en alemán y obras de Platón, Hornero y Milton. Así que os imaginaréis la ilusión que me hizo que me lo diese, con una dedicatoria en la que se lee: «De su amigo, Friedrich Bhaer».
—Siempre comenta que le encantaría contar con una biblioteca —me dijo—. Pues ya la tiene, porque lo que hay entre estas tapas son muchos libros en uno. Léalo con atención y le será de gran ayuda. El estudio de los personajes de esta obra le permitirá comprender mejor el mundo y describirlo, luego, con sus propias palabras.
Le di las gracias y ahora me refiero a mi «biblioteca», como si fuese la dueña de cien libros. No imaginaba lo rica que era la obra de Shakespeare hasta que Bhaer me lo explicó. No os riais de su nombre, ya sé que es horrible, pero pronunciado en alemán no suena tan mal… Me alegro de que os guste lo que os cuento de él y espero que algún día tengáis ocasión de conocerle. Sé que mamá le apreciaría por su buen corazón, y papá, por su cultura. Yo le admiro por ambas cosas y me siento feliz de tener un amigo como él.
Como no disponía de mucho dinero ni sabía bien qué podía hacerle ilusión, le compré varios detalles y los fui dejando por su habitación, para que los encuentre cuando menos se lo espere. Los regalos eran prácticos, bonitos o divertidos: un escurreplatos, un florero —siempre tiene en su cuarto una flor, o la hoja de alguna planta, en un vaso porque dice que le refresca— y una manopla de cocina para que no siga quemando sus «mouchoirs», como diría Amy, al sacar algo del fuego. La hice como la que Beth regaló a Meg, gruesa y en forma de mariposa, con alas amarillas y negras, antenas de estambre y ojos de abalorios. Le gustó muchísimo y la colocó sobre la repisa de la chimenea como un artículo de decoración, por lo que al final no servirá a su propósito. Aunque es un hombre pobre, hizo regalos a todos, desde los criados hasta los niños, y todos, desde la señora de planchar francesa hasta la señorita Norton, pensaron en él. Me alegro mucho de que así sea.
La noche de Fin de Año, organizaron un baile de disfraces y lo pasarnos en grande. Yo no pensaba ir, porque no tenía nada que ponerme, pero al final la señora Kirke me prestó un vestido viejo de brocado y la señorita Norton me colocó unos encajes y unas plumas. Así pues, disfrazada de la señora Malaprop, me puse una máscara y bajé a la fiesta. Disimulé la voz y nadie me reconoció. Nadie imaginó que era la callada y altiva señorita March (todos me consideran una mujer fría y estirada, porque es como suelo mostrarme ante los mequetrefes) quien bailaba y vestía de una forma tan alocada, como si fuese una «alegoría de las orillas del Nilo». Me divertí mucho y, cuando llegó la hora de mostrar el rostro, me reí al ver la cara de sorpresa de todos. Oí a un joven comentar a otro que yo era actriz; hasta dijo recordar haberme visto en teatros de poca importancia. A Meg le hubiese encantado la broma. El señor Bhaer se disfrazó de Nick Bottom y Tina, del hada Titania. Verlos bailar juntos era «todo un espectáculo», como diría Teddy.
Así pues, el Fin de Año resultó estupendo. Más tarde, ya de vuelta en mi habitación, me puse a pensar en ello y llegué a la conclusión de que, a pesar de los errores cometidos, voy progresando poco a poco. Ahora estoy casi siempre contenta, trabajo con ganas y me intereso por los demás más que antes, lo que está muy bien. Que Dios os bendiga a todos. Os quiere,
JO
CAPÍTULO 34 - EL AMIGO
A pesar de lo mucho que le gustaba disfrutar de su entorno social y de lo ocupados que estaban sus días desde que se ganaba el pan, que resultaba más dulce, ya que lo conseguía con su esfuerzo, Jo siempre encontraba tiempo para sus trabajos literarios. Su objetivo era el natural en una joven pobre y ambiciosa, pero los medios escogidos para alcanzar dicho fin no fueron los mejores. Convencida de que el dinero otorgaba poder, decidió, en consecuencia, lograr ambos a la vez, dinero y poder, no solo para ella, sino para sus seres más cercanos, a los que quería más que a sí misma. El sueño de vivir en una casa llena de comodidades, poder dar a Beth lo que se le antojase, desde fresas en invierno hasta un órgano en su dormitorio, viajar y tener siempre fondos de sobra para permitirse el lujo de hacer caridad era un viejo anhelo de Jo, su fantasía más querida.
