Capítulo 2
Mujercitas
—Temo que no dispondré de tiempo para visitarles, pero le deseo mucha suerte a su amigo, y a usted, toda la felicidad. ¡Que Dios la bendiga! —Dicho esto, le dio un tierno apretón de manos, puso a Tina sobre sus hombros y se marchó.
Cuando los niños estuvieron en la cama, el profesor se sentó junto al fuego, con expresión cansada y embargado por la nostalgia. Entonces recordó a Jo sentada con la pequeña sobre sus rodillas, y la dulzura nueva que había iluminado su cara, y apoyó la cabeza sobre las manos. Después dio varias vueltas por la habitación, como si buscara algo y no lograra hallarlo.
No es para mí, no debo albergar esperanzas, se dijo lanzando un suspiro que era casi un lamento. Después, como si se reprochase a sí mismo no poder contener su anhelo, fue a dar un beso a las dos cabecitas que dormían, cogió su pipa de espuma de mar, que rara vez fumaba, y abrió un libro de Platón.
Hizo todo cuanto pudo, y con gran resolución, pero no creo que un par de niños díscolos, una pipa o incluso el divino Platón fueran buenos sustitutos de una esposa, unos hijos y un hogar.
Aunque era temprano, a la mañana siguiente se presentó en la estación para despedir a Jo. Y, gracias a él, la joven inició su solitario viaje con el recuerdo amable de un rostro conocido y sonriente, un ramo de violetas y, lo mejor de todo, un pensamiento dichoso: «Bueno, el invierno terminó y no he escrito ningún libro ni he ganado ninguna fortuna, pero he hecho un amigo que merece la pena e intentaré no perderle nunca».
CAPÍTULO 35 - MAL DE AMORES
Fuese cual fuese el motivo, lo cierto es que aquel año Latine dio muestras de una gran determinación; se graduó cum laude y, a decir de sus amigos, recitó su discurso con la gracia del revolucionario orador estadounidense Phillips y la elocuencia de Demóstenes. Todo el mundo fue a verle: su abuelo, ¡que estaba tan orgulloso!, el señor y la señora March, John y Meg, Jo y Beth… Y todos se regocijaron por él con esa sincera admiración a la que los chicos no dan importancia pero que es tan difícil de conseguir luego en la vida, por muchos triunfos que tengamos.
—Tengo que quedarme por esta maldita cena, pero estaré en casa mañana temprano. ¿Vendréis a recibirme como antes, chicas? —preguntó Laurie al dejar a las hermanas en el carruaje, después de terminadas las celebraciones. Dijo «chicas», pero en realidad se refería solo a Jo, porque ella era la única que seguía manteniendo la vieja costumbre; y, puesto que era incapaz de negarle nada a su espléndido y triunfador muchacho, contestó con ternura:
—Iré, Teddy, ya llueva o truene, y desfilaré ante ti tocando un himno de bienvenida a los héroes con un birimbao.
Laurie le dio las gracias con una mirada que hizo que ella se estremeciese y pensase; ¡Oh, Dios! Estoy segura de que me dirá algo, ¿y qué haré entonces?
Una tarde de reflexión y una mañana de trabajo aquietaron en parte sus miedos y, tras decidir que imaginar que alguien se le iba a declarar cuando ya había dejado clara la respuesta era una prueba de vanidad por su parte, partió hacia su cita, con la esperanza de que Teddy no acudiese y no la obligase a herir sus sentimientos. Tras una visita a Meg, y un rato muy entretenido en compañía de Daisy y Demijohn, se sintió mucho más preparada para el tête-à-tête previsto pero, cuando vio surgir en el horizonte la figura robusta de su amigo, le entraron ganas de dar media vuelta y echar a correr.
—¡Jo! ¿Dónde está el birimbao? —preguntó Laurie en cuanto estuvo lo bastante cerca para que le oyera.
—Lo he olvidado —respondió Jo, que recuperó el ánimo al observar que aquel no era el saludo de un enamorado.
En ocasiones como aquella, solía tomar a Laurie del brazo, pero optó por no hacerlo y él no protestó —lo que no era una buena señal—, y se puso a hablar a toda velocidad de cosas ajenas a ellos, hasta que dejaron atrás la carretera para adentrarse en el camino que atravesaba el bosquecillo e iba a dar a sus casas. Entonces, el joven aminoró el paso, la conversación se tornó menos fluida e incluso hubo algún que otro silencio incómodo entre ambos. Con el propósito de rescatarla charla de uno de aquellos pozos de silencio, Jo comentó a la ligera:
—¡Supongo que ahora tendrás unas buenas vacaciones!
—Esa es mi intención.
Algo en el tono firme del muchacho hizo que Jo levantase la mirada enseguida y le descubriese observándola de un modo que no dejaba lugar a dudas: el momento que tanto temía había llegado. Alzó la mano para frenarle e imploró:
—¡Por favor, Teddy, no lo hagas!
—Sí lo haré y tendrás que escucharme. No sirve de nada callar, Jo. Tenemos que aclarar este asunto y cuanto antes lo hagamos mejor para ambos —apuntó, a un tiempo animado y rojo de vergüenza.
—Está bien; entonces, habla. Te escucho —repuso Jo con una paciencia algo teñida de desesperación.
Laurie era un joven enamorado. Su amor era sincero y quería explicarse, aunque muriese en el intento. Abordó el asunto con la impetuosidad que le caracterizaba, pero con una voz que, de vez en cuando, temblaba, por mucho que se esforzase por comportarse como un hombre y mantener a raya la emoción.
—Te quiero desde que te conozco, Jo. No lo puedo evitar, siempre has sido muy buena conmigo. He intentado mostrarte mis sentimientos, pero no me has dejado. Ahora quiero explicártelo todo y necesito que me des una respuesta, porque no puedo seguir así por más tiempo.
—Quería evitarte esto, pensé que comprenderías… —comenzó Jo, consciente de que iba a resultar más duro de lo que esperaba.
—Sé que es así, pero las muchachas sois tan extrañas que uno nunca sabe a qué atenerse. Decís «no» queriendo decir «sí» y volvéis locos a los hombres por pura diversión —afirmó Laurie, atrincherado en aquel hecho irrefutable.
—No es mi caso. Nunca he pretendido que te intereses por mí en este sentido, y me alejé para evitarlo en la medida de lo posible.
—Lo suponía; es muy propio de ti, pero no ha servido de nada, Solo has conseguido que te quiera más y que me esfuerce más por agradarte. He dejado de ir a los billares y de hacer la clase de cosas que te desagradan, he esperado sin protestar con la esperanza de que correspondías a mi amor, aunque yo valga mucho menos que tú.,. —Llegado a este punto, la voz se le quebró y Laurie decapitó varios ranúnculos al tiempo que se aclaraba la «maldita garganta».
—¡Eso no es cierto! Tú vales mucho más que yo, y te estoy muy agradecida por todo… Me siento orgullosa de ti y te aprecio mucho. No sé por qué no soy capaz de amarte como esperas. Lo he intentado, pero no puedo mandar en mis sentimientos y si afirmase sentir algo más estaría mintiendo.
—¿Estás segura, Jo?
Al formular la pregunta Laurie se detuvo en seco, le tomó las manos y la miró de un modo que ella no olvidaría jamás.
—Sí, estoy segura.
Ya estaban en el bosquecillo, a unos pasos de la cerca. Cuando Jo pronunció aquellas últimas palabras a regañadientes, Laurie dejó caer las manos y dio media vuelta, dispuesto a seguir adelante. Pero, por primera vez en su vida, era como si aquella cerca fuese insalvable, y se quedó allí, con la cabeza apoyada en los postes tapizados de musgo, tan callado quejo sintió miedo.
—¡Oh, Teddy, lo lamento, lo siento muchísimo! ¡Si sirviese de algo, daría la vida por ti! Quisiera que no fuese tan difícil. No puedo hacer nada. Nadie puede enamorarse a voluntad de otra persona —exclamó Jo, con poco tacto y llena de remordimientos, mientras daba unas tiernas palmadas en el hombro a su amigo y recordaba las muchas veces en las que él la había consolado en el pasado.
—A veces ocurre —musitó él sin apartar la cara de la estaca.
—No creo que eso sea amor de verdad, y prefiero no conocerlo —aseguró Jo con firmeza.
Guardaron silencio un rato mientras un mirlo cantaba alegre en los sauces de la orilla del río y la hierba se mecía al viento. Al cabo, Jo añadió, muy seria, mientras se sentaba en un peldaño de la cerca:
—Laurie, hay algo que quiero compartir contigo.
Él abrió los ojos de par en par, como si acabase de recibir un tiro en la cabeza, y exclamó con fiera desesperación:
—¡Por favor, Jo, no me lo digas! ¡No podría soportarlo en estos momentos!
—¿A qué te refieres? —preguntó ella, sorprendida por la virulencia de su reacción.
—A que estás enamorada de ese viejo.
—¿Qué viejo? —inquirió Jo pensando que debía de referirse a su abuelo.
—El maldito profesor sobre el que tanto escribías. Si me dices que le amas, cometeré una locura. —Y, por su aspecto, aquella no era una amenaza vana; tenía los puños cerrados y un destello de cólera en los ojos.
Jo a punto estuvo de soltar una carcajada, pero se contuvo y, visiblemente emocionada, repuso:
—¡Teddy, no digas palabrotas! Ni es un viejo ni es un maldito; es una buena persona, un hombre muy amable, y es mi mejor amigo… después de ti, claro. Por favor, no te dejes llevar por tus sentimientos, quiero ser considerada contigo pero, si insultas al profesor, me lo pondrás muy difícil. Y estoy muy lejos de estar enamorada de él o de cualquier otro.
—Pero acabarás por enamorarte, y entonces ¿qué será de mí?
—Eres un muchacho sensato, de modo que te enamorarás de otra persona y olvidarás todo este asunto.
—No puedo amar a nadie más y nunca podré olvidarte, Jo. ¡Nunca! ¡Nunca! —dijo dando un taconazo para dotar de más fuerza a sus apasionadas palabras.
—¿Qué puedo hacer con él? —murmuró Jo con un suspiro. Las emociones eran mucho más difíciles de controlar de lo que había temido—. No me has dejado contarte lo que quería decirte. Haz el favor de sentarte y prestar atención; quiero que estemos bien y que seas feliz —explicó, con la esperanza de que oír algo razonable le ayudase a calmarse, lo que demuestra lo poco quejo sabía del amor.
Viendo un rayo de esperanza en esta última frase, Laurie se sentó en la hierba, a sus pies, apoyó el brazo en el último peldaño de la cerca y la miró expectante. Sin duda, la actitud del joven no ayudaba a Jo a hablar con serenidad ni con claridad. ¿Cómo podía decir palabras duras a un amigo que la miraba con los ojos llenos de amor y deseo, las pestañas aún húmedas por las amargas lágrimas derramadas a consecuencia de su rechazo? Volvió la cabeza de Laurie con dulzura y, mientras acariciaba su cabello ondulado, que se había dejado crecer por ella, lo que resultaba conmovedor, dijo:
—Estoy de acuerdo con mamá en que tú y yo no estamos hechos el uno para el otro porque tenemos un carácter muy fuerte, somos obstinados y seríamos muy desgraciados si cometiésemos la locura de… —Jo hizo una pausa antes de pronunciar la siguiente palabra, pero Laurie dijo con expresión arrobada:
—Casarnos… ¡No seríamos desgraciados! Jo, si tú me quisieses, yo sería un santo porque harías de mí lo que quisieras.
—No, no es cierto. Lo he intentado sin éxito y no comprometeré nuestra felicidad con un experimento tan arriesgado. No nos ponemos de acuerdo ni lo haremos nunca; será mejor que sigamos siendo los mejores amigos toda la vida y no cometamos ninguna imprudencia.
—Deberíamos intentarlo —musitó Laurie sin dar su brazo a torcer.
—Por favor, sé razonable y mira las cosas con sentido común —imploró Jo, a punto de perder la paciencia.
—No quiero ser razonable ni ver las cosas «con sentido común», como dices. Eso no me ayudará, solo hará que todo resulte más difícil. No puedo creer que tengas tan poco corazón.
—¡Ojalá fuese así!
Laurie notó que a Jo le temblaba un poco la voz y lo consideró un buen presagio, por lo que se volvió y, haciendo acopio de todas sus dotes de persuasión, dijo con el tono más peligrosamente halagador que ella le había oído emplear nunca:
—¡No seas así, querida! Todo el mundo espera que ocurra. A mi abuelo le hace mucha ilusión, a tu familia también, y yo no puedo vivir sin ti. Dame el sí y todo el mundo estará contento. ¡Venga, hazlo!
Hasta pasados varios meses Jo no comprendió de dónde había sacado fuerzas para mantenerse firme en su decisión de que no amaba a Laurie y, con toda seguridad, no lo haría nunca. La experiencia resultó muy dura, pero no cejó, consciente de que dar esperanzas al joven sería, además de cruel, inútil.
—No te puedo dar un sí sincero, así que no diré nada. Con el tiempo, comprenderás que tengo razón y me lo agradecerás —afirmó en tono solemne.
—¡Qué me cuelguen si lo hago! —replicó Laurie, y se levantó de golpe de la hierba, ardiendo de furia solo de pensarlo.
—¡Sí lo harás! —insistió Jo—. Al cabo de un tiempo, lo superarás y encontrarás a una joven encantadora y culta que te adorará y cumplirá de maravilla el papel de señora en tu fantástica casa. Yo no podría. Soy poco atractiva, torpe, rara y vieja, te avergonzarías de mí, estaríamos todo el día peleándonos… Fíjate, ni siquiera ahora somos capaces de ponernos de acuerdo… A mí no me interesaría la alta sociedad y a ti sí. Y detestarías que escribiese y yo no podría vivir sin ello, y seríamos tan infelices que desearíamos no habernos juntado jamás… ¡Y todo sería horroroso!
—¿Algo más? —preguntó Laurie, al que le costaba escuchar pacientemente aquella retahíla de profecías.
—Nada más, salvo decir que no creo que me case jamás. Estoy muy bien así, valoro mi libertad y no tengo prisa por perderla a cambio de ningún hombre.
—¡No lo creo! —exclamó Laurie—. Ahora lo ves así, pero algún día te fijarás en alguien, te enamorarás perdidamente y darás la vida por él si es preciso. Sé que lo harás, es tu forma de ser, y a mí me tocará verlo todo porque seguiré a tu lado. —Al decir esto, el enamorado desesperanzado arrojó su sombrero al suelo en un gesto que habría resultado cómico de no ser por la expresión trágica de su rostro.
—Sí, viviré y moriré por él si en verdad aparece alguien que me haga quererle a pesar de mí misma, y tú debes esforzarte por superarlo —exclamó Jo, que al final perdió la paciencia—. He hecho lo que he podido, pero te niegas a ser razonable, y me parece muy egoísta por tu parte empeñarte en que te dé lo que no está en mi mano entregarte. Te tengo un gran cariño, muy grande en verdad, pero como amigo, y no me casaré contigo jamás. Cuanto antes lo asumas, mejor para ambos.
Su discurso tuvo el mismo efecto que el fuego en la pólvora. Laurie la miró de hito en hito, como si no supiese bien cómo reaccionar, luego dio media vuelta, visiblemente airado, y espetó en un tono desesperado:
—Algún día te arrepentirás de esto, Jo.
—¿Adónde vas? —exclamó ella asustada por la expresión del muchacho.
—¡Al infierno! —fue su reconfortable respuesta.
A Jo se le encogió el corazón al verle caminar en dirección al río, pero para que un joven termine con su vida de forma violenta hace falta que esté muy loco, sea un gran pecador o se sienta muy desgraciado, y Laurie no era un hombre débil que se dejase abatir por un primer fracaso. No tenía prevista una zambullida trágica en el agua, sino que fue, hecho una furia y guiado por un impulso, hacia su bote, arrojó el sombrero y el abrigo dentro y se puso a remar como un loco, batiendo su propio récord de velocidad, río arriba. Jo dejó escapar un largo suspiro y relajó las manos cuando comprendió que el pobre muchacho había decidido remar para desahogar la pena que sentía en el corazón.
Esto le hará bien, aunque volverá a casa tan dolido y arrepentido que no tendré ánimo para verle, se dijo. Mientras caminaba lentamente de regreso a casa, sintiéndose como si hubiese asesinado a un inocente y ocultado el cadáver entre la vegetación, pensó: Ahora tendré que ir a hablar con el señor Laurence para que sea especialmente amable con el pobre muchacho. ¡Ojalá se hubiese enamorado de Beth! Tal vez, con el tiempo, ocurra, pero empiezo a pensar que me equivoqué al juzgar los sentimientos de mi hermana. ¡Por Dios! ¿Cómo es posible que a las mujeres les agrade tener enamorados a los que rechazar? ¡Yo lo encuentro terrible!
Segura de que nadie podía solucionar las cosas mejor que ella misma, fue directa a casa del señor Laurence, se armó de valor y le contó toda la historia, pero terminó por derrumbarse y, entre sollozos, lamentó amargamente su falta de sensibilidad, y el anciano caballero, a pesar de su consternación, no le hizo ningún reproche. Al abuelo le costaba comprender que una joven no quisiera a su amado Laurie, y esperaba que ella cambiase de opinión pero, como sabía, mejor incluso que la propia Jo, que el amor no se puede forzar, meneó la cabera con tristeza y decidió ayudar al muchacho para que no sufriera tanto, porque las palabras de despedida que el joven impetuoso había dedicado a Jo le inquietaban más de lo que estaba dispuesto a admitir.