El premio otorgado a su narración breve pareció abrir una puerta que, tras muchas idas y venidas, y con un esfuerzo importante, la había conducido a este encantador castillo en el aire. Pero el fracaso de la novela enfrió su ánimo. La opinión pública es un gigante que ha aterrado a muchos Juan Sin Miedo más valientes que ella. Al igual que el famoso protagonista del cuento, Jo se dio un descanso tras su primer intento, un traspié que le había hecho conocer el más feo de los tesoros del gigante. Pero su capacidad para levantarse y volver a empezar tras cada caída era tan grande como la de Juan, de modo que subió con dificultad por el camino más dudoso y, aunque consiguió un botín mucho mayor, a punto estuvo de dejar atrás algo mucho más valioso que el dinero.
Decidió escribir folletines, dado que, en aquella época aciaga, hasta los siempre perfectos Estados Unidos leían aquella basura. Sin decir nada a nadie, ideó una historia de misterio y fue a llevarla, muy decidida, a la oficina del señor Dashwood, editor del Weekly Volcano. Aunque no había leído Sartor resartus, el tratado sobre el vestir de Thomas Carlyle, su instinto femenino le decía que la ropa era, para muchos, más importante que la personalidad y los buenos modales. De modo que se arregló lo mejor que supo y, repitiendo para sus adentros que no estaba ni nerviosa ni emocionada, subió valientemente dos tramos sucios y oscuros de escaleras que la condujeron a una habitación desordenada, sumida en una nube de humo de puro, y ante la presencia de tres caballeros que estaban sentados con los pies sobre la mesa y que la recibieron sin bajarlos ni quitarse el sombrero. Algo desalentada por el recibimiento, Jo permaneció en el umbral y susurró un tanto azorada:
—Disculpen, busco la redacción del Weekly Volcano, Me gustaría hablar con el señor Dashwood.
Los talones que estaban más altos bajaron y pudo ver a un caballero envuelto en humo que hacía rodar el puro entre los dedos. Fue hacia ella asintiendo con la cabeza y con una expresión en el rostro que solo traslucía falta de sueño, Jo, deseosa de acabar cuanto antes con aquel asunto, le tendió el manuscrito y, cada vez más ruborizada, sumó meteduras de pata mientras pronunciaba el breve discurso que había preparado para la ocasión.
—Una amiga… me envía para que le entregue esta historia… Bueno, es más bien un experimento… Le interesa mucho su opinión… Si le gusta, podría escribir algo más.
Mientras ella balbucía y se sonrojaba, el señor Dashwood pasaba las páginas del manuscrito con sus sucios dedos y revisaba con aire crítico las pulcras páginas.
—No es la primera obra que presenta, ¿verdad? —comentó al comprobar que las páginas estaban numeradas, escritas por una sola cara y no estaban sujetas con un lazo, que era la marca inequívoca de los novatos.
—Así es, señor, mi amiga tiene algo de experiencia, consiguió un premio con un cuento en un concurso del Blarnevstone Banner.
—¿En serio? —El señor Dashwood le echó un vistazo en el que pareció estudiar todo su atuendo, desde el lazo del sombrero hasta los botones de sus botas—. Bueno, puede dejar el manuscrito, sí así lo quiere; por ahora, tenemos tantos escritos de este tipo que no sabemos qué hacer con ellos, pero lo leeré con atención y le diré algo la semana que viene.
A Jo ya no le apetecía dejar el manuscrito, pues el señor Dashwood no era de su agrado pero, dadas las circunstancias, no podía más que asentir y marcharse con la cabeza bien alta y el aire digno que adoptaba cuando se sentía molesta o avergonzada, En aquella ocasión, sentía ambas cosas, porque las miradas que habían intercambiado los caballeros dejaban bien claro que no se habían tragado su mentirijilla acerca de la amiga escritora. Cuando cerró la puerta y oyó que todos reían tras algún comentario del editor, su turbación aumentó. Decidida a no volver nunca a ese lugar, regresó a casa y desahogó su frustración dando vigorosas puntadas a unos delantales hasta que, un par de horas después, se tranquilizó lo suficiente para reír al recordar lo ocurrido y desear que llegase la semana siguiente.
Cuando volvió, encontró al señor Dashwood solo, de lo que se alegró. El hombre estaba mucho más despierto que en la ocasión anterior, lo que era de agradecer, y no estaba envuelto en una nube de humo de puro que le impidiese recordar sus buenos modales. Por todo ello, la segunda entrevista fue mucho mejor que la primera.
—Aceptaremos su manuscrito —(los editores nunca hablan en singular)— si no se opone a introducir algunas modificaciones. Es excesivamente largo pero, si omite los pasajes marcados, tendrá la extensión adecuada —explicó en tono muy formal.
Las páginas estaban tan arrugadas y subrayadas que Jo apenas reconocía su manuscrito, pero le echó un vistazo, con la cara que pondría una madre a quien aconsejasen cortar una pierna a su hijo para que cupiese mejor en la cima, y descubrió con asombro que los fragmentos eliminados eran aquellos en los que había intercalado con suma discreción alguna reflexión moral que compensase tanto romanticismo barato.
—Pero, señor, yo creo que toda historia debe transmitir un mensaje moral para ayudar a que unos cuantos pecadores se arrepientan.
El señor Dashwood relajó su semblante serio de editor y sonrió, porque Jo había olvidado la excusa de la «amiga» y hablaba como solo un autor lo haría.
—Mire, la gente quiere pasar un buen rato, no que le den un sermón. Hoy en día, lo moral no vende. —Afirmación que, por supuesto, no era cierta.
—Entonces, ¿cree que debería aceptar las correcciones?
—Sí, el argumento es novedoso y está bastante bien resuelto, y el estilo es bueno —fue la amable respuesta del señor Dashwood.
—¿Y qué…? Quiero decir, ¿qué compensación…? —empezó Jo, sin encontrar las palabras precisas.
—Sí, claro… Bueno, por esta clase de textos solemos dar entre veinticinco y treinta dólares. Pagamos cuando se publica —contestó el señor Dashwood, como si hubiese olvidado aquel asunto; es sabido que un editor no suele ocuparse de esas fruslerías.
—Está bien, es suyo —dijo Jo, que le entregó nuevamente el manuscrito con aire satisfecho porque, después de cobrar un dólar por columna, incluso veinticinco dólares le parecían una buena paga—. ¿Quiere que le diga a mi amiga que si escribe otra mejor podría interesarle? —inquirió Jo, sin recordar el lapsus que la había delatado antes y envalentonada por su logro.
—Bueno, le echaríamos un vistazo, pero no le prometo nada. Dígale que escriba algo más corto y más picante y que se olvide de la moral. ¿Qué nombre quiere su amiga que pongamos como autora? —preguntó el editor en tono despreocupado.
—Ninguno, por favor. No quiere darse a conocer y no tiene pseudónimo literario —respondió Jo, que se sonrojó a su pesar.
—Como prefiera. La historia se publicará la semana que viene. ¿Vendrá a buscar el dinero o quiere que se lo envíe a algún lado? —preguntó el señor Dashwood, que sentía un deseo natural de conocer mejor a su nueva colaboradora.
—Vendré yo. Que tenga un buen día, señor.
Cuando Jo se hubo marchado, el señor Dashwood puso los pies sobre la mesa e hizo este elegante comentario: «Es pobre y orgullosa, como todas, pero servirá».
Siguiendo las indicaciones del señor Dashwood e inspirándose en la señorita Northbury, Jo se adentró temerariamente en las superficiales aguas de la lectura folletinesca pero, gracias al salvavidas que le lanzó un amigo, no salió demasiado malparada de la zambullida.
Al igual que la mayoría de los escritorzuelos jóvenes, Jo introdujo personajes y escenarios extranjeros, bandoleros, condes, gitanas, monjas y duquesas que representaban su papel con el acierto e ímpetu esperados. A sus lectores no les interesaban nimiedades como la gramática, la puntuación o la verosimilitud, y el señor Dashwood le permitía graciosamente llenar sus columnas por un precio ridículo, sin sentir la necesidad de informar a su joven colaboradora de que la causa de su hospitalidad era que uno de sus autores habituales había conseguido un sueldo mejor en otro lado y le había dejado en la estacada.
Al ver que sus magros ingresos aumentaban, de forma lenta pero segura, al igual que la provisión para pagar unas vacaciones estivales en la montaña a Beth, Jo se volcó con ganas en el trabajo. Sin embargo, el hecho de no haber comentado nada a su familia enturbiaba su satisfacción. Sospechaba que su padre y su madre no aprobarían lo que hacía y prefería probar en secreto primero y pedir perdón después. No era difícil mantener el asunto oculto, puesto que sus escritos no iban firmados con su nombre. Por supuesto, el señor Dashwood había averiguado la verdad enseguida, pero había prometido callar y, algo poco habitual en él, había mantenido su promesa.
Se convenció de que no había mal en ello, puesto que se había hecho el sincero propósito de no escribir nada de lo que pudiese avergonzarse y, cuando le remordía la conciencia, la callaba pensando en lo dichoso que sería el momento en que mostrase a los suyos lo que había ganado y riesen del secreto tan bien guardado.