Cuando Laurie llegó a casa, muerto de cansancio pero bastante tranquilo, el abuelo fue a recibirle como si no estuviese al corriente de nada y mantuvo ese engaño con éxito durante un par de horas. Sin embargo, cuando, al caer la tarde, se sentaron para charlar, algo de lo que solían disfrutar mucho, al pobre anciano le costaba hablar con el tono ligero, de costumbre, y el joven recibía con amargura las felicitaciones y referencias a su éxito, que, tras su decepción amorosa, le parecía un trabajo de amor perdido. Soportó la situación y, cuando no pudo más, se levantó y fue a tocar el piano, Las ventanas estaban abiertas, y por una vez Jo, que en ese momento paseaba con Beth por el jardín, comprendió mejor que su hermana lo que significaba aquella música, la «Sonata patética», de Beethoven, que Laurie tocó como nunca.
—Está muy bien, sin duda, pero es tan triste que me dan ganas de llorar, Toca algo más alegre, muchacho —pidió el señor Laurence, cuyo viejo corazón rebosaba de una compasión que deseaba expresar pero no sabía cómo.
Laurie atacó de inmediato una canción mucho más animada, tocó tempestuosamente durante varios minutos y hubiese seguido, haciendo de tripas corazón, de no haber oído, en una pausa, a la señora March decir: «Jo, querida, ven, te necesito».
Al oír aquellas palabras que tanto deseaba decir —aunque con un sentido diferente—, perdió la concentración. La música se interrumpió abruptamente y el músico permaneció sentado, en silencio, en la oscuridad.
—No lo puedo resistir —musitó el anciano. Se levantó, caminó a tientas hacia el piano y puso suavemente su mano sobre el ancho hombro del muchacho, al tiempo que decía, con una dulzura más propia de una mujer—: Lo sé, muchacho, lo sé.
Al principio no hubo respuesta, pero después Laurie preguntó con aspereza:
—¿Quién te lo ha contado?
—La propia Jo.
—¡Pues no hay nada más que decir! —Y retiró la mano de su abuelo con un gesto impaciente, porque, a pesar de agradecer la compasión del anciano, el orgullo no le permitía tolerar que se apiadasen de él.
—No del todo, tengo algo que decir. Luego, sí quieres, podemos dar por zanjado el asunto —repuso el señor Laurence con una suavidad inusitada en él—. ¿No preferirías marcharte una temporada?
—No voy a salir huyendo por una chica. Jo no puede impedir que la vea siendo vecinos y yo me quedaré cuanto me apetezca —afirmó Laurie en tono desafiante.
—Eso no es lo que haría un caballero y creo que tú lo eres. Lo lamento, pero la chica no puede evitar sentir lo que siente y lo único que puedes hacer es alejarte por un tiempo. ¿Adónde te gustaría ir?
—¡Me da igual, me trae sin cuidado lo que sea de mí! —Laurie se levantó lanzando una carcajada de desánimo que sonó como un chirrido a su abuelo.
—¡Por el amor de Dios, compórtate como un hombre y no cometas ninguna imprudencia! ¿Por qué no retomas el plan de ir al extranjero que habías abandonado?
—No puedo.
—Pero si estabas como loco por marcharte y te prometí que te dejaría ir cuando terminases la universidad.
—¡Sí, pero no tenía intención de viajar solo! —Laurie empezó a dar vueltas por la sala, inquieto, con una expresión en el rostro que por suerte su abuelo no podía ver.
—No tienes por qué ir solo. Conozco a alguien que te acompañaría encantado a cualquier lugar.
—¿De quién se trata? —Laurie se detuvo a escuchar la respuesta.
—De mí.
Laurie se acercó a él a toda velocidad, le tendió la mano y dijo con voz ronca:
—Soy un bruto egoísta pero, abuelo, has de entender…
—¡Válgame el cielo! Claro que te entiendo, he vivido esto antes, primero en mis propias carnes, de joven, y luego con tu padre. Ahora, querido muchacho, siéntate y escucha lo que tengo que decirte. Ya está todo organizado y podemos partir de inmediato —explicó el señor Laurence agarrando con fuerza a su nieto como si temiese que se fuese a escapar, como había hecho su padre antes que él.
—Está bien, ¿en qué consiste el plan? —Laurie se sentó, pero ni su expresión ni su tono denotaban el menor interés.
—He de ir a atender un negocio en Londres. Podría mandarte solo a ti, pero creo que es mejor que vaya en persona, y Brooke se puede encargar de todo por aquí. Mis socios hacen el grueso del trabajo, yo solo sigo en mi puesto a la espera de que tú estés preparado para tomar el relevo.
—Pero a ti no te gusta viajar y no te puedo pedir que hagas un esfuerzo tan grande a tu edad —empezó Laurie, que agradecía el sacrificio que su abuelo estaba dispuesto a hacer pero que, de ir, prefería hacerlo solo.
El anciano era perfectamente consciente de esto último y quería evitarlo a toda costa porque, dado el estado de ánimo en que se encontraba su nieto, no era buena idea dejar que se las apañase solo. Así, sofocando la angustia que le provocaba pensar en abandonar la comodidad de su hogar, afirmó con resolución:
—¡Por Dios, muchacho, todavía no estoy desahuciado! Me gusta la idea, me sentará bien cambiar de aires y a mis viejos huesos no les pasará nada porque, hoy en día, viajar es tan cómodo como estar sentado en una silla.
Laurie se removió inquieto, en su silla, como para indicar que él no se sentía cómodo sentado y que el plan no le parecía tan maravilloso, ante lo que el anciano añadió:
—No pretendo ser una carga. Quiero ir porque pienso que te sentirás mejor que si me dejas aquí. Por supuesto, no iré de picos pardos contigo, pero podrás moverte con total libertad sabiendo que yo lo estaré pasando bien a mi manera. En Londres tengo muy buenos amigos, y también en París. Los iré a visitar. Tú podrías ir a Italia, Alemania, Suiza o cualquier otro lugar, a disfrutar del arte, la música, el teatro, las aventuras, lo que más te apetezca.
En ese momento, Laurie sentía que no le apetecía nada y que el mundo era un desierto sin interés, pero ciertas palabras que el anciano introdujo hábilmente en su última frase reconfortaron su dolido corazón e hicieron surgir un oasis verde en medio del desierto. Suspiró y, luego, sin ánimo, añadió:
—Como quieras, me da igual adonde vaya y lo que haga.
—Pero a mí no; no lo olvides, muchacho. Te doy plena libertad, pero confío en que harás buen uso de ella. Quiero que me des tu palabra, Laurie.
—Como tú digas, abuelo.
Está bien, pensó el anciano, ahora no te importa, pero o mucho me equivoco o, llegado el momento, esta promesa te ayudará a no meterte en líos.
Siendo como era un hombre enérgico, el señor Laurence prefirió golpear el hierro cuando aún estaba al rojo vivo, es decir, antes de que el muchacho recuperase fuerzas y se volviese más rebelde. En el tiempo que duraron los preparativos, Laurie se aburrió, como suele ocurrir con los jóvenes. Estaba de mal humor, irritable y, a ratos, pensativo. Perdió el apetito, descuidó su atuendo y dedicó demasiado tiempo a tocar el piano de forma atormentada. Evitaba encontrarse con Jo, pero se consolaba observándola desde la ventana, con una expresión trágica en el rostro que atormentaba los sueños de la joven por las noches y la hacía sentirse terriblemente culpable durante el día. Como suele sucederles a quienes sufren, no volvió a hablar de aquella pasión no correspondida ni permitió que nadie, ni siquiera la señora March, le dijese unas palabras de consuelo o de apoyo. En cierto modo, eso supuso un alivio para sus amigas, pero en las semanas que precedieron a su partida todas estuvieron muy incómodas, y se alegraron de que «el pobre muchacho se alejase para olvidar y luego volviera a casa feliz». Por supuesto, aquella idea le hacía sonreír con la oscura amargura del que siente que su fidelidad y su amor son inalterables.
Cuando llegó la hora de partir, Laurie fingió estar encantado para ocultar los inoportunos sentimientos que se empeñaban en salir a la luz. Sin embargo, su supuesta alegría no convenció a nadie, aunque actuaban como si no se diesen cuenta, y él aguantó bastante bien hasta que la señora March le besó y se despidió con un susurro dulce y maternal. Laurie se emocionó, abrazó precipitadamente a todas, incluida Hannah, que estaba muy afectada, y corrió escaleras abajo como si le friese la vida en ello. Jo le siguió para despedirle, sin saber si él miraría hacia atrás. Lo hizo y, al verla, volvió sobre sus pasos, la abrazó, la miró y preguntó con un tono elocuente y dramático:
—¡Jo, querida! ¿No es posible?
—Teddy, querido, ¡ojalá lo fuera!
Eso fue todo. Tras un corto silencio, Laurie se rehízo y añadió:
—Está bien, no te preocupes. —Y se marchó sin decir nada más. Pero no estaba «bien» y Jo sí se preocupó. Porque desde aquel día en que el joven descansó su cabeza en su hombro minutos después de haber hecho la temible pregunta, ella se sentía como si hubiese apuñalado a un amigo y, cuando él se marchó, sin volver la vista atrás, supo que el Laurie que ella conocía no volvería jamás.
CAPÍTULO 36 - EL SECRETO DE BETH
Cuando Jo volvió a casa, aquella primavera, se sorprendió al ver a Beth muy cambiada. Nadie comentaba nada ni parecía especialmente consciente de ese hecho, porque había sido uno de esos cambios progresivos que pasan inadvertidos a quienes ven a alguien a diario. Pero la distancia había agudizado la visión de Jo y, al ver el rostro de su hermana, le dio un vuelco el corazón. No estaba más pálida que en otoño, y solo un poco más delgada, pero tenía un extraño aspecto transparente, como si su envoltorio mortal se hubiese vuelto más fino y el brillo de su parte inmortal pudiese atravesar la delicada piel creando una belleza conmovedora, muy difícil de describir. Jo lo percibió y lo sintió, pero no comentó nada en el momento y, después, aquella primera impresión fue perdiendo importancia porque Beth estaba feliz y todo el mundo coincidía en que había mejorado mucho. Y, como Jo tenía otros asuntos en los que pensar, terminó por olvidar sus temores.
Sin embargo cuando Laurie se fue y la paz volvió a instalarse, aquella angustia indefinida regresó y empezó a obsesionarla. Había confesado sus pecados y recibido el perdón, y cuando mostró sus ahorros y propuso usarlos para ir a la montaña con Beth, su hermana se lo agradeció con todo el corazón, pero rogó que no la forzaran a alejarse tanto de su hogar. Se convino que le vendría mejor ir nuevamente a la playa y, puesto que la abuela no quería separarse de los niños, decidieron quejo sería la encargada de acompañar a Beth a un destino tranquilo, en el que podría disfrutar del aire libre y dejar que la fresca brisa del mar pusiese un toque de color en sus pálidas mejillas.
No eligieron un lugar de moda y, aunque había personas muy agradables, las dos jóvenes prefirieron no hacer vida social y pasar el tiempo a solas. Beth era demasiado tímida para disfrutar en compañía de desconocidos, y Jo estaba demasiado volcada en su hermana para prestar atención a nadie más. Así pues, ambas lo eran todo para la otra, iban y venían, ajenas a la curiosidad que despertaban entre quienes las rodeaban, personas que observaban con compasión a la pareja de hermanas, una fuerte, la otra, frágil, que iban siempre juntas a todas partes como si presintiesen que no tardaría en imponerse una larga separación.
Ambas lo intuían, aunque ninguna decía nada, porque, a menudo, entre nosotros y nuestros queridos existe una última barrera difícil de franquear. A Jo le parecía que era como si un velo se interpusiese entre su corazón y el de Beth pero, cuando alargaba la mano para retirarlo, tenía la impresión de que en aquel silencio había algo sagrado que la llevaba a esperar que Beth hablase por iniciativa propia. Le extrañaba —y también agradecía— que sus padres no parecieran ver lo que ella veía. En el transcurso de aquellas tranquilas semanas, en las que la sombra se cernía cada vez con mayor contundencia sobre ella, no comentó nada a su familia, consciente de que todos se darían cuenta cuando viesen que Beth volvía a casa sin experimentar mejoría alguna. Se preguntaba si su hermana sería consciente de la triste verdad y qué pensamientos cruzarían por su mente durante las largas horas que pasaba tumbada en las cálidas rocas, con la cabeza en el regazo de Jo, mientras soplaba la saludable brisa y el mar componía música a sus pies.
Un día, Beth habló. Jo pensó que su hermana dormía porque estaba muy quieta, dejó a un lado su libro y se la quedó mirando con melancolía, buscando algún rastro de color en las mejillas de Beth que le devolviese en parte la esperanza. Pero no encontraba nada que la consolara; tenía el rostro más delgado y las manos parecían demasiado débiles para sujetar incluso las pequeñas conchas rosadas que habían recogido en la playa. En ese punto, comprendió con amargura que Beth se alejaba, llevada por la corriente, y sus brazos se tensaron instintivamente, como para retener su preciado tesoro. Las lágrimas le empañaron los ojos y se le nubló la vista; cuando se las enjugó, encontró a Beth mirándola de frente con tal ternura que las palabras que pronunció estaban de más:
—Jo, querida, me alegra que lo hayas descubierto. He querido decírtelo varias veces, pero no sabía cómo hacerlo.
Por toda respuesta, Jo abrazó a su hermana y no derramó ni una sola lágrima porque, cuando estaba verdaderamente conmovida, era incapaz de llorar. En ese momento, la más débil era Jo y Beth trataba de consolarla abrazándola y susurrando palabras de ánimo en su oído.
—Hace mucho que lo sé, querida, y ahora que ya estoy hecha a la idea no me resulta tan duro pensar en ello o hacerle frente. Intenta verlo de ese modo y no te preocupes por mí, porque es mejor así. De verdad que sí.
—Beth, ¿era eso lo que te afligía tanto en otoño? ¿No lo habrás sentido desde entonces y guardado el secreto tanto tiempo, verdad? —preguntó Jo. Se negaba a ver o afirmar que era «mejor así», pero le alegraba saber que Laurie no era la causa del dolor de Beth.
—Sí, en aquel momento perdí la esperanza, pero no era capaz de asumirlo. Me dije que serían imaginaciones mías y que no debía preocupar a nadie. Pero cuando te vi a ti tan bien y tan fuerte, llena de planes felices, me entristeció comprobar que nunca podría ser como tú y eso me hizo sentir muy mal, Jo.
—¡Oh, Beth, y no me dijiste nada! ¿Por qué no querías que te ayudase y te consolase? ¿Cómo pudiste dejarme al margen y lidiar con todo eso tú sola?
El tono de Jo era de tierno reproche y le dolía el alma al pensar en la batalla que Beth había librado sola mientras se hacía a la idea de que debía despedirse de la salud, el amor y la vida y cargar su cruz con buen ánimo.
—No sé si me equivoqué, pero mi intención era buena. No estaba segura y, como nadie comentaba nada, confié en que fueran imaginaciones mías. Hubiese sido muy egoísta por mi parte asustaros cuando Marinee estaba tan preocupada por Meg, Amy en el extranjero y tú tan feliz con Laurie, o por lo menos eso pensaba yo entonces.
—Y yo creí que tú estabas enamorada de él, Beth, y me alejé porque no podía… —exclamó Jo, contenta de poder decir la verdad.
Beth la miró tan perpleja que, a pesar del dolor, Jo no pudo evitar sonreír y añadir con dulzura:
—Entonces, ¿no estabas enamorada de él, querida? Yo imaginaba que sí y te suponía sufriendo por amor todo este tiempo.
—¡Oh, Jo! ¿Cómo iba a quererle si él estaba tan loco por ti? —preguntó Beth, con la inocencia de una niña—. Claro que le quiero mucho, se porta bien conmigo, es imposible no apreciarle, Pero siempre será como un hermano para mí. De hecho, me encantaría que algún día lo fuese de verdad.
—Pues no será por mí —aseguró Jo con firmeza—. La única que queda es Amy. Creo que se llevarían bien, pero no tengo ánimo para pensar en esas cosas ahora. Lo único que me preocupa ahora es tu futuro, Beth. Tienes que reponerte.
—¡Me encantaría! ¡No sabes cuánto! Lo intento, pero cada día pierdo un poco más de fuerza y comprendo que no la recuperaré jamás. Es como una marea, Jo; cuando crece, va lenta, pero es imparable.
—Pues debemos pararla. Tu marea no puede crecer ahora, eres demasiado joven, ¡solo tienes diecinueve años! Beth, no puedo dejarte marchar. Trabajaré, rezaré y lucharé contra esto. No te dejaré marchar, tiene que existir una manera, no puede ser demasiado tarde. Dios no puede ser tan cruel como para arrancarte de mi lado —exclamó Jo, rebelándose, porque su espíritu era mucho menos piadoso que el de Beth.