Pero el señor Dashwood solo quería historias emocionantes y, si ella le proponía algo distinto, lo rechazaba. Así, para tener siempre en vilo al lector, tenía que echar mano sin contemplaciones de tenias de historia y amor, tierra y mar, arte y ciencia, fichas policiales y manicomios. Jo comprendió que no disponía de suficiente experiencia vital para haber entrado en contacto con la cara trágica de la vida y, viendo lo que tenía entre manos, se propuso suplir sus deficiencias con su característico arrojo. Ansiosa por encontrar inspiración para sus historias y decidida a dotarlas de tramas originales, ya que no bien urdidas, se lanzó a buscar noticias de accidentes, sucesos y crímenes y levantó sospechas en alguna que otra bibliotecaria al pedir libros sobre venenos. Cuando paseaba por la calle, estudiaba las fisionomías y analizaba las personalidades —buenas, malas o ni una cosa ni la otra— de quienes la rodeaban. Hurgó en el polvo de otras épocas en busca de hechos o historias tan viejas que pareciesen nuevas y, en la medida de sus posibilidades, abordó la locura, el pecado y la miseria. Pensó que prosperaba pero, sin darse cuenta, iba profanando algunos de los aspectos más importantes de su condición de mujer. Aunque fuese en su imaginación, vivía en un entorno nocivo, que la afectaba, pues tanto su corazón como su mente recibían alimentos poco nutritivos, incluso peligrosos, y aquel encuentro prematuro con el lado más oscuro de la vida, que siempre llega demasiado temprano para todos, había borrado demasiado rápido el rubor inocente propio de su edad.
Ella, aunque no lo veía, lo sentía, porque tanto describir las pasiones y los sentimientos de otros la llevó a especular sobre los suyos, un entretenimiento malsano al que una mente joven y saludable no se entrega voluntariamente. Y puesto que las malas acciones siempre entrañan un castigo, Jo obtuvo el suyo cuando más lo necesitaba.
Desconozco si el estudio de Shakespeare la ayudó a comprender las personalidades o si fue su instinto natural de mujer honesta, valiente y fuerte. El caso es que, mientras dotaba a sus héroes imaginarios de toda perfección, descubrió un héroe de carne y hueso que despertó su interés a pesar de sus imperfecciones humanas. En una charla con el señor Bhaer, este le había recomendado que, para entrenarse como escritora, estudiase y describiese a las personas sencillas, verdaderas y buenas que encontrase a su paso. Jo le tomó la palabra de inmediato, centró su atención en él y lo estudió en profundidad, algo que hubiese desazonado mucho al pobre señor de haberlo sabido, puesto que el digno profesor era ajeno a todo engreimiento.
Al principio, a Jo le extrañaba que todos le quisieran tanto. No era rico, noble, joven ni guapo, de ningún modo podría calificársele de fascinante, impresionante o brillante, y sin embargo resultaba tan atractivo como un buen fuego y los demás se congregaban a su alrededor de forma espontánea, como si les calentase el corazón. Era pobre, pero siempre parecía estar regalando cosas a los demás; era extranjero, pero tenía muchos amigos; ya no era joven, pero tenía el corazón tan alegre como el de un niño; era franco y extravagante, pero muchos consideraban que tenía unos rasgos agraciados y perdonaban sus rarezas por su buen carácter. Jo lo observaba con frecuencia para tratar de descubrir el origen de su encanto y, al fin, llegó a la conclusión de que era la benevolencia la que obraba el milagro. SÍ el profesor tenía alguna pena, se «sentaba con la cabeza entre las alas» y mostraba a los demás su lado más risueño. Tenía arrugas en la frente, pero el tiempo le había tratado bien, tal vez en pago a lo bueno que era con sus semejantes. Las simpáticas arrugas que bordeaban su boca parecían recordar las muchas palabras amistosas pronunciadas y las risas alegres. Sus ojos nunca resultaban fríos ni duros, y sus apretones de manos, efusivos y cálidos, decían más que cualquier palabra.
Sus ropas parecían participar del carácter hospitalario del profesor. Era como si estuvieran a gusto con él y quisiesen que se sintiera cómodo. Lo amplio de su chaleco parecía anunciar lo grande que era el corazón que cobijaba, su gastado abrigo tenía un aire distinguido y los anchos bolsillos daban fe de las manos de los niños que solían llegar vacías e irse llenas. Hasta sus botas parecían benevolentes y el cuello de su camisa nunca estaba tieso ni áspero como el de todos los demás.
¡Eso es!, se dijo Jo cuando, al fin, comprendió que el mirar con buenos ojos a alguien transformaba al otro hasta el punto de que un robusto profesor alemán que zampaba la comida, zurcía calcetines y llevaba la carga de un apellido que no sonaba bien resultase bello y digno.
Jo valoraba mucho la bondad, pero la inteligencia suscitaba en ella un gran respeto, y algo que descubrió sobre el profesor hizo que su estima por él aumentase aún más. Como él nunca hablaba de sí mismo, todos desconocían que en su ciudad natal era un hombre muy honrado y apreciado por su preparación y su integridad, hasta que uno de sus conciudadanos estuvo de visita por la zona y, en una charla con la señorita Norton, divulgó el dato. Jo se enteró por ella, y le agradó mucho más en la medida en que el señor Bhaer lo había mantenido en secreto. Aunque en Estados Unidos solo era un pobre maestro de lengua, en Berlín era un famoso profesor. Para Jo aquel descubrimiento, sumado al hecho de que llevase una vicia hogareña y trabajase tanto, confería un aire mucho más romántico a su historia.
Pero aún le faltaba descubrir otro don más portentoso que el intelecto, y todo ocurrió de forma inesperada. La señorita Norton se codeaba con los círculos literarios, algo con lo que Jo no podía sino soñar. La solterona, en su deseo de apoyar a la ambiciosa muchacha, accedió a que tanto ella como el profesor la acompañasen en algunas de sus salidas. En una ocasión, los invitó a acudir a una velada que se celebraba en honor de varias personalidades.
Jo iba preparada para inclinarse y venerar a los personajes a los que adoraba con juvenil entusiasmo. Sin embargo, su reverencia por los genios sufrió un duro revés aquella noche y tardó un tiempo en recuperarse del impacto que le produjo descubrir que aquellas grandes criaturas eran, al fin y al cabo, hombres y mujeres. Cabe imaginar su consternación cuando, al mirar de reojo, con tímida admiración, al poeta cuyos versos habían conmovido su ser alimentándolo con «espíritu, fuego y rocío», todo lo que vio fue a un hombre que devoraba su cena con tal pasión que hasta el semblante tenía enrojecido, Caído uno de sus ídolos, la joven no tardó en descubrir otras cosas que disolvieron su visión romántica. El excelente novelista iba de una licorera a otra con la regularidad de un péndulo; el famoso teólogo coqueteaba abiertamente con la madame de Stäel de la época, que apuñalaba con la mirada a la Corinne de turno, quien hacía burla de ella tras tratar en vano de llamar la atención del profundo filósofo, que bebía tanto té como Samuel Johnson y parecía a punto de quedarse dormido, puesto que la locuacidad de la dama hacía imposible toda conversación. En cuanto a los científicos, habían hecho a un lado los moluscos y los períodos glaciares y murmuraban sobre arte mientras devoraban ostras y helados con gran dedicación. El joven músico, que había hechizado a la ciudad entera como un segundo Orfeo, hablaba sobre caballos, y el único ejemplar de noble inglés presente resultó ser el hombre más ordinario de la fiesta.
No había transcurrido ni la mitad de la velada cuando Jo se sintió tan profundamente désillusionnée que tuvo que sentarse en un rincón para recuperar el ánimo. El señor Bhaer se acercó, con aspecto de sentirse fuera de lugar, momento en que varios filósofos, cada uno con su terna a cuestas, se dirigieron lentamente hacia allí para organizar una especie de torneo intelectual en aquel lugar apartado. La conversación era de todo punto incomprensible para Jo, que aun así disfrutó escuchándolos hablar de Kant y Hegel, dos dioses desconocidos, y de términos inteligibles como «objetivo» y «subjetivo». Pero lo único que surgió de su interior, terminada la charla, fue un tremendo dolor de cabeza. Poco a poco le pareció entender que el mundo, hecho pedazos, se había recompuesto para dar lugar a otro nuevo regido, a decir de los contertulios, por principios mucho mejores que los anteriores; que la religión perdía fuerza ante la razón y que el intelecto se convertía en el único Dios verdadero. Jo no entendía mucho de filosofía ni de metafísica, pero aquellas ideas le provocaron una curiosa emoción que era a la vez placentera y dolorosa, y mientras los escuchaba tenía la sensación de ir a la deriva en el tiempo y el espacio, como un globo que se escapa y vaga por el cielo.
Se volvió para ver qué cara ponía el profesor y le descubrió mirándola con la expresión más seria que le había visto en la vida. Él meneó la cabeza y la invitó a alejarse de allí, pero ella, que escuchaba embelesada hablar de la libertad de la filosofía especulativa, permaneció en su silla, con la intención de averiguar en qué se podía confiar una vez aniquiladas todas las viejas creencias.
El señor Bhaer se mostraba cohibido, reacio a dar a conocer su opinión, no porque no la tuviese meditada, sino porque era demasiado sincero y formal para hablar por hablar. Miró a Jo y a varios de los jóvenes que habían acudido atraídos por el resplandor de aquel ejercicio de pirotecnia filosófica, frunció el entrecejo y tuvo ganas de intervenir para impedir que alguna de aquellas almas jóvenes tan impresionables se dejase engañar por los fuegos artificiales y, una vez terminado el espectáculo, acabara con solo un palito vacío o una mano quemada.
Lo soportó lo mejor que pudo pero, cuando le preguntaron su opinión, estalló con sincera indignación y defendió la religión con la elocuencia que aporta la verdad y que hizo que su inglés sonara más musical que nunca y su rostro resplandeciese. El combate fue duro puesto que los filósofos eran buenos argumentando, pero él no se dio por vencido y se mantuvo fiel a sus principios hasta el final. Y, mientras le oía, el mundo volvió a recuperar el sentido que tenía para Jo, las viejas creencias que tanto tiempo habían perdurado parecían nuevamente mejores que las nuevas. Dios no era una fuerza ciega y la inmortalidad no era un cuento hermoso sino una bendición real. Volvió a sentir la tierra firme bajo sus pies y cuando el señor Bhaer hizo una pausa para ganar tiempo, no porque le hubiesen convencido, Jo sintió el impulso de aplaudir y darle las gracias.