La gente sencilla y sincera rara vez habla de su devoción. En lugar de expresarla con palabras, la muestra con sus actos, que influyen en los demás más que una homilía o un sermón. Beth era incapaz de razonar o explicar la forma en que la fe le aportaba valor y paciencia para renunciar a la vida y esperar con buen ánimo la llegada de la muerte. Al igual que un niño confiado, no hacía preguntas y lo dejaba todo en manos de Dios y de la Naturaleza, el Padre y la Madre de todos nosotros, segura de que ellos y solo ellos podrían ensenar y dar fuerza a su espíritu para hacer frente a esta vida y a la que estaba por venir. En lugar de reprender a Jo con sermones píos, la quiso aún más por su apasionada entrega y se aferró más a ese amor humano al que Dios no quiere que renunciemos y que usa para acercarnos más a Él. No podía afirmar: «Me alegro de marcharme», porque valoraba mucho la vida, solo podía llorar y decir: «Lo intentaré con toda mi fuerza», abrazada a Jo, mientras aquella primera ola de amargura y profunda pena rompía sobre ambas.
Al poco rato, recobrada en parte la serenidad, Beth apuntó:
—¿Hablarás con todos cuando volvamos a casa?
—Creo que se darán cuenta sin necesidad de que diga nada —respondió Jo con un suspiro, porque Beth parecía empeorar de día en día.
—Tal vez no, he oído que los seres que más nos aman suelen ser ciegos ante esta clase de cosas. Si no lo quieren ver, ¿se lo dirás tú por mí? No quiero que haya más secretos y es mejor que estén preparados. Meg tiene a John y a los niños para consolarla, pero tú debes permanecer al lado de papá y mamá. ¿Lo harás, Jo?
—Haré lo que pueda, Beth, pero aún no me resigno. Voy a hacer como si fuesen imaginaciones tuyas y no permitiré que creas que estás peor —dijo Jo tratando de mostrarse animada.
Beth permaneció unos minutos pensativa y luego dijo con una gran calma:
—No sé cómo expresar lo que siento y no me atrevería a intentarlo con nadie que no fueses tú, mi querida Jo. Lo cierto es que siempre he sentido que no viviría mucho tiempo. No soy como vosotras, nunca he hecho planes de futuro. Nunca he pensado en casarme, como hacéis vosotras. La verdad es que siempre me he imaginado como la pequeña Beth, trabajando en casa y sin servir para nada más, Nunca he querido irme lejos y por eso ahora me resulta tan duro dejaros. No tengo miedo, pero sospecho que os echaré de menos desde el cielo.
Jo no podía hablar y, durante varios minutos, solo se oyó el viento soplar y el chapaleteo de la marea al subir. Una gaviota de alas blancas voló cerca de ellas y les llevó un destello de sol en su pecho plateado. Beth la contempló hasta que desapareció en el horizonte, con los ojos encharcados de pena. Un pajarillo gris daba saltitos por la arena de la playa, piando suavemente como para sí, disfrutando del sol y del mar. Se acercó mucho a Beth, la miró con afecto y se fue a colocar sobre una piedra para secar al sol sus alas mojadas. Beth sonrió y se sintió mejor porque el avecilla parecía ofrecerle su amistad y recordarle que el mundo era un lugar acogedor en el que disfrutar.
—¡Qué pajarito más bonito! Es muy dócil, Jo. Me gustan estos pajarillos más que las gaviotas, no son tan hermosos ni tan salvajes, pero parecen felices y saben disfrutar de las pequeñas cosas. El verano pasado solía decir que eran mis pájaros. Mamá decía que le recordaban mucho a mí porque no paran de moverse, les gusta estar junto a la orilla y siempre andan cantando alegremente. Tú eres la gaviota, Jo, fuerte y salvaje, enamorada del viento y de las tormentas, capaz de adentrarse en el mar y vivir feliz en soledad. Meg es la tórtola y Amy es como las alondras que describe en sus cartas, siempre intentando remontarse por encima de las nubes, pero cayendo finalmente en el nido. ¡Querida niña! Es muy ambiciosa, pero tiene un buen corazón y mucha dulzura y, por muy alto que vuele, nunca se olvida de los suyos. Espero volver a verla, pero está muy lejos.
—Volverá en primavera, y estoy segura de que para entonces ya te encontrarás bien y podrás divertirte con ella. Yo ya habré conseguido que te recuperes y tengas mejor color —afirmó Jo. De todos los cambios operados en su hermana, el que más le impresionaba era el que tenía que ver con su forma de hablar. Ya no parecía costarle exteriorizar lo que sentía, y expresaba sus pensamientos como nunca antes había hecho la vergonzosa Beth.
—Jo, por favor, deja de albergar esperanzas. No me voy a recuperar, estoy segura. En lugar de ponernos tristes, ¿no sería mejor que intentáramos pasarlo bien mientras llega el momento? Podemos ser felices porque no sufro demasiado y creo que la marea crecerá serenamente si me ayudas un poco.
Jo se inclinó para besar el rostro sosegado de su hermana y, a partir de ese callado beso, se dedicó en cuerpo y alma al cuidado de Beth.
Tenía razón. Cuando volvieron a casa, no hizo falta decir nada. Su padre y su madre lo vieron de inmediato a pesar de que habían rezado para que se les evitase tal visión. Agotada por el corto viaje, Beth se fue a la cama diciendo lo contenta que estaba de estar nuevamente en casa y, cuando Jo bajó, comprendió que no tendría que pasar por el duro trance de contar el secreto de Beth. Su padre estaba apoyado en la chimenea y ni siquiera se volvió al oírla entrar; su madre, en cambio alargó los brazos como pidiendo ayuda y Jo corrió a consolarla sin tener que pronunciar una sola palabra.
CAPÍTULO 37 - UNA NUEVA IMPRESIÓN
A las tres en punto, todo el que es alguien en Niza sale a dar una vuelta por la Promenade des Anglais, un lugar encantador. Se trata de un ancho paseo, bordeado de palmeras, flores y plantas tropicales que llega, en uno de sus extremos, a la orilla del mar y, por el otro, a una gran avenida llena de hoteles y de chalets que se recortan sobre un fondo lejano de colinas y huertos de naranjos. En el paseo, están representadas muchas naciones, se oye hablar muchas lenguas, se lucen muchos vestidos y, en un día de sol, el espectáculo que ofrece tiene la alegría y el brillo propio del carnaval. Altivos ingleses, animados franceses, sobrios alemanes, guapos españoles, feos rusos, sumisos judíos y despreocupados norteamericanos acuden al lugar a pasear o sentarse, mientras comentan las últimas novedades y critican al famoso de turno desde Ristori hasta Dickens y de Víctor Manuel a la reina de las islas Sandwich. Los medios de transporte son tan variados como la concurrencia y llaman mucho la atención, sobre todo unas carrozas bajas tiradas por unos gallardos potros, con alegres cortinas que impiden que los voluminosos vestidos con volantes de las damas salgan fuera del diminuto habitáculo y unos pequeños pajes encaramados en la parte trasera.
Era el día de Navidad y un joven alto recoma lentamente el paseo con las manos en la espalda y la mirada perdida, como ausente. Parecía italiano, vestía a la inglesa y tenía el aire independiente de los norteamericanos. Esa mezcla llamaba poderosamente la atención de las mujeres y hacía que los dandis de traje negro, pajarita rosa, guantes de ante y flor de naranjo en el ojal con los que se cruzaba se encogiesen de hombros y envidiasen su porte y su altura. Los muchos rostros hermosos que allí había no parecían llamar la atención del joven, que solo levantaba la vista, de vez en cuando, para fijarse en alguna joven rubia o vestida de azul. En el momento que nos ocupa, el joven acababa de salir del paseo y se encontraba en un cruce de calles, indeciso sobre si ir a oír a la banda que tocaba en los jardines públicos o caminar por la playa en dirección a la colina del castillo. El rápido trote de los cascos de unos ponis le obligó a levantar la vista justo cuando un pequeño carruaje pasaba calle abajo, con una única dama en su interior. La dama era una joven rubia vestida de azul. Al verla, el rostro se le iluminó y agitó efusivamente su sombrero, feliz como un niño, al tiempo que corría hacia el carruaje.
—¿Laurie? ¿En verdad eres tú? ¡Pensé que no vendrías nunca! —exclamó Amy, que soltó las riendas y tendió las manos en un gesto que escandalizó sobremanera a una madre francesa, testigo de la escena, que apresuró el paso para que su hija no se contagiase con los malos modos de esos «locos ingleses».
—Me he retrasado un poco, pero prometí pasar la Navidad contigo y aquí estoy.
—¿Cómo está tu abuelo? ¿Cuándo habéis llegado? ¿Dónde os hospedáis?
—Está muy bien. Ayer por la noche. En el Chavrain. Fui a buscarte a tu hotel, pero ya habías salido.
—Mon Dieu! Tengo tanto que contarte que no sé por dónde empezar. Entra y podremos charlar a gusto. Iba a dar un paseo y agradeceré tener compañía. Flo está descansando para tener fuerzas esta noche.
—¿Qué ocurre esta noche, vais a un baile?
—El hotel ofrece una fiesta de Navidad. Hay muchos huéspedes norteamericanos y la han organizado en honor a ellos. Vendrás con nosotras, ¿verdad? La tía estará encantada.
—¡Gracias! ¿Adónde vamos ahora? —preguntó Laurie, que se reclinó y cruzó de brazos, para gran satisfacción de Amy, que esperaba poder conducir ella porque, fusta y riendas en mano, se sentía como una reina.
—Primero he de pasar por el banco a buscar unas cartas, luego iremos a la colina del castillo, a disfrutar de la vista, que es estupenda, y a dar de comer a los pavos reales. ¿Conoces el lugar?
—He estado en varias ocasiones, pero hace años. No me importa volver.
—Bueno, ahora cuéntame algo de ti. Lo último que supe fue que tu abuelo esperaba que volvieses de Berlín.
—Sí, pasé un mes allí y luego me reuní con él en París, que es donde va a pasar el invierno. Allí tiene buenos amigos y mucho con que entretenerse. Yo iré a visitarle y lo pasaremos en grande.
—Es un buen plan —comentó Amy, que tenía la impresión de que algo no terminaba de encajar en Laurie, pero no sabía qué.
—A él le horroriza viajar y yo detesto estar quieto, así que hemos buscado una forma de satisfacer las necesidades de los dos. Así no hay problema. Le veo con frecuencia y disfruta oyéndome narrar mis aventuras, y yo me alegro de que alguien me reciba con los brazos abiertos después de andar perdido un tiempo. Menudo agujero lleno de mugre, ¿no te parece? —añadió con un gesto de disgusto cuando dejaron atrás el bulevar y entraron en la plaza de Napoleón, en la ciudad vieja.
—La mugre tiene su lado pintoresco, no me molesta. El río y las colinas son una delicia y estas callecitas estrechas me encantan. Tendremos que parar para dejar pasar a la procesión. Van a la iglesia de San Juan.
Mientras Laurie contemplaba con desgana la procesión de curas bajo palios, monjas con velos blancos y velas encendidas en las manos y toda una hermandad de azul cantando, Amy le observaba a él y sentía cierto pudor al no reconocer en aquel hombre pensativo al muchacho de semblante alegre que ella conocía. Le pareció más guapo e interesante que nunca. Sin embargo, una vez superado el placer del reencuentro, el aspecto de Laurie volvía a ser el de alguien agotado y sin ánimo; no enfermo o desdichado, sino más maduro y serio de lo que cabía esperar después de un par de años de buena vida. No comprendía qué le había ocurrido y no se atrevió a preguntarle; meneó la cabeza y, una vez que la procesión hubo desaparecido bajo los arcos del puente de Paglioni, en dirección a la iglesia, puso nuevamente en marcha el carruaje.
—Que pensez-vous? —preguntó haciendo alarde de su francés, que, desde que había iniciado el viaje, había mejorado más en cantidad que en calidad.
—Que mademoiselle ha aprovechado bien el tiempo y el resultado es encantador —contestó Laurie, que hizo una reverencia, con la mano en el pecho, y contempló a la joven con admiración.
Ella se sonrojó pero, por algún motivo, aquel piropo no le aportó la genuina satisfacción de aquellos otros elogios, más francos, a los que el muchacho la tenía acostumbrada cuando ambos vivían en casa y coincidían en un día de fiesta. En aquel entonces, él decía algo como «estás estupenda», sonreía dichoso y le daba unas palmaditas en la cabeza. El nuevo tono que empleaba no era de su agrado porque sonaba a indiferencia.
Si por crecer se tiene que volver así, preferiría que fuese siempre un muchacho, pensó, y aunque se sentía extrañamente decepcionada e incómoda, fingió estar alegre y relajada.
Al llegar a Avigdor, encontró varias cartas de casa, por lo que cedió las riendas a Laurie y se dedicó a disfrutar de la lectura, mientras el carruaje recorría el sombreado camino bordeado por plantas verdes y rosales tan floridos como si fuese el mes de junio.
—Mamá dice que Beth no se encuentra nada bien. A menudo pienso que debería volver, pero todos me alientan a quedarme; les hago caso porque soy consciente de que nunca volveré a tener una oportunidad como esta —comentó Amy mirando muy seria una de las hojas de la carta.
—Creo que estás en lo cierto. En casa no podrías hacer nada y todos se sienten mejor sabiendo que estás bien, eres feliz y te diviertes, querida.
Al decir esto, se acercó un poco y volvió a parecer el Laurie de siempre. Amy sintió que el miedo que a veces pesaba sobre su corazón disminuía porque la mirada del joven, sus gestos y aquel «querida» la hicieron sentir que, de ocurrir algo malo, no estaría sola en un país extraño. Al poco rato, reía mientras mostraba a Laurie una caricatura de Jo con su «traje de escribir», el lazo bien erguido sobre el gorro y la siguiente frase saliendo de su boca: «¡Genio en plena ebullición!».
Laurie sonrió, lo cogió y lo guardó en el bolsillo de su abrigo «para que no se lo llevase el viento», y escuchó con interés a Amy, que, muy animada, leyó en voz alta una carta.
—Esta sí que es una buena Navidad para mí: por la mañana, los regalos; por la tarde, tu presencia y estas cartas, y por la noche, una fiesta —dijo Amy cuando llegaron a las ruinas del viejo fuerte y un grupo de espléndidos pavos reales acudió a su encuentro y esperó dócilmente a que les diesen de comer. Mientras Laurie repartía migas a las magníficas aves, Amy reía sentada en un banco cercano. El joven la observó, como ella había hecho con él, movido por la curiosidad natural de descubrir los cambios provocados por el tiempo y la ausencia. Lo que encontró no le causó decepción o desconcierto, sino agrado y admiración, porque, excepción hecha de una ligera afectación en el habla y los modales, la muchacha seguía siendo tan atractiva y grácil como siempre, con ese plus indescriptible que, aplicado al vestir y al porte, llamamos «elegancia». Amy, que siempre había sido muy madura para su edad, había ganado aplomo tanto en la forma de conducirse como en la conversación, por lo que daba la impresión de ser una mujer con más mundo del que en realidad tenía. Su antiguo malhumor asomaba de vez en cuando, su fuerte personalidad seguía muy presente y el barniz extranjero no había hecho mella en su franqueza natural.
Laurie no se dio cuenta de todo eso mientras observaba cómo daba de comer a los pavos reales, pero apreció lo suficiente para sentirse satisfecho e interesado, y guardó en la memoria aquella escena protagonizada por una joven de rostro resplandeciente bañada por la luz del sol, que destacaba el suave color de su vestido, el tono sonrosado de sus mejillas y el dorado brillo de su cabello.
Cuando estaban a punto de alcanzar la meseta pedregosa que coronaba la colina, Amy le hizo una señal con la mano, como si le invitase a visitar su rincón favorito, y comentó señalando aquí y allí:
—¿Recuerdas la catedral y el Corso, los pescadores echando sus redes en la bahía y esa adorable carretera que conduce a Villa Franca, la que fue casa de Schubert, que queda justo allí debajo? Y lo mejor de todo, ¿ves esa pequeña mancha que asoma en el mar? ¡Es la isla de Córcega!
—Sí, lo recuerdo todo muy bien, apenas ha cambiado —contestó él sin mucho entusiasmo.
—¡Lo que daría Jo por ver esa famosa mancha! —dijo Amy, que se sentía de buen humor y tenía ganas de verle a él más animado.
—Sí —dijo él por toda respuesta, pero se volvió y miró hacia la isla con más pasión de la que hubiese puesto el propio Napoleón.
—Echa un buen vistazo en su nombre y luego cuéntame en qué has andado ocupado todo este tiempo —propuso Amy, y tomó asiento con ganas de iniciar una conversación.
Sin embargo, aunque él se sentó junto a ella, no consiguió que le dijera nada de interés. El joven contestaba vagamente a sus preguntas y lo único que sacó en claro fue que había estado recorriendo Europa y que había llegado hasta Grecia. Ese vano intento de comunicación se prolongó casi una hora; luego regresaron a casa, Laurie saludó a la señora Carrol y se marchó, no sin antes prometer que volvería por la noche.
Amy se acicaló especialmente para la velada. El tiempo y la ausencia habían hecho mella en ambos; ella veía a su viejo amigo bajo un nuevo prisma, ya no era «nuestro chico» sino un apuesto y agradable joven por el que sentía el deseo natural de agraciar. Sabía bien cómo sacar partido a su atractivo y lo hizo con ese gusto y habilidad que constituyen la verdadera fortuna de una joven sin recursos pero hermosa.