No hizo ni lo uno ni lo otro, pero la escena se grabó en su memoria y, a partir de entonces, sintió mayor respeto por el profesor, que, a pesar de lo que le había costado decir lo que pensaba, lo había hecho porque su conciencia no le permitía callar. Así fue como Jo comprendió que los valores son mucho más importantes que el dinero, la posición social, la formación intelectual o la belleza, y que si la excelencia era, como un sabio había definido, «verdad, reverencia y buena voluntad», entonces el señor Bhaer no solo era un hombre bueno, sino excepcional.
Aquella certeza se reforzaba día a día. Valoraba su consideración, codiciaba su respeto y se esforzaba por ser digna de su amistad, y justo cuando ese deseo era de lo más sincero, a punto estuvo de perderlo todo. El problema surgió de un gorro de papel que Tina le había puesto y que el profesor olvidó quitarse antes de ir a dar clase a Jo.
Está claro que no se mira al espejo antes de venir, pensó ella, sonriendo para sus adentros, cuando él saludó con un «Buenas tardes» y tomó asiento muy serio, ajeno al divertido contraste que producía su gorro y el tema de la clase, ya que iban a leer «La muerte de Wallenstein».
Al principio Jo no dijo nada porque le gustaba mucho oír la risa franca y sonora con que el profesor recibía cualquier cosa divertida que ocurriese, y prefirió dejar que él lo descubriese por sí mismo. Después se le olvidó, porque oír a alguien leer a Schiller en alemán requiere mucha concentración. Tras la lectura llegó la hora de la lección, que resultó muy animada porque, aquella tarde, Jo estaba de muy buen humor y la visión del gorro de papel hacía brillar sus ojos de alegría. El profesor no entendía qué le ocurría a la joven. Al final, interrumpió la clase y preguntó con gran sorpresa:
—Señorita, March, ¿se puede saber por qué se ríe de su maestro? ¿Tan poco respeto le merezco para portarse así?
—Señor, ¿cómo podría mostrarle respeto con ese gorro que lleva puesto? —inquirió a su vez Jo.
El distraído profesor se llevó la mano a la cabeza, encontró el gorro y lo retiró muy serlo, lo miró durante unos segundos y, por último, echó la cabeza hacia atrás y soltó una alegre carcajada.
—¡Ahora entiendo! Ha sido ese diablillo de Tina, que me ha puesto un gorro con el que parezco un loco. Bueno, no pasa nada, pero si la clase no termina bien, usted acabará usando este gorro.
Lo cierto es que la clase no siguió, ni bien ni mal, porque el señor Bhaer vio en el papel una imagen que le llamó la atención, deshizo el gorro y dijo con profundo desagrado:
—Me gustaría que estas publicaciones no entraran en la casa; no es algo que un niño deba ver ni un joven leer. No está bien. Cuando pienso en quienes escriben cosas tan nocivas, pierdo la paciencia.
Jo echó una ojeada a la hoja y vio una memorable ilustración en la que aparecían un loco, un cadáver, un villano y una víbora. No le gustó nada, pero lo que la hizo apartarla de sí no fue precisamente su desagrado, sino el miedo que sintió al sospechar que pudiese ser una página del Volcano. No lo era, por suerte, y su temor se aplacó al recordar que, aun de haberlo sido y tratarse de una de sus historias, no habría nombre alguno que delatara su autoría. Sin embargo, se había delatado ella misma al ruborizarse, porque, aunque el profesor era un hombre distraído, se daba cuenta de mucho más de lo que la gente creía. Sabía que Jo escribía y se había cruzado con ella en las redacciones de varios periódicos pero, puesto que la joven no sacaba el tema a relucir, él tampoco preguntaba nada a pesar de lo mucho que le apetecía conocer su trabajo. En aquel momento, se le ocurrió quejo se avergonzaba de lo que escribía y la idea le inquietó. En lugar de decirse: No es asunto mío, no tengo derecho a opinar, como hubiese hecho la mayoría, pensó que Jo era joven y pobre, una muchacha que se encontraba lejos de su casa y del cuidado de su madre y de su padre, y sintió un impulso de ayudarla tan espontáneo y natural como el que le hubiese llevado a salvar a un niño que hubiese descubierto ahogándose en un estanque, Todos estos pensamientos pasaron por su mente en un minuto, sin que se traslucieran en su rostro, y al cabo de un rato, una vez olvidada la página de periódico, cuando Jo empezó a coser, dijo en tono distendido pero con seriedad:
—Hace bien al alejarlo de usted. La idea de que una jovencita buena pueda ver tales cosas me desagrada mucho. A algunos, estas historias les parecen entretenidas, pero yo antes dejaría que mis hijos jugasen con pólvora que con esa basura nociva.
—Tal vez más que nociva sea simplemente tonta… Si la gente la pide, no veo qué hay de malo en que se le facilite. Muchas personas honradas se ganan la vida decentemente escribiendo esta clase de historias —apuntó Jo, dando cada puntada con tanta fuerza que se creaban surcos en la tela.
—La gente también pide whisky, y no por ello usted o yo accederíamos a venderlo. Si esas personas honradas supiesen el daño que causan, no pensarían que se ganan la vida de una forma tan decente. No tienen derecho a envenenar el confite y ver cómo los niños lo comen. No, deberían reflexionar y ¡barrer las calles antes que hacer algo así!
El señor Bhaer habló con vehemencia, y fue hacia la chimenea con el papel arrugado en la mano. Jo permaneció callada, y pareció que el fuego la alcanzaba también a ella, porque notaba que las mejillas le ardieron durante mucho rato después de que el gorro de papel hubiese quedado reducido a humo y hubiese escapado por la chimenea.
—Me gustaría poder quemarlos todos —musitó el profesor mientras volvía a su lugar con aire satisfecho.
Jo imaginó la pira que el profesor organizaría con los manuscritos que guardaba en su habitación y la forma en que se ganaba el pan empezó a remorderle la conciencia. Entonces, para consolarse, se dijo: Mis relatos no son así, no son tontos ni nocivos; no tengo por qué preocuparme. A continuación cogió el libro y dijo con cara de alumna aplicada:
—Señor, ¿podríamos seguir? Me comportaré y no volveré a reírme.
—Eso espero —dijo él por toda respuesta, aunque quería decir mucho más de lo quejo imaginaba, y la mirada sería y tierna que le lanzó la hizo sentir como si llevase grabado en la frente el nombre Weekly Volcano en letras grandes.
Tan pronto como subió a su habitación, Jo sacó los manuscritos y los releyó todos con suma atención. El señor Bhaer, era algo miope, usaba gafas, y ella se las había probado en alguna ocasión; le había hecho mucha gracia ver cómo agrandaban las letras del libro. En aquel momento, se sintió como si llevase puestas las gafas mentales o morales del señor Bhaer, porque los defectos de aquellas pobres historias le resultaron tan evidentes que sintió un profundo abatimiento.
Son una verdadera basura, se dijo; y si sigo, pronto serán peor que basura, porque las últimas son aún más folletinescas que las primeras. He actuado sin pensar y me he hecho daño a mí misma y a otros solo por conseguir algo de dinero. Está claro que son malas porque no puedo leerlas en conciencia sin sentirme terriblemente avergonzada. ¿Qué haría si lo descubriesen en casa o llegasen a manos del señor Bhaer?
Jo se sonrojó solo de pensarlo y quemó todos los manuscritos en la cocina, donde crearon una llamarada que casi prende en la campana.
Sí, este es el lugar que merece tanta tontería inflamada; prefiero arriesgarme a incendiar la casa antes que permitir que alguien se queme con la pólvora de mi creación, se dijo mientras veía cómo «El demonio del Jura» ardía hasta quedar convertido en una oscura ascua con fieros ojos.
Cuando todo el trabajo de los últimos tres meses quedó reducido a un montón de cenizas, Jo se sentó en el suelo, muy sería, con el dinero en el regazo, y se preguntó qué debía hacer con sus honorarios.
Creo que todavía no he hecho demasiado daño y puedo conservar el dinero a cambio del tiempo invertido…, concluyó para sus adentros, tras mucho meditar. Luego añadió para sí, perdiendo la paciencia: ¡Cómo me gustaría no tener conciencia! Es un incordio. Si no me preocupase actuar bien, no me sentiría mal al no hacerlo y lo pasaría en grande, A veces, no puedo por menos de desear que papá y mamá no hubiesen sido tan escrupulosos en estas cosas.
¡Ah, Jo! En lugar de desear eso, da gracias a Dios de que tus padres sean «tan escrupulosos» y apiádate de las almas que no han tenido tan buenos guardianes para protegerlos con principios que pueden parecer los muros de una prisión a las jóvenes impacientes pero que, con el tiempo, demostrarán ser cimientos sanos para la formación de una buena mujer.