Como el tul no era caro en Niza, eligió esta tela para cubrirse aquella noche y, de acuerdo con la costumbre inglesa que indica que las jóvenes solteras han de vestir ropa sencilla, escogió un traje discreto y se adornó con flores naturales, algo de bisutería y unos complementos elegantes pero nada caros que lucían mucho. Hay que reconocer que, en el caso de Amy, a veces la artista le ganaba la partida a la mujer y apostaba por peinados extravagantes, poses estatuarias y telas sofisticadas. Pero todos tenemos defectos y no es difícil perdonar las debilidades de una joven que alegra la vista con su encanto y nos hace sonreír con su ingenua vanidad.
Quiero que me vea estupenda y que lo comente a todos cuando vuelva a casa, pensó Amy mientras se ponía un viejo vestido blanco de seda de Flo y lo cubría con un chal de tul que, al destacar el blanco de sus hombros y el dorado de su cabello, creaba un efecto de lo más artístico. Después de intentar recoger sus gruesos bucles y rizos en un mono en la nuca, tuvo el acierto de dejarse la melena suelta.
«No es lo que se lleva, pero me favorece y no puedo ir hecha un espantajo», solía decir cuando le recomendaban que se hiciese trenzas, se rizase o se ahuecase el pelo, como mandaba la moda.
Como no tenía adornos lo bastante buenos para la ocasión, decoró las faldas de lana con azaleas y enmarcó sus blancos hombros con delicadas hojas de vid. Le vinieron a la memoria sus botas teñidas y repasó satisfecha sus femeninos zapatos blancos de satén, tras lo cual bajó a la sala admirando su aristocrático calzado.
El abanico nuevo hace juego con las flores, los guantes son un primor y el encaje del pañuelo de la tía da el toque final al vestido. ¡Ojalá tuviese una nariz más regia! Entonces sería la mujer más feliz, se dijo mientras echaba un último vistazo a su aspecto, con una vela en cada mano.
A pesar de su preocupación, estaba especialmente hermosa y elegante. La joven solía caminar acompasadamente, casi nunca corría, no iba con su estilo, pensaba. Como era alta, consideraba que el aire que mejor le iba no era el de muchacha deportista o enérgica sino el de dama majestuosa, como la diosa Juno. Mientras esperaba a Laurie, recorrió el salón de un extremo a otro; aunque en una ocasión, se detuvo bajo la lámpara de araña porque se dijo que su cabello brillaría más, pero luego lo pensó mejor y se fue a un rincón, como si se avergonzase de lo infantil de su deseo de causar una buena impresión. Y fue un acierto, ya que Laurie entró sin hacer ruido y la vio de pie, junto a una ventana, con la cabeza medio vuelta, recogiéndose la falda con una mano, y al ver su figura esbelta y vestida de blanco contra las cortinas rojas le pareció una escultura bella y perfecta.
—¡Buenas noches, Diana! —saludó Laurie con esa expresión de satisfacción que a Amy tanto le gustaba ver en sus ojos cuando la miraba.
—¡Buenas noches, Apolo! —repuso sonriendo a su vez, porque él también estaba especialmente impresionante, y la idea de entrar en la sala de baile del brazo de un hombre tan encantador hizo que se apiadase de las cuatro señoritas Davis.
—Aquí tienes tus flores, las he preparado yo mismo teniendo en cuenta que no te gustan lo que Hannah llama «floripondios» —explicó Laurie tendiéndole un delicado ramillete en un elegante soporte que ella quería desde que lo vio en el escaparate de Cardiglia.
—¡Qué amable eres! —exclamó agradecida—. De haber sabido que vendrías, habría encargado flores para ti, aunque, claro, no serían tan hermosas como estas.
—Gracias, no están todo lo bien que deberían, pero en tus manos, mejoran —repuso él mientras le colocaba una pulsera de plata en la muñeca.
—¡Por favor, no lo hagas!
—Pensé que te agradaría.
—No, viniendo de ti; prefiero que te comportes con la naturalidad de siempre.
—¡Me alegra oírte decir eso! —dijo él con alivio. Después, abotonó los guantes de Amy y preguntó si llevaba la corbata bien puesta, tal y como solía hacer cuando iban a alguna fiesta en casa.
La gente que se reunió aquella noche en la salle à manger era de lo más variopinta, como solo en Europa se encuentra. Los hospitalarios anfitriones norteamericanos habían invitado a todos sus conocidos en Niza y, como no tenían nada en contra de los títulos, se habían asegurado la presencia de unos cuantos nobles que diesen brillo a su fiesta de Navidad.
Un príncipe ruso aceptó sentarse en un rincón durante una hora y charlar con una mujer muy gorda que vestía como la madre de Hamlet, con un traje de terciopelo negro y una gargantilla de perlas pegada a la barbilla. Un conde polaco de ochenta años se dedicó en cuerpo y alma a conquistar mujeres que lo consideraban «un hombre fascinante», y un noble alemán que había aceptado la invitación exclusivamente por la cena recorría la sala en busca de algo que devorar. El secretario privado del barón Rothschild, un judío de nariz grande y botas estrechas, sonreía a todo el mundo y aprovechaba el halo mágico que le otorgaba el nombre de su protector; un francés robusto que conocía al emperador había acudido a la fiesta porque le encantaba bailar, y lady de Jones, una dama inglesa, había llevado consigo a sus ocho hijos. Por supuesto, en la fiesta había jovencitas norteamericanas, ligeras de pies y de voz chillona, muchachas británicas, hermosas y lacias, y unas cuantas demoiselles francesas sencillas pero atractivas. No faltaba el habitual cortejo de jóvenes caballeros viajeros que se divertían a sus anchas mientras madres de todas las nacionalidades, alineadas contra la pared, sonreían complacidas al verles bailar con sus hijas.
Cualquier jovencita podrá imaginar cómo se sentía Amy aquella noche al entrar en la sala de baile del brazo de Laurie. Sabía que estaba radiante y no solo le encantaba bailar, sino que se podría decir que las salas de baile eran el lugar natural para sus pies, así que disfrutaba de esa deliciosa sensación de poder que embarga a una joven cuando pisa por primera vez un reino nuevo y fascinante en el que será la protagonista absoluta por su belleza, su juventud y su condición de mujer. Sentía pena por las hermanas Davis, que eran poco elegantes, simples y tenían por pareja un adusto padre y tres tías solteronas aún más adustas. Cuando pasó ante ellas, las saludó e hizo una reverencia amable, con lo que las jóvenes pudieron admirar su vestido mientras se preguntaban quién sería su distinguido acompañante. Una vez que la banda empezó a tocar, a Amy se le encendió el rostro, se le iluminaron los ojos y empezó a mover, impaciente, los pies. Era consciente de lo bien que bailaba y ardía en deseos de mostrárselo a Laurie, Por ello, es más fácil comprender que describir la profunda decepción que se apoderó de ella cuando él dijo sin demasiado entusiasmo:
—¿Quieres bailar?
—¡Es lo que se suele hacer en un baile!
La mirada de sorpresa de la joven y su rápida respuesta hicieron a Laurie comprender que había cometido un error, y corrió a enmendarlo.
—Me refería a si me concedías el primer baile. ¿Me harás ese honor?
—Para bailar contigo tendré que declinar la invitación del conde. Es un bailarín maravilloso, pero seguro que lo comprende porque sabe que somos viejos amigos —dijo Amy, segura de que mencionar al conde le serviría para que Laurie la tomara más en serio.
Sin embargo, lo único que consiguió oír de boca de Laurie fue lo siguiente:
—Es un buen muchacho, pero algo bajo para acompañar a «una hija de dioses, divinamente alta y más divinamente rubia».
Como se encontraban en un ambiente inglés, a Amy no le quedó más remedio que guardar el decoro, aunque tenía ganas de bailar la tarantela con brío. Laurie la dejó en manos del «buen muchacho» y fue a saludar a Flo sin preocuparse de garantizar futuros bailes con Amy, y esta, en justo castigo a su reprochable falta de previsión, se comprometió hasta la hora de la cena, momento en que estaba dispuesta a ablandarse si él daba muestras de arrepentimiento. Cuando él fue tranquilamente hacia ella —en lugar de correr, como era deseable— y le pidió que le concediese el próximo baile, una estupenda polca, Amy le mostró orgullosa su carnet de baile completo; las educadas excusas del muchacho no lograron ablandarla y, mientras daba saltos por la sala con el conde, vio que Laurie se sentaba junto a su tía con cara de alivio.
Aquel gesto le pareció imperdonable y optó por no hacerle caso durante un buen rato, incluso cuando iba junto a su tía a descansar no intercambiaba con él más de un par de palabras. Sin embargo, ocultar su enfado tras una sonrisa surtió mucho más efecto, porque parecía más alegre y deslumbrante que nunca. Laurie la miraba embelesado porque Amy no brincaba o deambulaba como otras, sino que bailaba con auténtica gracia y disfrutaba de ese delicioso pasatiempo que debería ser, para tocios, la danza. La estudió bajo esa nueva perspectiva y, cuando había transcurrido media velada, se dijo que la pequeña Amy se iba a convertir en una mujer encantadora.
La reunión resultó muy animada porque el espíritu festivo se apoderó de todos enseguida y la alegría navideña iluminaba rostros, alegraba corazones y ponía alas en los pies de los bailarines. Los músicos tocaban el violín, el piano y la percusión como si realmente disfrutasen, todos cuantos sabían bailar lo hicieron, y los que no, admiraron al resto con un deleite poco habitual. Las Davis oscurecían el ambiente y las Jones brincaban como torpes jirafas. El famoso secretario cruzó la sala como un meteorito, acompañado de una impresionante dama francesa que fue barriendo el suelo con la cola de su vestido de satén rosa. El alemán hambriento encontró la mesa de la comida y pasó el resto de la fiesta feliz, devorando sin parar todo el menú, para consternación de los camareros que lo observaban. El amigo del emperador se cubrió de gloria porque bailó con toda mujer que se puso en su camino, la conociese o no, y no dudaba en intercalar piruetas imprevistas cuando se inspiraba. El arrojo juvenil de aquel hombre mayor era digno de verse, porque, aunque tenía que guiar a su pareja, se movía como una pelota de un sitio para otro. Corría, volaba y hacía cabriolas con el rostro encendido, la calva brillante y la cola de su chaqueta moviéndose sin parar. Sus zapatos se movían a tal velocidad que parecían volar y, cuando la música terminaba, se secaba el sudor de la frente y sonreía satisfecho a sus amigos como un Pickwick francés sin gafas.
Amy y su compañero tenían ese mismo entusiasmo, pero mucha más gracia y agilidad. Sin pretenderlo, Laurie se quedó prendado del rítmico movimiento de los zapatos blancos, que volaban infatigables, como si tuviesen alas. Cuando el bajito Vladimir la dejó al fin, tras asegurar que sentía tener que abandonarla tan pronto, Amy se dispuso a descansar y a observar qué tal le había sentado el castigo a su cobarde caballero.
Había dado resultado porque, a los veintitrés, la vida social es un bálsamo para la frustración y verse rodeado de belleza, luz, música y movimiento hace que el entusiasmo crezca, la sangre se altere y el ánimo se eleve. Cuando se levantó para que ella se sentara, Laurie dio muestras de haber recibido un primer aviso, y, cuando a continuación corrió a traerle algo de cena, ella sonrió satisfecha y dijo para sus adentros: Sabía que le vendría bien.
—Pareces la «Femme peinte par elle-même» de Balzac —comentó Laurie mientras la abanicaba con una mano y le sujetaba la taza de café con la otra.
—Este colorete no es postizo —repuso Amy, y tras frotar su brillante mejilla mostró el guante blanco con tal solemnidad que el joven no pudo evitar soltar una carcajada.
—¿Cómo se llama esta tela? —preguntó cogiendo un pliegue del chal que caía sobre su rodilla.
—Gloria.
—Un nombre muy adecuado. Es muy bonita. Es nueva, ¿verdad?
—Es tan vieja como el mundo, se la habrás visto puesta a docenas de chicas y ¡no te has dado cuenta de lo bonita que era hasta ahora… stupide!
—Es porque no la había visto nunca en ti, de ahí mi error.
—No sigas, te lo prohíbo. Prefiero que me traigas más café a que me piropees. Me pone nerviosa verte gandulear.
Laurie se levantó cual rayo y cogió obedientemente la taza vacía. Experimentaba un extraño placer al cumplir las órdenes de la «pequeña Amy», que, superada la timidez inicial, sentía el deseo irrefrenable de tratarle sin miramientos, como gusta hacer a las muchachas cuando ven que algún señor da alguna muestra de sometimiento.
—¿Dónde has aprendido a actuar de este modo? —preguntó él con una mirada burlona.
—Dado que «de este modo» es una expresión bastante imprecisa, ¿me podrías aclarar a qué te refieres? —rogó Amy, quien, a pesar de saber perfectamente a qué se refería, sentía el pícaro deseo de verle expresar lo inexpresable.
—Bueno, me refiero a todo un poco… a tu estilo, a tu serenidad… a la gloria… la tela esa, ya sabes. —Laurie se echó a reír, dándose por vencido, y aprovechó aquel nuevo término para salir del apuro.
Amy estaba satisfecha pero, por supuesto, no dio muestras de ello y apuntó con coqueta timidez:
—Lo queramos o no, vivir en el extranjero enseña mucho. Yo me he dedicado tanto a estudiar como a divertirme, y en cuanto a esto —añadió señalando el vestido con un gesto—, el tul es una tela barata, las flores se consiguen por nada y estoy acostumbrada a sacar partido de lo poco que tenga a mí alcance.
Amy de inmediato se arrepintió de haber pronunciado la última frase, temía que no fuera un comentario de buen gusto, pero Laurie la quiso aún más por haberlo dicho. Admiraba y respetaba a aquella joven que había tenido la paciencia y el valor de sacar el máximo partido a las oportunidades y el ánimo de suplir con flores la falta de medios económicos. Aunque Amy no sabía a qué se debía que Laurie la mirara con tanta ternura, apuntase su nombre en su carnet de baile y le dedicase toda clase de atenciones durante el resto de la velada, lo cierto es que tan agradable cambio era el resultado de una nueva impresión que ambos sintieron sin ser conscientes de ello.
CAPÍTULO 38 - SALIRSE DEL MUNDO
En Francia, las muchachas se aburren mucho hasta que se casan, momento en el que «Vive la liberté» pasa a ser su consigna. Como todo el mundo sabe, en Norteamérica las muchachas firman primero su declaración de independencia y disfrutan de la libertad con republicano entusiasmo, pero, cuando se casan, abdican en favor de su primer vástago y viven más encerradas que una monja de clausura francesa, aunque, eso sí, sin el voto de silencio. Les guste o no, lo cierto es que, una vez superada la emoción de la boda, la mayoría de las jóvenes recién casadas quedan prácticamente arrinconadas y, como hacía recientemente una hermosa mujer que conocemos bien, comentan con lástima: «Estoy más guapa que nunca, pero nadie se fija en mí porque estoy casada».
Al no ser la reina de ningún baile ni una dama elegante, Meg no conoció esa pena hasta que sus hijos cumplieron un año, porque en su pequeño universo imperaban costumbres ancestrales que la hacían sentirse más admirada y amada que nunca.
Como era una joven muy femenina y tenía un instinto maternal muy fuerte, se dedicaba en cuerpo y alma a sus hijos, excluyendo toda otra actividad y relación. Los atendía como una gallina empolla, día y noche, con incansable entrega y ansia, y había abandonado el cuidado de John en las tiernas manos del servicio —en aquel momento, la intendencia corría a cargo de una criada irlandesa—. John, que era un hombre muy hogareño, echaba de menos las atenciones a las que su mujer le tenía acostumbrado pero, como adoraba a sus dos hijos, aceptaba de buen grado sacrificar, temporalmente, su comodidad porque, en una clara muestra de ingenuidad masculina, estaba convencido de que el agua no tardaría en volver a su cauce. Sin embargo, tres meses después del nacimiento de los niños, todo seguía igual. Meg estaba cansada y nerviosa —los niños consumían todo su tiempo—; la casa, descuidada, y Kitty, la cocinera, que se tomaba las cosas con calma, le tenía prácticamente a dieta. Por la mañana, John salía de casa abrumado por el sinfín de pequeños encargos que le hacía la cautiva mamá. Si por la noche volvía contento, ansioso por abrazar a su familia, su mujer le recibía con un «Chist, los niños han pasado un mal día y acaban de dormirse». Si proponía hacer algo entretenido en casa, Meg respondía: «No, que molestaríamos a los niños». Si insinuaba que fuesen a una conferencia o un concierto, recibía una mirada de reprobación y una respuesta tajante: «¿Dejar a mis hijos para ir a divertirme? ¡Jamás!». Entre el llanto de los niños y las idas y venidas silenciosas de una figura fantasmagórica que velaba en las noches, John ya no recordaba lo que era dormir de un tirón. Tampoco le era posible comer sin interrupciones, pues su temperamental compañera le dejaba solo al menor atisbo de gorjeo de los pajarillos que ocupaban el nido, escaleras arriba. Y al leer el periódico de la tarde, los cólicos de Demi se mezclaban con los embarques, y las caídas de Daisy afectaban al precio de las acciones, porque a la señora Brooke las únicas noticias que le interesaban eran las que tenían que ver con su hogar.
El pobre hombre se sentía muy mal porque sus hijos le habían despojado de su esposa, su hogar se había convertido en una guardería y las constantes peticiones de silencio le hacían sentir como un bárbaro profanando un recinto sagrado. Durante los primeros seis meses, soportó estoicamente la situación pero, al no apreciar signos de mejora, hizo lo que muchos otros padres exiliados: fue a buscar consuelo en otro lugar. Como Scott se había casado y vivía relativamente cerca de allí, John se acostumbró a visitarle durante un par de horas cada tarde, aprovechando el momento en que en la sala de estar de su casa no había nadie y su esposa estaba atareada cantando nanas que parecían no tener fin. La señora Scott era una joven alegre y bonita, cuya única ocupación era mostrarse encantadora, meta que cumplía con gran acierto. La sala de su casa estaba siempre bien iluminada y resultaba muy acogedora, con el tablero de ajedrez preparado, el piano afinado, una charla animada y una cena ligera presentada de forma tentadora.
De no haberse sentido tan solo, John habría preferido estar junto al hogar de su chimenea pero, tal y como estaban las cosas, agradecía la oportunidad que le brindaban sus vecinos.
Al principio, Meg no tuvo inconveniente en aceptarlo y sintió cierto alivio al saber que John pasaría un buen rato en lugar de dormitar en la sala o dar vueltas por la casa haciendo ruido y despertando a los niños. Sin embargo, con el tiempo, cuando los problemas de dentición de sus hijos fueron cosa del pasado y los pequeños dioses empezaron a dormir a horas más adecuadas, lo que permitía a mamá un mayor descanso, empezó a echar de menos a John; el cesto de labores no era compañía suficiente si él no estaba allí, frente a ella, con su bata vieja, cómodamente instalado ante la chimenea, chamuscándose las zapatillas en el guardafuegos. No estaba dispuesta a pedirle que se quedase con ella, en casa, pero se sentía ofendida por el hecho de que él no lo hiciese sin que se lo solicitase, olvidando las muchas veladas que él la había aguardado en vano. Estaba nerviosa y cansada, y de tanto atender y cuidar a otros cayó en ese estado de ánimo que puede afectar a la mejor de las madres cuando el cuidado de la familia se convierte en una pesada carga, el deseo de moverse les roba el buen humor y la excesiva pasión por esa flaqueza de las mujeres norteamericanas que es la tetera las lleva a estar más alteradas que nunca.
«Sí —decía mirándose en el espejo—, me estoy volviendo vieja y fea. John ya no me encuentra atractiva y por eso deja de lado a su marchita mujer y se va a disfrutar de su bonita vecina, que no tiene tantas obligaciones. En fin, los niños me quieren; no les importa si estoy delgada y pálida, o si no tengo tiempo para arreglarme el cabello. Ellos son mi consuelo y algún día John comprenderá que merecía la pena sacrificarse por ellos. ¿Verdad que sí?».
Daisy contestaba a la dramática pregunta de su madre con un gorjeo, o bien era Demi quien respondía con un gritito, tras lo cual Meg dejaba a un lado los lamentos y se daba un festín maternal que le permitía olvidar, por un tiempo, su soledad. Sin embargo, a medida que John se interesaba cada vez más por la política y que sus visitas a Scott para discutir asuntos de interés se alargaban, sin tener en cuenta que Meg le necesitaba, el dolor de la joven esposa crecía. Aun así, no dijo nada a nadie hasta que, un día, su madre la encontró hecha un mar de lágrimas e insistió en que le contara la causa, porque llevaba tiempo observando a su hija y sabía que algo la preocupaba.
—Mamá, no podría compartir esto con nadie más, pero en verdad necesito un consejo, porque si John sigue así seré como una madre viuda —explicó la señora Brooke, con aire dolido, mientras se secaba las lágrimas con el babero de Daisy.
—¿Seguir cómo, querida? —preguntó la madre, inquieta.
—Se pasa el día fuera de casa y, por la noche, cuando quiero verle, está siempre de visita en casa de los Scott. No es justo que yo me ocupe de las tareas más duras y no pueda divertirme nunca. Todos los hombres son unos egoístas, hasta el mejor de ellos.
—Lo mismo podría decirse de las mujeres. No juzgues a John hasta que hayas comprendido en qué has errado tú.
—Pero desatenderme no tiene justificación alguna.
—¿Acaso no le has desatendido tú antes?
—¡Mamá, por favor! ¡Pensé que estabas de mi parte!
—Por supuesto que lo estoy, querida, pero creo que la culpa de lo que ocurre es tuya.
—No te entiendo.
—Deja que te lo explique. ¿Acaso John te «desatendía», como tú dices, cuando pasabas con él su único momento de ocio, es decir, las tardes?
—No, pero ahora no puedo estar tanto por él, mamá, tengo dos hijos a los que atender.
—Yo creo que podrías combinarlo todo, querida. Es más, creo que deberías hacerlo. ¿Te puedo ser franca sin que olvides que soy tu madre y te quiero?
—Por supuesto, mamá, háblame como si siguiese siendo tu pequeña Meg. Últimamente siento que necesito más que nunca que alguien me enseñe, porque los niños dependen de mí para todo.
Meg acercó la silla a la de su madre y, con un niño en el regazo de cada una, las dos mujeres se mecieron y charlaron animadamente, como si el hecho de ser ambas madres las uniese más que nunca.
—Has cometido un error muy frecuente en las jóvenes esposas, que es olvidar al marido por el cuidado de los niños. Es comprensible y natural, Meg, pero te recomiendo que pongas remedio antes de que la distancia entre ambos sea insalvable. Los hijos deben servir para unir a los padres, no para separarlos. No te comportes como si fuesen solo tus hijos y John no tuviese nada que ver con ellos. Llevo semanas observando lo que pasa, pero no he querido decir nada hasta que fuese el momento oportuno.
—Tengo miedo de no poder arreglarlo. SÍ le pido que se quede en casa, pensará que estoy celosa y se lo tomará como un insulto a su persona. No entiende que quiero estar con él, y no encuentro las palabras para explicárselo.
—Pues haz que vuestra casa sea tan acogedora que no tenga ganas de marcharse. Querida, él está deseando permanecer en su hogar, pero esta casa, sin ti, no es un hogar, y tú siempre estás en la habitación de los niños.
—¿No debería estar allí?
—No siempre. Pasar tanto tiempo encerrada te altera los nervios y, entonces, no estás en condiciones para casi nada. Además, te debes tanto a John como a los niños. No descuides a tu marido por tus hijos. No le pidas que se calle y salga de la habitación de los niños, enséñale a que te ayude. Su presencia es tan importante como la tuya, los niños también le necesitan. Muéstrale qué puede hacer y lo hará encantado y lleno de buena voluntad. Eso os beneficiará a todos.
—¿Lo crees de verdad, mamá?
—Sé que es así, Meg, porque lo he comprobado. Rara vez doy un consejo si no he tenido ocasión de probar su validez. Cuando tú y Jo erais pequeñas, pasé por lo mismo que tú; sentía que no cumplía con mi deber si no me entregaba por entero a vosotras. Tu pobre padre se dedicó a sus libros después de que yo rechazara todas sus ofertas de ayuda y me dejó que experimentara a mis anchas. Me esforcé cuanto pude, pero Jo era demasiado para mí. Fui tan permisiva con ella que casi la malcrié. Tú no gozabas de buena salud y me volqué en ti hasta que yo misma caí enferma. Entonces, tu padre acudió a mi rescate, se hizo cargo de todo sin perder la calma, me mostró cuan útil podía ser y yo comprendí el error que había cometido. Es algo que no he olvidado y, por eso, siempre cuento con él para todo. Ese es el secreto de nuestra felicidad familiar. Él no permite que su trabajo le mantenga al margen de las obligaciones y preocupaciones de la casa, y yo procuro que mis deberes domésticos no me impidan interesarme por sus metas profesionales. Cada uno se ocupa de sus asuntos pero, en lo referente a la casa, lo hacemos todo juntos siempre.
—Es cierto, mamá. Mi mayor deseo es ser con mi marido y mis hijos lo que tú has sido para nosotras. Muéstrame cómo; haré lo que me digas.
—Siempre has sido una hija muy obediente, querida. Bien, veamos, yo, en tu lugar, dejaría que John participase más en el cuidado de Demi, porque un niño necesita seguir un ejemplo y nunca es demasiado pronto para empezar a formarle. Luego haría lo que te he aconsejado tantas veces; permitir que Hannah te eche una mano. Es un aya estupenda, de modo que puedes dejar a tus preciosos hijos en sus manos y encargarte más de la casa. Tú necesitas más actividad, Hannah agradecerá el descanso y John recuperará a su mujer. Sal más. Tienes que ocuparte de todo sin perder la alegría porque que haya buen ambiente en tu casa depende de ti; si tú te deprimes, los demás no podrán levantar cabeza. Procura interesarte por las cosas que agradan a John, habla con él, pídele que te lea, intercambiad ideas, ayudaos el uno al otro de ese modo. No te encierres en una sombrerera por el hecho de ser mujer, debes conocer qué ocurre en el mundo, formarte para participar en los cambios que se producen, porque te afectan tanto a ti como a los tuyos.
—John es tan inteligente que temo que, si empiezo a hacer preguntas sobre política y esas cosas, llegue a la conclusión de que soy estúpida.
—No creo que eso ocurra. El amor cubre todos los fallos y ¿a quién le puedes preguntar con mayor confianza que a él? Pruébalo y verás cómo tu compañía le resulta mucho más agradable que las cenas de la señora Scott.
—Lo haré. ¡Pobre John! Me temo que le he desatendido demasiado, pero pensaba que hacía lo correcto y él nunca ha protestado.
—Imagino que no quería mostrarse egoísta, pero seguramente se ha sentido muy abandonado. Meg, estáis en ese punto en el que muchos jóvenes matrimonios se distancian y, sin embargo, es cuando más unidos debéis permanecer. La pasión inicial desaparece enseguida si no se lucha por mantenerla y, para unos padres, no hay momento más dulce ni más hermoso que el primer año de sus hijos. No permitas que John sea un extraño para los niños, ya que ellos le ayudarán más que nada a mantenerse a salvo en este mundo de retos y tentaciones, y vuestros hijos os pueden enseñar a conoceros y quereros más el uno al otro. Bueno, querida, he de irme. Piensa en lo que te he dicho y, si te parecen adecuados, sigue mis consejos. ¡Que Dios os bendiga a todos!
Meg reflexionó y decidió poner en práctica los consejos, aunque no fue fácil ni obtuvo los resultados previstos de inmediato. Los niños, que habían entendido hacía tiempo que llorando y pataleando conseguían lo que querían, se comportaban como los reyes de la casa y tiranizaban a su madre. A sus ojos, mamá era una esclava sumisa que les daba todos los caprichos, pero papá no era tan fácil de subyugar y, de vez en cuando, hacía pasar un mal rato a su dulce esposa al tratar de imponer un poco de disciplina a su díscolo hijo. Demi había heredado de su padre la firmeza de carácter —por no decir «testarudez»— y, cuando tomaba una determinación o quería algo, ni el ejército mejor armado podía convencerle de que cambiase de opinión. La madre consideraba que el niño necesitaba aprender a superar su rebeldía, pero el padre era de la opinión de que lo que Demi precisaba era una buena dosis de disciplina. Así pues, el joven caballero Demi no tardó en comprender que, sí se enzarzaba en una lucha con su padre, él llevaba las de perder. Sin embargo, al igual que los ingleses, el niño respetaba más a quienes eran capaces de vencerle y, por ello, las negativas constantes de su padre le impresionaban más que las amorosas atenciones de su madre.
Días después de la conversación con su madre, Meg decidió pasar una velada con John. Encargó una cena especial, ordenó la sala de estar, se arregló para estar guapa y acostó a los niños temprano para que nada interfiriese en su experimento. Pero, por desgracia, Demi estaba radicalmente en contra del hecho de acostarse temprano y escogió aquella noche para desmandarse. Así pues, a la pobre Meg no le quedó más remedio que cantar nanas, acunar, contar cuentos y probar cuantas estrategias para invitar al sueño conocía, todo en vano, porque Demi se negaba a cerrar sus grandes ojos. Cuando la tranquila Daisy llevaba horas durmiendo, el travieso Demi seguía tumbado con los ojos abiertos como platos y —para desesperación de su madre— cara de estar muy despejado.
—Ahora Demi se quedará quieto como un buen niño mientras mamá va abajo a servirle la cena a papá, ¿de acuerdo? —dijo Meg al oír que se abría la puerta del vestíbulo y que sonaban aquellos pasos que tan bien conocía en dirección al comedor.
—¡Yo cena! —exclamó Demi, dispuesto a sumarse a la fiesta.
—No, tú no vas a cenar con nosotros, pero te guardaré un poco de pastel para el desayuno si te duermes como Daisy. ¿Qué te parece, cariño?
—¡Sí! —Dicho esto, Demi cerró los ojos con fuerza, como si quisiese recuperar de golpe todo el sueño atrasado y pudiese así acelerar la llegada del ansiado día siguiente.
Meg aprovechó la ocasión para salir sin hacer ruido y correr escaleras abajo para dar la bienvenida a su esposo, con una gran sonrisa. Se había recogido el cabello con un gran lazo azul porque sabía que era el color favorito de su marido. Cuando él la vio, quedó gratamente sorprendido y comentó:
—Vaya, mamá, qué alegre estás esta noche. ¿Esperas visitas?
—Solo a ti, cariño.
—¿Acaso es nuestro aniversario o el cumpleaños de alguien?
—No, querido, simplemente me he cansado de llevar siempre ropa pasada de moda y me he puesto guapa. Tú siempre te arreglas para cenar, por muy cansado que llegues. ¿Por qué no habría de hacerlo yo también cuando tenga tiempo?
—Yo lo hago por respeto a ti, querida —dijo John, que era un hombre muy tradicional.
—Pues lo mismo digo, señor Brooke. —Meg se echó a reír, con la tetera en la mano, más joven y hermosa que nunca.
—Vaya, qué delicia, es como en los viejos tiempos. Qué té tan bueno, ¡lo beberé a tu salud, querida! —John tomó un traguito feliz y tranquilo. Sin embargo, la calma duró poco, pues, en cuanto dejó la taza sobre la mesa, el pomo de la puerta giró misteriosamente y una vocecita impaciente dijo desde el otro lado:
—Abrí, mí hambre.
—Este niño travieso. Le he dicho que se durmiera, pero aquí está. Ha bajado por las escaleras y va a coger un constipado de andar descalzo —explicó Meg yendo a abrir la puerta.
—Ya es mañana —anunció Demi, con tono alegre, nada más entrar. Llevaba el camisón graciosamente enrollado alrededor de un brazo y los rizos se le movían traviesos mientras daba una vuelta a la mesa mirando con deleite los pastelitos.
—No, aún no es por la mañana. Vuelve a la cama y no le des más disgustos a mamá. Si me obedeces, te daré este pastelito que tiene azúcar por encima.
—Mí quiere papá —dijo el pillo, dispuesto a encaramarse al regazo de su padre y disfrutar de aquella alegría prohibida. Pero John meneó la cabeza y dijo a Meg:
—Si le has dicho que se quede arriba y duerma, tienes que obligarle a que lo haga. De lo contrario, nunca aprenderá a respetarte.
—Sí, tienes razón. ¡Venga, Demi! —Meg acompañó a su hijo arriba, controlando a duras penas las ganas de dar un azote al aguafiestas que brincaba a su lado, convencido de que, una vez en su habitación, le entregarían el soborno.
De hecho, el niño no sufrió desengaño alguno porque la incauta madre le dio el pastelillo, le acostó y le prohibió que diese más paseos aquella noche.
—Sí —prometió Demi, el perjuro, chupando dichoso el azúcar y satisfecho del gran éxito de su primera incursión.
Meg volvió a la sala y la cena transcurrió tranquilamente, hasta que el pequeño fantasma volvió a entrar y descubrió el delito de su madre al pedir:
—Mamá, mí más azúcar.
—No, no lo permitiré —dijo John, reaccionando con dureza ante el pequeño pecador—. No volveremos a tener paz hasta que este malandrín aprenda a irse a la cama como Dios manda. Te has comportado como una esclava durante demasiado tiempo. Dale una buena lección y pon fin a esto. Llévale a la cama y déjale allí, Meg.
—No se quedará, nunca lo hace. Solo se dormirá si me siento a su lado.
—Yo me encargo. Demi, ve arriba y métete en la cama como te ha pedido mamá.
—¡No! —gritó el joven rebelde, que cogió un pastelillo y se dispuso a darle el primer mordisco con tranquila audacia.
—No contestes así a tu padre. Si no vas tú, te llevaré yo.
—Vete, mí no quiere papá —exclamó Demi, que corrió a buscar protección en las faldas de su madre.
El refugio no le sirvió de nada, porque su madre le entregó al enemigo con la consigna «No seas duro con él, John», para gran desesperación del acusado, porque, si su madre le abandonaba a su suerte, entonces el día del juicio final había llegado, Despojado del pastelillo y aguada su fiesta, el niño subió tirado por la fuerte mano de su padre hasta la detestada cama. El pobre Demi, incapaz de controlar su cólera, desafió abiertamente a su padre propinando patadas y lanzando gritos durante todo el trayecto. Cuando John le acostó, se levantó inmediatamente y corrió hacia la puerta, pero su padre le pilló por el extremo del largo camisón y volvió a meterlo en la cama. La escena se repitió varias veces, hasta que el audaz hombrecito se dio por vencido y cambió de estrategia: empezó a llorar a pleno pulmón. Normalmente, esa técnica vocal daba resultados con Meg, pero John se mantuvo firme en el puesto, como si fuese sordo, y Demi no obtuvo ni mimos, ni azucarillos, ni nanas, ni cuentos. De hecho, su padre hasta le apagó la luz, de tal manera que el dormitorio quedó sumido en una profunda oscuridad que solo rompía el rojo del fuego de la chimenea, que Demi contemplaba con más fascinación que miedo. La nueva situación le disgustaba sobremanera y, para mostrarlo, llamaba a su madre con aullidos lastimeros pues, una vez pasada la rabia, el cautivo autócrata recordó con ansia las dulces atenciones de su madre. El plañido que sucedió al airado y ronco llanto le llegó al corazón a Meg que corrió arriba y dijo, en tono de súplica:
—Deja que me quede con él, John; ahora se portará bien.
—No, querida, le he dicho que debe dormirse, como tú le has pedido, y lo hará aunque tenga que quedarme aquí toda la noche.
—Pero se va a poner enfermo de tanto llorar —murmuró Meg, que se sentía culpable por haber abandonado a su hijo.
—No, no lo hará. Está muy cansado y no tardará en caer rendido. Entonces, habremos zanjado el asunto para siempre, porque entenderá que tiene que atenerse a lo que le digamos. No te metas, yo me ocupo.
—Pero es mi hijo y no puedo permitir que lo hagas sufrir con tu severidad.
—También es hijo mío, y no permitiré que lo malcríes con tu excesiva permisividad. Ve abajo, querida, y deja que yo me encargue del niño.
Cuando John empleaba un tono imperativo, Meg siempre obedecía y nunca se arrepentía de hacerle caso.
—John, déjame al menos darle un beso.
—Claro. Demi, da las buenas noches a mamá para que vaya a descansar un poco, porque está agotada de cuidar de ti todo el día.
Meg siempre sostuvo que aquel fue el beso de la victoria porque, después de dárselo, Demi lloró más quedo y permaneció muy quieto en el extremo de la cama, adonde había llegado después de dar muchas vueltas movido por la angustia.
Pobrecillo, ha caído rendido de sueño y de tanto llorar. Le taparé e iré a tranquilizar a Meg, pensó John, y echó un vistazo a la cama esperando encontrar a su pequeño rebelde profundamente dormido.
Pero no fue así. En cuanto sintió a su padre cerca, Demi abrió los ojos como platos, la barbilla le tembló, estiró los brazos y dijo con un hipido de arrepentimiento:
—Mí quiere papá ahora.
Sentada en las escaleras, fuera, Meg estaba intrigada por el largo silencio que había seguido al llanto ronco del niño y, tras imaginar toda clase de accidentes inverosímiles, decidió entrar en el dormitorio y calmar sus miedos. Demi se había quedado dormido, pero no en su postura habitual, con los brazos y las piernas abiertos, sino acurrucado junto al brazo de su padre, al que cogía un dedo, lo que demostraba que, en el último momento, John había decidido combinar firmeza y piedad para ayudar a dormir a su hijo, más triste y sabio una vez aprendida la dura lección. John había aguardado con la paciencia propia de una mujer a que el niño le soltase el dedo pero, mientras aguardaba, él mismo se había dormido, agotado por la lucha con el pequeño y por el esfuerzo de una jornada de trabajo.
Meg se quedó contemplando los dos rostros que descansaban sobre la almohada, sonrió y salió del dormitorio diciéndose satisfecha: Ya nunca volveré a temer que John sea demasiado duro con los niños. Lo cierto es que sabe cómo tratarlos y me será de gran ayuda, porque Demi es demasiado para mí.
Cuando John bajó al fin, seguro de que encontraría a su esposa enfadada y pensativa, se llevó una agradable sorpresa al ver que Meg, que confeccionaba plácidamente un gorro, le recibía alegre y le pedía que le leyese algo sobre las elecciones, si no estaba demasiado cansado. John comprendió que vivía una revolución pero, sabiamente, optó por no hacer preguntas, consciente de que Meg, que era incapaz de guardar un secreto aunque le fuese la vida en ello, no tardaría en descubrirle los motivos del cambio. John leyó un largo debate con la mejor disposición y explicó a su esposa el tema con lúcida claridad, mientras Meg procuraba mostrar un vivo interés y plantear preguntas interesantes, a la par que su mente iba del estado de la nación al estado del gorro que estaba confeccionando. Sin embargo, aunque no dijo nada, negó a la conclusión de que la política era tan desagradable como las matemáticas y que los políticos parecían no hacer nada salvo insultarse los unos a los otros.
Se guardó para sí su femenina percepción del asunto y, cuando John hizo una pausa, meneó la cabeza y dijo, con lo que esperó sonase como diplomática ambigüedad:
—Verdaderamente no sé adónde vamos a ir a parar.
John rio y la miró durante unos segundos, mientras ella colocaba en el gorro un arreglo de tul y flores con un interés que su arenga no había conseguido despertar. Puesto que ella finge interesarse por la política para agradarme, justo es que yo me interese por lo que ella hace, se dijo John. Así pues, comentó:
—Qué bonito. ¿Es un bonete de mañana?
—Querido, ¡es un gorro! Es para ir a conciertos y al teatro.
—Te ruego que me perdones, es tan pequeño que lo he confundido con uno de esos tocados que usas a veces. ¿Cómo consigues que no se caigan?
—Las cintas se sujetan bajo la mandíbula con un botón, así… —Para ilustrar sus palabras, Meg se puso el gorro y miró a su esposo con una satisfacción y serenidad que la hacían irresistible.
—Es un gorro precioso, pero prefiero el rostro que enmarca porque ha recuperado la frescura y la belleza. —Y John besó el rostro sonriente de su esposa e hizo caso omiso del botón de rosa.
—Me alegra que te guste porque quería pedirte que me llevases a un concierto una de estas noches. Necesito un poco de música para entonarme. ¿Te gustaría?
—Por supuesto, lo haré encantado. Iremos a donde te apetezca. Has estado encerrada mucho tiempo. Te sentará bien salir y será un placer para mí. ¿De dónde has sacado esta idea, mamá?
—Bueno, el otro día tuve una charla con mi madre y le conté lo nerviosa, irritable y demás que me encontraba, y ella me comentó que necesitaba un cambio y dejar de preocuparme por todo. Hannah vendrá a echarme una mano con los niños para que yo me pueda ocupar un poco más de la casa y salir a divertirnos de vez en cuando. Así no me volveré una vieja fea y gruñona antes de tiempo. Vamos a probar, John; creo que merece la pena por ti y por mí, porque últimamente te he descuidado mucho y me siento mal por ello. Quiero que nuestra casa vuelva a ser lo que era. Supongo que no tendrás inconveniente, ¿verdad?
No me molestaré en referir la respuesta de John ni cómo el pobre gorro se salvó por los pelos de la ruina. El caso es que John no tuvo inconveniente alguno, habida cuenta de los cambios que, progresivamente, se instalaron en la casa y en la vida de sus habitantes. No es que el hogar se tornara un paraíso, pero todos se sintieron mejor con el sistema de división de labores. El firme y sensato John metió en cintura a los niños, que empezaron a acatar las órdenes de sus padres, y Meg recuperó el ánimo y se tranquilizó gracias a una mayor actividad, más tiempo de ocio y al placer de conversar con su inteligente marido. La casa volvió a ser nuevamente un hogar y John ya no sintió el deseo de salir, salvo en compañía de Meg. Ahora los Scott visitaban a los Brooke y encontraban una casa pequeña pero llena de dicha en la que vivía una familia feliz. Hasta la alegre Sallie Moffat se sentía a gusto allí. «Tu casa es siempre tan tranquila y agradable, Meg; me sienta muy bien venir a verte», solía decir mientras lo miraba todo con curiosidad, como si pretendiese descubrir el secreto para reproducirlo en su gran mansión, llena de magnífica soledad, en la que no vivían niños rebeldes y dichosos, y donde Ned se había hecho un mundo a su medida en el que ella no tenía cabida.
No sería justo decir que John y Meg conquistaron la felicidad conyugal de inmediato, pero sí descubrieron una de sus claves y con el tiempo aprendieron a sacarle partido. Así, cada año de casados profundizaban más en el amor verdadero y en el respeto mutuo, que están al alcance de los más pobres y que ni los más ricos pueden comprar. Esa debería ser la única razón por la que una joven esposa quiera salirse del mundo, para estar a salvo de su febril actividad y cuidar amorosamente de sus hijos, sin permitir que las penas, la falta de dinero o la edad la aflijan; para caminar siempre de la mano de un compañero fiel, en lo bueno y lo malo, y descubrir, como lo hizo Meg, que el reino que mayor felicidad puede aportar a una mujer es su hogar y que saber dirigirlo, no como reina sino como madre y esposa, es, además de un arte, un gran honor.
CAPÍTULO 39 - LAURIE EL PEREZOSO
Aunque Laurie había ido a Niza con la intención de pasar una semana, se quedó un mes. Estaba cansado de viajar solo y la presencia de Amy le hacía sentir como en casa en aquel entorno extranjero. Echaba de menos los mimos de sus vecinas y poder recuperarlos, aunque solo fuera una parte, le agradaba mucho, porque las atenciones de los desconocidos, por halagüeñas que fueran, no se podían comparar con la deliciosa sensación que le producía sentir la adoración de las hermanas March. Amy nunca le había mimado tanto como las demás, pero, dadas las circunstancias, estaba muy contenta de verle y no se separaba de él, como si le considerase el representante de su querida familia, a la que tenía más ganas de volver a ver de lo que se atrevía a admitir. Así pues, era lógico que ambos disfrutasen en compañía del otro y pasasen mucho tiempo juntos, montando a caballo, paseando, bailando o perdiendo el tiempo, porque en Niza nadie puede estar demasiado ocupado durante el verano. Sin embargo, mientras parecían divertirse despreocupadamente, lo cierto es que, aun sin demasiada conciencia, estaban descubriendo cosas y formándose una nueva opinión del otro. Cada día que pasaba, Laurie tenía en más alta estima a su amiga y se valoraba menos a sí mismo. Y ambos sintieron que algo ocurría antes de atreverse a decir nada. Amy quería complacerle y lo conseguía. La joven le agradecía los buenos ratos que pasaban juntos y le correspondía con la clase de servicios que una mujer femenina sabe cómo ofrecer con un encanto indescriptible. Laurie no oponía resistencia, se dejaba llevar con facilidad y procuraba olvidar, diciéndose que todas las mujeres debían ser amables con él puesto que la que él quería había sido tan cruel. No le costaba nada ser generoso y, si Amy hubiese aceptado, le habría regalado toda clase de caprichos y baratijas disponibles en la ciudad… pero, al mismo tiempo, sentía que no podía cambiar la opinión que la joven se estaba formando de él y temía encontrarse con aquellos grandes ojos azules, que le observaban con una sorpresa que tenía parte de triste y parte de desdén.
—Todos han ido a pasar el día a Mónaco, pero yo he preferido quedarme a escribir unas cartas. Ahora ya he terminado y voy a ir a Valrosa a dibujar un rato. ¿Te apetece acompañarme? —preguntó Amy al reunirse con Laurie en un hermoso día, cuando, como de costumbre, él pasó a buscarla a eso de las doce.
—Sí, claro, pero ¿no hace demasiado calor para dar un paseo tan largo? —preguntó él con voz queda, porque, viniendo del calor de la calle, el frescor y la sombra del salón resultaban tentadores.
—Tengo a mi disposición un carruaje pequeño y Baptiste puede conducir, así que lo único que tendrás que hacer es sostener la sombrilla y procurar que no se te manchen los guantes —apuntó Amy, con una mirada sarcástica a los inmaculados guantes de su amigo, que eran su punto débil.
—Entonces, iré encantado. —Dicho esto, el joven tendió la mano para coger el bloc de dibujo, pero ella se lo colocó bajo el brazo y comentó con cierta acritud:
—No te molestes, no me agotaré por llevarlo, y no estoy segura de que pueda decir lo mismo de ti.
Laurie arqueó las cejas y siguió a buen paso a Amy, que bajó corriendo por las escaleras. Una vez en el interior del carruaje, se hizo con las riendas y el pobre Baptiste se limitó a cruzarse de brazos y a dormitar en su puesto.
Nunca llegaban a discutir. Amy no lo hacía por educación y Laurie, por pereza. Así, al cabo de un minuto, el joven asomó la cabeza bajo el ala del sombrero de Amy y la miró inquisitivo; por toda respuesta, ella sonrió, y siguieron el recorrido en una disposición de lo más amistosa.
Era un paseo encantador, por carreteras serpenteantes y con abundantes escenas pintorescas que eran un deleite para la vista. De un antiguo monasterio llegó a sus oídos el canto solemne de los monjes. Un pastor con las piernas al aire, zapatos de madera, sombrero puntiagudo y una chaqueta rústica sobre el hombro estaba sentado sobre una gran piedra, fumando en pipa, mientras las ovejas pastaban entre las rocas o descansaban a sus pies. Pasaron junto a un burro gris, dócil, cargado con alforjas de mimbre llenas de hierba recién cortada, con una hermosa niña con caperuza sentada entre los montones verdes. Divisaron ancianas hilando en ruecas, niños morenos de mirada dulce que salían de cuchitriles y se acercaban corriendo para venderles ramilletes o naranjas que aún estaban pegadas a un trozo de rama. Colinas enteras cubiertas de olivos nudosos de follaje oscuro, huertos con frutas doradas que pendían de los árboles y grandes anémonas escarlatas en los lindes del camino.
Valrosa hacía honor a su nombre, ya que, gracias a su perenne clima estival, había siempre rosas en flor por doquier; cubrían el arco de la entrada, asomaban entre las barras de la gran verja, como si quisieran dar la bienvenida a los visitantes, y serpenteaban entre los limoneros y las palmeras por la colina, en cuya cumbre estaba la casa. En cada rincón con sombra había sillas para que los paseantes pudiesen hacer un alto y contemplar los macizos de flores. En cada una de las frescas grutas había una ninfa de mármol sonriente, rodeada de un manto de flores, y en cada fuente se reflejaban rosas carmesíes, blancas o rosa claro, que se inclinaban hacia el agua como si quisiesen contemplar su propia belleza. Las paredes, las cornisas y los pilares de la casa estaban cubiertos de rosas, al igual que la balaustrada de la gran terraza, desde la que se podía disfrutar del sol mediterráneo y de las vistas de la ciudad encalada situada en la costa.
—Este es un auténtico paraíso para una luna de miel, ¿no te parece? ¿Habías visto alguna vez rosas como estas? —preguntó Amy al detenerse en la terraza para disfrutar de la vista y del aroma de las flores.
—No, y tampoco me había clavado espinas como esta —contestó Laurie, que se había llevado el pulgar a la boca tras intentar en vano arrancar una rosa roja que quedaba ligeramente fuera de su alcance.
—Baja un poco y coge las que no tengan espinas —le aconsejó Amy, y cogió con habilidad tres rosas pequeñitas de color crudo que habían brotado en la pared que tenía tras ella. Las colocó en el ojal de su amigo, en prenda de paz, y él se quedó unos segundos mirándolas con curiosidad pues, debido a la sangre italiana que corría por sus venas, era algo supersticioso; además, su estado de ánimo, emotivo y melancólico, le llevaba a buscar dobles sentidos en casi todo, hasta el punto de que casi cualquier escena disparaba su espíritu romántico. Al tratar de alcanzar la rosa roja, había pensado en Jo, porque las flores de colores vivos le sentaban muy bien y la recordaba llevando rosas como esa, cortadas del invernadero de casa. Las rosas claras que Amy le había puesto en el ojal eran las que en Italia se colocan en las manos de los muertos (nunca en los tocados de novia), y Laurie se preguntó si aquel presagio se refería a Jo o a él. Sin embargo, pronto su sentido común norteamericano ganó la partida al sentimentalismo, y lanzó la carcajada más sincera que Amy le había oído desde que se reuniera con ella—. Es un buen consejo, síguelo y así no te pincharás los dedos —dijo la joven pensando que la risa se debía a sus palabras.
—Gracias, ¡lo haré! —repuso él en broma, aunque meses más tarde lo diría de todo corazón.
—Laurie, ¿cuándo vas a ir a ver a tu abuelo? —preguntó Amy poco después, cuando se sentó en un banco rústico.
—Muy pronto.
—Te he oído decir eso docenas de veces en las últimas tres semanas.
—No me sorprende. Las respuestas cortas evitan muchos problemas.
—Pero él te está esperando; debes ir.
—¡Qué considerada! Eso ya lo sé.
—Entonces, ¿por qué no vas?
—Será por mi natural depravado.
—Di mejor tu dejadez. Eso está muy mal —Amy se puso seria.
—No es tan malo. Si fuese, sería un estorbo para él, así que prefiero quedarme y estorbarte a ti un poco más. Tú lo soportas mejor. De hecho, creo que te sienta bien. —Laurie se apoyó cómodamente en la balaustrada, como si pensase pasar allí un buen rato, sin hacer nada.
Amy meneó la cabeza y abrió su cuaderno de dibujo con aire resignado, pero decidió que «el muchacho» necesitaba un buen sermón, de modo que volvió a la carga.
—¿Y ahora qué haces?
—Observo a las lagartijas.
—No, no me refiero a eso. ¿Qué haces o qué te gustaría hacer en este momento de tu vida?
—Si tú me lo permites, me encantaría fumar un cigarrillo.
—¡Eres imposible! No me gusta que fumes y solo lo aprobaré con la condición de que me hagas de modelo; necesito que haya una figura humana en mi dibujo.
—Será un verdadero placer. ¿Cómo quieres que me coloque? ¿Voy a salir de cuerpo entero o tres cuartos? ¿De pie o boca abajo? Con todo respeto, propongo que probemos con una postura yacente y que te sumes a mí. Podríamos llamar a la composición Dolce far niente.
—Mientras no te muevas, por mí te puedes dormir. Yo quiero trabajar —afirmó Amy con tono enérgico.
—¡Qué entusiasmo tan encomiable! —observó él, y se apoyó contra una vasija alta con aire totalmente satisfecho.
—¿Qué diría Jo si te viese ahora? —preguntó Amy con impaciencia, esperando que la mención de su enérgica hermana lo hiciese reaccionar.
—Diría lo de siempre: «Déjame, Teddy, estoy ocupada». —Laurie se echó a reír, pero su risa no sonó natural y una sombra nubló su rostro por unos instantes, porque pronunciar aquel nombre tan querido había reabierto una herida que aún estaba por curar.
A Amy le sorprendieron tanto el tono como el semblante de su amigo, pues, aunque había oído aquellas palabras en otras ocasiones, no recordaba haber visto nunca tanta dureza, amargura, dolor, insatisfacción y pesar en la mirada de Laurie. Apenas tuvo tiempo de analizarla, ya que Laurie adoptó un aire indiferente de inmediato. Y mientras él posaba al sol, sin sombrero, con los ojos llenos de sueños meridionales, Amy le estudió desde un punto de vista artístico y pensó que el joven podía pasar por un italiano. Él estaba ausente, perdido en sus ensoñaciones, como si se hubiese olvidado por completo de Amy.
—Pareces la efigie de un joven rey dormido sobre su tumba —comentó ella mientras trazaba cuidadosamente el perfil que se recortaba con nitidez sobre el fondo de piedra oscura.
—¡Ojalá lo fuera!
—Desear eso es una locura, salvo que hayas echado a perder tu vida. Has cambiado tanto que a veces me pregunto… —Amy se interrumpió y miró a su amigo con una mezcla de timidez y melancolía más elocuentes que cualquier palabra.
Laurie percibió y comprendió la afectuosa angustia que la joven no quería mostrar abiertamente, y mirándola a los ojos dijo, como solía decirle a la madre de la muchacha:
—Todo está bien, señora.
Eso bastó para tranquilizar a Amy y alejar de ella las dudas que la asediaban últimamente. También la emocionó, y lo mostró por la cordialidad con la que comentó:
—¡Me alegro! No es que pensara que habías sido un mal muchacho, pero imaginaba que tal vez habías malgastado tu dinero en esa depravada ciudad de Baden-Baden, que una francesa casada te había robado el corazón con sus encantos o que te habías metido en esa clase de líos que los jóvenes parecen considerar imperativos en un viaje por Europa. No te quedes ahí, bajo el sol, ven a tumbarte en la hierba, a mi lado, y seamos «buenos amigos», como me decía Jo cuando nos hacíamos confidencias sentadas en el sofá.
Laurie, obediente, se dejó caer en la hierba y, para entretenerse, se puso a arrancar margaritas y colocarlas en el sombrero de Amy, que estaba junto a él en el suelo.
—Soy todo oídos para tus secretos —apuntó, y miró a la joven con vivo interés.
—Yo no tengo ninguno, Empieza tú.
—Yo tampoco tengo. Podrías contarme novedades de casa.
—Ya te he contado lo último que he sabido. ¿No recibes noticias con frecuencia? Suponía que Jo te mandaría libros enteros.
—Está muy ocupada y, como yo no paro demasiado en ninguna parte, es muy difícil mantener una correspondencia fluida. ¿Cuándo vas a empezar tu magna obra de arte, Rafaela? —preguntó, cambiando bruscamente de tema, tras un breve silencio en el que se había preguntado si Amy conocía su secreto y pretendía obligarle a hablar de él.
—¡Jamás! —respondió ella, decidida y decepcionada a un tiempo—. En Roma recibí una lección de humildad porque, al ver las maravillas que alberga, comprendí mi insignificancia y abandoné mis locos planes.
—¿Por qué habrías de abandonar? Tienes talento y fuerza.
—Precisamente por eso. Una cosa es tener talento y otra ser un genio, y por mucha fuerza que tengas, no puedes pasar de lo uno a lo otro. Si no puedo ser genial, prefiero no intentarlo. Me horrorizaría ser una pintora mediocre más, así que he decidido dejarlo.
—¿Y qué has pensado hacer entonces, si es que me lo quieres contar?
—Voy a potenciar mis otros talentos y, si tengo suerte, me convertiré en una dama elegante.
Sin duda el discurso era osado e indicaba que la joven te-nía una fuerte personalidad, pero la audacia es propia de la juventud y la ambición de Amy tenía una buena base. Laurie se sonrió, pero le agradó el ánimo con el que la joven encaraba su nuevo propósito, sin detenerse a lamentar la muerte de otro que había acariciado durante largo tiempo.
—¡Vaya! Y supongo que en ese plan entra en juego Fred Vaughn, ¿no?
Amy guardó un discreto silencio, pero adoptó una expresión tan alicaída que Laurie se sentó y dijo en tono muy serio:
—¿Puedo hacer de hermano mayor y preguntarte algo?
—No puedo prometer que te responda.
—Aunque tu lengua calle, tu rostro me dará la respuesta. Aún no tienes suficiente mundo para ocultar tus sentimientos, querida. El año pasado oí rumores referentes a Fred y a ti, y me da la impresión de que, de no haber tenido que regresar tan súbitamente a casa y haberse visto retenido allí tanto tiempo, vosotros… Ya me entiendes.
—No soy yo quien debe decirlo —repuso Amy, con recato, pero sus labios esbozaron una sonrisa y el brillo de sus ojos indicó claramente que era consciente de su poder y que le complacía tenerlo.
—Espero que no os hayáis comprometido. —Laurie, que se había metido totalmente en su papel de hermano mayor, hablaba con tono muy serio.
—No.
—Pero si vuelve y se arrodilla como Dios manda, le aceptarás, ¿verdad?
—Es muy posible.
—Entonces, ¿estás enamorada del bueno de Fred?
—Podría estarlo si me lo propusiera.
—Pero no te lo propondrás hasta que se dé la ocasión, ¿verdad? ¡Válgame el cielo, cuánta prudencia! Amy, es un buen muchacho, pero no creo que sea tu tipo.
—Es rico, caballeroso y tiene unos modales exquisitos —afirmó Amy tratando de mantener una actitud serena y digna a pesar de que se sentía algo avergonzada por compartir sus intenciones.
—Entiendo… Las reinas de la sociedad no pueden vivir sin dinero, así que buscas un buen partido para situarte, ¿me equivoco? Está bien pensado y es bastante acorde con los tiempos que corren, aunque me resulta extraño en boca de una de vosotras, teniendo la madre que tenéis.
—Sin embargo, es así.
Una declaración breve, pero pronunciada con una serenidad y decisión que contrastaban con la juventud de la mujer que la había hecho. Laurie lo notó de manera instintiva y volvió a tumbarse presa de una desazón que no alcanzaba a explicar. El semblante y el silencio del muchacho, así como su propia mala conciencia, hicieron que Amy se sulfurara y decidiera afearle su conducta sin más dilación.
—Te agradecería que te incorporases para hablar conmigo —espetó con acritud.
—¡Vaya con la mujercita! Oblígame, si puedes.
—Si me lo propongo, seguro que consigo que te pongas en pie —dijo Amy como si tuviese prisa por empezar.
—Entonces, tienes mi permiso —repuso Laurie, feliz de recuperar su pasatiempo favorito, fastidiar a otro, después de tanto tiempo de abstinencia.
—En cinco minutos, estarás hecho una furia.
—Yo no me enfado nunca. Y te recuerdo que dos no pelean si uno no quiere.
—No sabes de lo que soy capaz. Tu indiferencia es pura pose. Si te provoco, no aguantarás.
—Bien, provócame. No me vendrá mal un poco de diversión. Imagina que soy un marido o una alfombra; puedes sacudirme hasta que te canses si es lo que te apetece.
Amy, que estaba muy enfadada y deseada que Laurie abandonase aquella apatía que tanto la irritaba, afiló la lengua y el lápiz y empezó:
—Flo y yo te hemos puesto un mote, Laurence el Perezoso. ¿Qué te parece?
Pensó que eso le molestaría, pero él cruzó los brazos por detrás de la cabeza y, sin inmutarse, contestó:
—No está mal, señoras. Gracias.
—¿Te interesa saber qué opino de ti?
—Me muero por que me lo digas.
—Bueno, te desprecio.
Si le hubiese dicho «te odio» con tono irritado o ligero, él habría reído y hasta le habría gustado, pero la seriedad, casi tristeza de aquella voz hizo que abriese los ojos como platos y preguntase de inmediato:
—¿Y se puede saber por qué?
—Porque a pesar de tenerlo todo para ser bueno, dichoso y ayudar a otros prefieres actuar mal, ser desdichado y no hacer nada.
—Menudo lenguaje, señorita.
—Si quieres, puedo continuar.
—Por favor, no te prives. Es muy interesante.
—Pensé que te lo parecería; a las personas egoístas les encanta hablar de sí mismas.
—¿Te parezco egoísta? —La pregunta se le escapó sin querer. Estaba francamente sorprendido ya que su generosidad era la virtud de la que se sentía más orgulloso.
—Sí, un grandísimo egoísta —prosiguió Amy con voz serena y fría, que hacía que el sermón tuviese el doble de efecto que si lo hubiera pronunciado con tono airado—. Y puesto que llevo tiempo observándote mientras tú te diviertes, te explicaré por qué no estoy nada orgullosa de ti. Llevas seis meses fuera de casa y lo único que has hecho ha sido malgastar tu tiempo y tu dinero y defraudar a tus amigos.
—¿Acaso un hombre no tiene derecho a divertirse un poco después de machacarse durante cuatro años?
—No parece que te hayas deslomado y, por lo que veo, no creo que estés muy dotado para el trabajo duro. Cuando nos encontramos aquí, me dio la sensación de que habías mejorado, pero ahora comprendo que me equivoqué; no creo que valgas ni la mitad que el joven que dejé cuando me marché de casa. Te has vuelto muy perezoso, te encanta contar chismes y perder el tiempo en frivolidades. Prefieres que te adulen y mimen personas sumamente estúpidas a ganarte el aprecio y el respeto de personas preparadas. Lo tienes todo, dinero, talento, posición, salud y apostura, ¡y no eres más que un vanidoso! Es cierto, siento decirlo. Con todas las cosas estupendas que tienes para ser feliz y útil a los demás, no haces más que haraganear y, en lugar de ser un hombre de provecho como deberías, eres de menos ayuda que… —Amy se contuvo, con una expresión de tristeza y piedad en el rostro.
—San Lorenzo en la parrilla —apuntó Laurie, con ironía, acabando la frase por ella. No obstante el sermón empezaba a dar frutos, porque el joven tenía otro brillo en la mirada y su proverbial indiferencia había dado paso a una mezcla de dolor y enfado.
—Ya imaginaba que te lo tomarías a risa. Vosotros, los hombres, nos decís que somos ángeles y que podemos hacer de vosotros lo que queramos, pero, en cuanto una mujer trata sinceramente de ayudaros a mejorar, os reís de ella y no le prestáis atención, lo que indica lo poco que valen vuestros halagos —sentenció Amy con amargura, tras lo cual dio la espalda al exasperante mártir que yacía a sus pies.
Enseguida, una mano cubrió la hoja de su cuaderno, impidiéndole dibujar, y Laurie dijo con voz de niño arrepentido:
—¡Seré bueno, lo prometo, seré bueno!
Pero Amy no estaba de humor para bromas, porque pensaba todo cuanto le había dicho. Golpeó con el lápiz la mano extendida y dijo, muy seria:
—¿No te da vergüenza tener una mano así? Es tan suave y blanca como la de una mujer, parece que lo único que has hecho con ella es usar guantes de piel de la mejor calidad y recoger flores para regalárselas a las damas. Gracias a Dios, no eres un dandi y no llevas diamantes ni grandes anillos con sellos. Solo llevas el anillo que Jo te regaló hace un año. ¡Mi querida hermana! Cómo me gustaría que estuviese aquí para ayudarme.
—A mí también.
Laurie retiró la mano con presteza, y en su voz había tanta vehemencia que hasta Amy sintió la intensidad de la emoción. De pronto, le miró con otros ojos, tratando de confirmar o desmentir la idea que acababa de asaltarle. Pero él seguía tumbado, con el rostro medio cubierto con el sombrero, como si le molestase el sol, y el bigote no dejaba ver sus labios. Lo único que ella veía era su pecho subir y bajar con cada respiración, tan larga y profunda que se dirían suspiros, y la mano que llevaba el anillo, hundida en la hierba, como si pretendiese ocultar algo que le era demasiado precioso o demasiado conmovedor para hablar de ello. En cuestión de segundos, Amy recordó anécdotas y nimiedades que adquirieron un nuevo sentido y comprendió lo que su hermana nunca le había confiado. Cayó en la cuenta de que Laurie nunca hablaba de Jo y recordó la sombra que había nublado su expresión segundos antes, su cambio de actitud y la tenacidad con que seguía usando el pequeño anillo, que no era adorno para una mano tan hermosa. Las chicas entienden rápido lo que esa clase de detalles implica y conocen bien su significado. Amy ya había imaginado que la causa del cambio de su amigo podía ser un mal de amores; ahora estaba segura de ello. Los ojos se le llenaron de lágrimas y, cuando volvió a hablar, empleó su tono de voz más tierno y amable.
—Sé que no tengo derecho a hablar así, Laurie, y si no fueses el muchacho más dulce del mundo, estarías muy enfadado conmigo. Pero todas te queremos tanto y estamos tan orgullosas de ti que no podía soportar la idea de que en casa se sintiesen tan decepcionadas como yo al ver cuánto has cambiado, aunque ahora comprendo que tal vez ellas lo hubiesen entendido mejor que yo…
—Creo que sí —dijo Laurie sin levantar el sombrero, con un tono lúgubre que impresionó mucho a Amy.
—Tendrían que habérmelo advertido, en lugar de dejar que metiese la pata y te regañase cuando debía ser más paciente y comprensiva que nunca. ¡Nunca me cayó bien la señorita Randal, pero ahora la detesto! —dijo Amy hábilmente, tratando de confirmar sus sospechas.
—¡Al diablo con la señorita Randal! —exclamó Laurie descubriéndose el rostro, cuya expresión no dejaba lugar a dudas sobre los sentimientos que le inspiraba la joven dama.
—Te ruego que me disculpes, pensaba… —Amy se interrumpió, diplomática.
—No es cierto, sabes perfectamente que la única mujer que me ha interesado nunca es Jo —sentenció Laurie, con el tono impetuoso de siempre, antes de volver el rostro.
—Algo sospechaba pero, como nadie me dijo nada y tú partiste de viaje, supuse que estaba equivocada. ¿Jo no te correspondió? ¿Por qué? Hubiese jurado que te quería con locura.
—Me quería, sí, pero no en la forma que yo esperaba. Y puesto que crees que soy un hombre tan indigno, es una suerte para ella que no se enamorase de mí. De todas formas, si ahora soy como soy, es por su culpa. Se lo puedes decir cuando la veas.
A Amy le inquietó que la expresión del rostro de Laurie volviese a ser dura y amarga, porque no sabía qué bálsamo aplicar.
—He hecho mal en criticarte, no sabía qué te ocurría. Discúlpame, estaba muy enfadada. Teddy, querido, me gustaría que lo encajases mejor.
—No me llames como lo hace ella. —Laurie levantó una mano para impedir que Amy siguiese hablando con ese tono, mitad comprensivo, mitad reprobador, tan propio de su hermana—„ Veremos cómo te lo tomas cuando te ocurra a ti —añadió en voz baja, mientras arrancaba un puñado de hierbas.
—Yo lo encajaría con mayor entereza, y procuraría ganarme el respeto de la otra persona si no pudiera conquistar su amor —exclamó Amy, con la seguridad que da hablar de lo que no se ha sufrido.
En verdad, Laurie consideraba que lo había encajado especialmente bien, puesto que no se había quejado ni había pedido comprensión y se había alejado para poder olvidar sus penas. El sermón de Amy arrojaba una nueva luz sobre la situación, pues, por primera vez, sentía que descorazonarse al primer fracaso era una muestra de debilidad y de egoísmo, al igual que protegerse adoptando una actitud de indiferencia. De pronto sintió como si hubiese despertado de un sueño y no pudiese volver a dormirse. Se sentó y preguntó con voz pausada:
—¿Crees quejo me despreciaría tanto como tú?
—Si te viese en este estado, por supuesto que sí. No soporta a los perezosos. ¿Por qué no haces algo maravilloso y la conquistas?
—Me esforcé tanto como pude, pero fue en vano.
—¿Te refieres a graduarte con buenas notas? Eso era lo mínimo que cabía esperar de ti y lo hiciste más por dar una satisfacción a tu abuelo. Hubiese sido una vergüenza no aprobar después de invertir tanto tiempo y dinero. Y todos sabíamos que podías hacerlo.
—Pero el caso es que fracasé porque no conseguí quejo me quisiese —dijo Laurie, con la cabeza apoyada en la mano, en un gesto melancólico.
—No, eso no es cierto, y al final tú también te darás cuenta. Lograste algo bueno y demostraste que podías conseguir lo que te propusieses. Si te fijas un nuevo objetivo, el que sea, recuperarás la ilusión y la alegría, y tus penas serán cosa del pasado.
—Eso es imposible.
—Prueba y verás. Encogerte de hombros y decirte «Qué sabe ella de estas cosas» no te ayudará. No pretendo ser una experta, pero soy observadora y entiendo mucho más de lo que crees. Me gusta analizar la vida y las contradicciones de la gente porque, aunque no siempre las pueda explicar, me sirven de ejemplo para evitar cometer el mismo error. Nada te impide amar a Jo todos los días de tu vida, pero no permitas que eso arruine tu existencia. Desechar todos los regalos que nos brinda la vida porque no nos da el que queremos es una mezquindad. Bueno, se acabó el sermón. Sé que reaccionarás y te comportarás como un hombre, a pesar de esa muchacha con el corazón de piedra.
Ambos guardaron silencio durante unos minutos. Laurie daba vueltas al anillo en su dedo, mientras Amy retocaba el dibujo que había realizado apresuradamente mientras hablaba; luego lo colocó sobre la rodilla de su amigo y preguntó:
—¿Qué te parece?
Él lo miró y no pudo evitar sonreír ante una obra tan diestramente realizada. Un cuerpo, largo y perezoso, sobre la hierba, con una expresión lánguida, los ojos medio cerrados y, en una mano, un puro del que salía una espiral de humo que rodeaba la cabeza del joven soñador.
—¡Qué bien dibujas! —dijo grata y genuinamente sorprendido por la habilidad de la joven, tras lo que añadió, entre risas—: Sí, en efecto, soy yo.
—Así eres ahora, y así… eras antes. —Amy colocó otro dibujo al lado del anterior.
El segundo dibujo no estaba realizado con tanta maestría, pero tenía una vida y una gracia que compensaban sus muchos fallos, y evocaba tan vívidamente el pasado que el semblante del joven cambió de repente mientras lo miraba. Se trataba de un esbozo sin terminar en el que aparecía Laurie domando a un caballo. Se había quitado el sombrero y la chaqueta, y todo en su figura —la expresión decidida del rostro, la actitud de mando— denotaba energía y determinación. El hermoso animal, que acababa de rendirse, arqueaba el cuello bajo las tensas riendas, golpeaba impaciente el suelo con una pata y aguzaba las orejas, como si quisiera oír la voz de quien le había dominado las crines ondeantes del animal, el cabello al viento del jinete y su porte erguido transmitían un arrojo, una fuerza, un valor y un optimismo juvenil que contrastaban vivamente con la abúlica elegancia del retrato del Dolce far niente. Laurie no comentó nada pero, mientras su mirada iba de uno a otro, Amy se percató de que enrojecía y apretaba los labios, como si aceptase la lección que ella acababa de darle. Eso la satisfizo y, sin esperar que él dijese nada, explicó con su habitual tono animoso:
—¿Recuerdas aquel día que jugaste a vaqueros con tu caballo Puck? Meg y Beth tenían miedo, mientras Jo aplaudía y saltaba de emoción y yo te dibujaba sentada en la valla. El otro día, encontré este dibujo en una carpeta y lo rescaté para mostrártelo.
—Te lo agradezco. Has mejorado mucho desde entonces y te felicito. A pesar de encontrarnos en un paraíso para una luna de miel… ¿puedo recordarte que en tu hotel se cena a las cinco?
Al decir esto, Laurie se puso en pie, le devolvió los dibujos con una sonrisa y una reverencia, y echó un vistazo al reloj como para recordarle que hasta las lecciones morales han de tener un final. Y aunque procuró retomar el aire desenfadado e indiferente de antes, se notaba que era fingido, porque la provocación de la joven había surtido más efecto del que era capaz de reconocer. A Amy le apenó que recuperara su frialdad y se dijo: Se ha ofendido. Bueno, si le sirve para algo, bienvenido sea. Si acaba detestándome, lo sentiré, pero todo lo que he dicho es cierto y no podría retirar ni una sola palabra.
En el camino de vuelta, rieron y charlaron animadamente, y el pequeño Baptiste, que iba atrás, concluyó que monsieur y mademoiselle estaban de excelente humor. Pero lo cierto es que ambos se sentían inquietos, la franqueza propia de toda amistad había quedado dañada, el sol estaba oculto bajo varios nubarrones y, a pesar de su aparente alegría, ambos tenían el corazón triste.
—¿Quieres que quedemos esta noche, mon frère? —preguntó Amy al despedirse ante la puerta de la habitación de su tía.
—Lo lamento, pero tengo un compromiso. Au revoir, mademoiselle. —Laurie se inclinó a besar su mano, siguiendo una costumbre extranjera que le iba a la perfección. Algo en su expresión hizo que Amy se apresurase a decir:
—Te lo ruego, compórtate como siempre conmigo y despídete como solías hacerlo. Prefiero un sincero apretón de manos a la inglesa que una despedida grandilocuente a la francesa.
—Adiós, querida. —Y con esas palabras, pronunciadas en el tono que ella deseaba, Laurie la dejó tras darle un apretón de manos tan entusiasta que casi le dolió.
Al día siguiente, en lugar de recibir la visita acostumbrada, Amy encontró una nota que la hizo sonreír al principio y suspirar al final:
Mi querida Mentor:
Te ruego me despidas de tu tía y te alegres porque Laurence el Perezoso va a visitar a su abuelo, como un buen muchacho. Espero que pases un buen invierno y que los dioses te bendigan con una hermosa luna de miel en Valrosa. Creo que a Fred le vendría bien uno de tus sermones. Díselo de mi parte y felicítale en mi nombre.
Tu agradecido,
TELÉMACO
¡Buen chico! Me alegra que se haya marchado, pensó Amy con una sonrisa de aprobación; pero al minuto siguiente se le cayó el alma a los pies al observar su habitación vacía y añadió para sí, con un suspiro involuntario: Sí, me alegro, pero… ¡cómo le voy a echar de menos!
CAPÍTULO 40 - UN VALLE DE SOMBRAS
Una vez superada la amargura inicial, la familia se resignó ante lo inevitable y procuró mantener el ánimo, ayudándose los unos a los otros con esas muestras de afecto que surgen espontáneamente en los hogares que han de unirse ante una desgracia. Hicieron a un lado el dolor y todos se esforzaron al máximo para que el último año de Beth fuese lo más feliz posible.
Le dejaron la habitación más agradable de la casa, y colocaron en ella sus objetos preferidos: flores, cuadros, su piano, una pequeña mesa de trabajo y sus queridos mininos. Allí fueron a parar también los mejores libros del padre, la mecedora de la madre, el escritorio de Jo, los dibujos más hermosos de Amy, y Meg llevaba cada día a sus hijos en peregrinación, a visitar a la tía Beth. John ahorró una pequeña suma para poder comprar cada día a la enferma su fruta preferida, que le apetecía más que nunca; la vieja Hannah no se cansaba de preparar platos exquisitos para satisfacer el caprichoso apetito de la joven y no paraba de llorar mientras cocinaba. Y desde allende el mar llegaban pequeños regalos y cartas de aliento que traían consigo un poco del calor y el aroma de aquellas tierras lejanas que no conocían el invierno.
Y en esa habitación, venerada como un santo en su ermita, se sentaba Beth, tan serena y atareada como siempre; porque nada cambiaba su naturaleza dulce y entregada. Mientras se preparaba para abandonar la vida, trataba de hacer felices a los que dejaría atrás. Sus débiles dedos no permanecían nunca inactivos y uno de sus entretenimientos favoritos era confeccionar detalles para los escolares que pasaban por allí. Desde su ventana, lanzaba unos mitones para unas manos amoratadas por el frío, un par de agujas de tejer para una madre de muchas muñecas, papel secante para los jovencitos que daban sus primeros pasos en los bosques de la caligrafía, cuadernos de dibujo para amantes del arte y toda clase de artículos agradables, hasta que los escaladores que subían de mala gana por la cuesta del saber, viendo su camino cubierto de flores, llegaron a considerar que su benefactora, sentada en el piso de arriba, era una especie de hada madrina que milagrosamente entregaba siempre los regalos que mejor convenían a sus necesidades y gustos. De haber buscado recompensa, a Beth le habría bastado con el brillo que los niños tenían en los ojos cuando miraban hacia su ventana, sonriendo y saludándola con la cabeza, y con las graciosas cartas que le hacían llegar, llenas de borrones de tinta y de gratitud.
Los primeros meses fueron muy felices, y Beth acostumbraba a mirar en torno a sí y exclamar «Qué hermoso es esto» cuando se reunían todos en su dormitorio bañado por el sol; los niños lanzaban grititos y pataleaban en el suelo, la madre y las hermanas trabajaban cerca y su padre leía en voz alta y clara libros sabios llenos de palabras de consuelo tan válidas hoy como siglos atrás, cuando fueron escritas. En aquella improvisada capilla, un paternal pastor enseñaba a su rebano la lección más dura que hemos de aprender y trataba de mostrar que la esperanza puede reforzar el amor y que la fe hace posible la resignación. Sus sencillos sermones tocaban el corazón de quienes le escuchaban, porque el sacerdote hablaba en calidad de padre, y la frecuencia con la que se le quebraba la voz cuando hablaba o leía dotaba a sus palabras de una elocuencia mayor de la habitual.
La paz de aquellos días era un preludio de las tristes horas por venir. No transcurrió mucho tiempo antes de que Beth considerara que las agujas de tricotar pesaban demasiado y las dejase para siempre. Hablar la cansaba en exceso, recibir visitas la incomodaba, el dolor se había apoderado de ella y su espíritu tranquilo se vio tristemente enturbiado por la enfermedad que afligía a su débil cuerpo. ¡Pobrecilla! Qué días tan duros, qué noches tan largas, cuánto dolor en los corazones y cuántas oraciones implorantes pronunciadas por quienes más la querían, al verla extender hacia ellos sus delgados brazos y oírla exclamar con angustia: «¡Ayudadme, ayudadme!», sabiendo que nada podían hacer. El triste eclipse de un alma serena, la dura lucha de una vida joven con la muerte; pero ambos fueron misericordiosamente breves y, una vez vencida la rebeldía natural, la paz volvió con nías belleza que nunca. El naufragio de su delicado cuerpo dio más fuerza al alma de Beth. Y, aunque hablaba poco, quienes la rodeaban sintieron que estaba lista, comprendieron que el primer peregrino llamado a partir es el mejor preparado y esperaron junto a ella, en la orilla, hasta ver cómo los seres resplandecientes salían a recibirla cuando cruzara el río.
Desde que Beth anunciara: «Me siento más fuerte cuando estás a mi lado», Jo no se apartaba de ella ni un segundo. Dormía en un sofá, en la habitación de su hermana, se despertaba con frecuencia para avivar el fuego, darle de comer, ayudarla a incorporarse o cuidar a la paciente criatura, que rara vez pedía nada y «procuraba no molestar a nadie». Permanecía en el dormitorio día y noche, celosa de cualquier otra persona que fuese a cuidar a Beth y orgullosa de haber sido elegida para cumplir con la tarea más importante de su vida. Aquellas horas fueron preciosas y de gran ayuda para Jo, porque su corazón recibió las enseñanzas que más necesitaba: la paciencia, que aprendió mediante lecciones tan dulces que era imposible que no las asimilara; la caridad por todos, que un alma buena es siempre capaz de perdonar y olvidar cualquier afrenta; la lealtad hacia el deber, que hace más llevadera la tarea más dura, y la fe sincera, que no conoce el miedo y confía sin albergar dudas.
A menudo, despertaba y veía a Beth leer su librito, ya gastado, o la oía cantar en voz baja para entretener sus noches en vela. Otras veces la encontraba con el rostro entre las manos, llorando mansamente, mientras las lágrimas rodaban por sus transparentes dedos; Jo la miraba sin levantarse de la cama, tan impresionada que ni llorar podía, y comprendía que Beth se despedía a su modo, sencillo y desinteresado, de su antigua vida y se preparaba para la siguiente buscando consuelo en la palabra de Dios, en oraciones quedas y en la música que tanto amaba.
Ser testigo de aquellos momentos enseñó a Jo más que el sermón nías sabio, el himno más santo o la oración más fervorosa jamás pronunciada. Con los ojos anegados de lágrimas y el corazón más sensible por la pena, entendió la belleza de la vida que había llevado su hermana: sin incidentes, sin ambición y, sin embargo, llena de virtudes «que perfuman y adornan la sepultura» y de ese desapego por uno mismo, que convierte a los más humildes en los favoritos del cielo, el mayor éxito al que uno pueda aspirar.
Una noche, cuando Beth repasaba los libros que tenía en su mesilla, en busca de algo que la ayudase a olvidar la fatiga mortal que era casi más difícil de sobrellevar que el dolor, hojeando uno de sus clásicos favoritos, El progreso del peregrino, encontró una nota escrita a mano por Jo. JE1 título despertó su curiosidad, y al ver letras emborronadas supuso quejo habría llorado al escribirlo.
Pobre Jo, está rendida, no la despertaré para pedirle permiso para leer este texto. Ella no tiene secretos para mí y no creo que le importe que le eche un vistazo, pensó Beth mirando de reojo a su hermana, que se había dormido sobre la alfombra, con el atizador en la mano, lista para despertar y avivar el fuego en cuanto este empezase a consumirse.
MI BETH
Pacientemente sentada en la sombra, a la espera de ver llegar la sagrada luz, tu serena y santa presencia bendice nuestro afligido hogar. Las alegrías y las penas terrenas no son nada cuando pienso en las aguas profundas y solemnes del río que moja tus pies.
Querida hermana, que en todo me superas, enséñame a vivir como tú, ajena a luchas y preocupaciones, haciendo de la vida algo hermoso. Légame tu gran paciencia, que es capaz de mantener alegre y resignado a un espíritu encerrado en una cárcel de dolor.
Dame, porque en verdad lo necesito, parte de tu valor, tu sabiduría y tu dulzura, que te han permitido recorrer gozosamente el duro camino del deber. Dame algo de tu naturaleza desinteresada, que, unida a tu divina caridad, te lleva a perdonar las afrentas en nombre del amor. Corazón bondadoso, ¡apiádate de mí!
De ese modo, la hora de nuestra separación resultará menos dolorosa y amarga y, mientras aprendo la dura lección, esta terrible pérdida se convierte en ganancia. Porque el dolor moderará mi natural rebeldía, dará a mi vida aspiraciones más elevadas y renovará mi fe en lo desconocido.
Y, cuando hayas cruzado el río, sé que habrá un espíritu amado y cercano a mí esperándome en la otra orilla. La esperanza y la fe nacidas del pesar se convertirán en mis ángeles guardianes, y tú, querida hermana, que partiste antes que yo, serás quien me guíe en el camino a casa.
La lectura de aquellas líneas, emborronadas y llenas de tachones, desiguales y débiles, aportó un gran consuelo a Beth, porque si algo lamentaba era pensar que no había aprovechado bien su vida. Las palabras de su hermana indicaban que su existencia no había sido en vano y que su muerte no aportaría solo desconsuelo, como temía. Permaneció un rato sentada, con la nota doblada entre las manos, hasta que el tronco de la chimenea, ya carbonizado, se partió y Jo se despertó para avivar el fuego. Se deslizó hacia la cama de Beth pensando que dormía.
—No estoy dormida, querida, pero soy muy feliz. Mira, he encontrado esto y lo he leído. Supuse que no te importaría. ¿En verdad significo todo esto para ti, Jo? —preguntó con tristeza y sincera humildad.
—¡Oh, Beth, eso y mucho más, mucho más! —Jo hundió el rostro en la almohada, junto a la cabeza de su hermana.
—Entonces, no he desperdiciado mi vida. No soy tan buena como tú me pintas, pero he intentado hacer el bien y ahora, cuando ya es tarde para todo, me alegra saber que alguien me quiere tanto y siente que le he sido de ayuda en algo.
—Somos muchos los que lo sentimos, Beth. Pensaba que no te podría dejar marchar, pero he aprendido que no te perderé, que estarás más en mí que nunca y que la muerte no podrá separarnos, aunque lo parezca.
—Sé que es así, y por eso ya no temo a la muerte, porque estoy segura de que