Jo no volvió a escribir esa clase de historias, convencida de que el dinero no la compensaba. Pero, como suele ocurrir-le a la gente con su carácter, se fue al otro extremo; estudió la obra de la señora Sherwood, la señorita Edgeworth y Hannah More y escribió una obra que, más que un relato de ficción, parecía un ensayo o un sermón moral. Aquella opción no acababa de convencerla, ya que, dadas su alegría y naturaleza romántica, se encontraba tan incómoda con aquel nuevo estilo como se habría sentido de haberse disfrazado con uno de esos trajes rígidos y voluminosos que utilizaban en el siglo pasado. Envió aquella gema didáctica a varios mercados, pero no encontró comprador, y hubo de convenir con el señor Dashwood en que lo moral no era comercial.
A continuación, probó con cuentos para niños, de los que podría haber prescindido de no haber querido lucrarse con ellos, en un afán mercenario. La única persona que le ofreció una suma suficiente para que mereciese la pena que se aventurara en el mundo de la literatura infantil fue un caballero rico que creía que su misión en la vida era convertir a los demás a su credo particular. Pero, por mucho que le agradase la idea de escribir para niños, Jo no podía consentir que todos los menores traviesos acabasen devorados por osos o embestidos por toros furiosos solo porque no acudieran los sábados a una determinada escuela de catequesis, que todos los niños buenos que sí lo hacían recibiesen a cambio toda suerte de bendiciones, desde pan de jengibre dorado hasta coros de ángeles que los escoltaban cuando dejaban este mundo, entre salmos y sermones pronunciados con sus lenguas ceceantes. Así pues, en vista de que nada bueno salía de aquellos intentos, Jo tapó el tintero y dijo, en un arranque de humildad:
—No sé nada. Esperaré hasta que sepa hacerlo mejor antes de volver a intentarlo y, mientras tanto, «barreré las calles sí es preciso». —Y esa decisión fue la prueba de que, como en el cuento, la segunda caída de la mata de judías le había hecho mucho bien.
Mientras la revolución interior continuaba, la vida real seguía tan llena de trabajo y vacía de acontecimientos como de costumbre. Y nadie, excepción hecha del profesor Bhaer, se percataba de que, a ratos. Jo parecía seria o triste. Él la observaba sin que ella se diese cuenta, para ver si su reprimenda había surtido efecto. La joven había pasado la prueba y él se sentía satisfecho porque, aunque ninguno de los dos comentó nada, sabía quejo había dejado de escribir. Lo adivinó no solo por el hecho de que su dedo índice ya no estaba manchado de tinta, sino porque ahora se quedaba abajo después de la cena, no había vuelto a coincidir con ella en las redacciones de los periódicos y estudiaba con tenaz paciencia, lo que indicaba sin lugar a duda que había accedido a emplear su mente en asuntos, si no más gratos, cuando menos más útiles.
Él la ayudaba de muchas maneras, con lo que demostró ser un auténtico amigo, y Jo estaba feliz. Mientras la pluma descansaba, ella aprendía mucho más que alemán y sentaba las bases para su propia historia romántica.
Pasó un invierno muy agradable y no dejó la casa de la señora Kirke hasta el mes de junio. Cuando el día de su partida, se acercaba, todo el mundo se entristeció.
A los niños no había quien los consolara, y el señor Bhaer iba con el cabello despeinado y encrespado, porque siempre se lo mesaba cuando estaba inquieto.
—¡Se va a casa! ¡Qué suerte tener un hogar al que volver! —dijo el profesor, y permaneció sentado en un rincón, en silencio, mesándose la barba mientras celebraban la pequeña fiesta de despedida quejo improvisó la última noche.
Como al día siguiente partiría de madrugada, Jo se despidió de todos antes de irse a dormir y, cuando le llegó el turno a él, dijo afectuosamente:
—Bueno, señor, espero que si alguna vez viaja por la zona se acerque a vernos. Si no lo hace, nunca le perdonaré. Quiero que todos conozcan a mi amigo.
—¿En serio? ¿Le gustaría que fuese? —preguntó él dirigiéndole una mirada llena de un entusiasmo que la joven no percibió.
—Claro, señor, venga el mes que viene. Laurie se graduará entonces y podremos ir a la ceremonia de entrega de diplomas juntos.
—¿Se refiere a su mejor amigo? —preguntó el profesor un tanto alterado.
—Sí, estoy muy orgullosa de él. Me encantaría que le conociese.
Jo levantó la vista, pensando solo en su alegría al imaginar un encuentro entre ambos hombres. De pronto, algo en la expresión del señor Bhaer le hizo pensar que probablemente Laurie seguiría queriendo ser más que un amigo y, como no deseaba dar a entender que podía haber algo entre ellos, se sonrojó sin querer. Y cuanto más trataba de no ruborizarse, más roja se ponía. No sé qué hubiese sido de ella de no haber tenido a Tina sobre las rodillas. Por fortuna, la niña sintió el deseo de abrazarla, por lo quejo pudo ocultar su rostro unos instantes, con la esperanza de que el profesor no se hubiese percatado de nada. Pero sí lo hizo y, tras un momento de angustia, adoptó su tono habitual para decir con gran cordialidad: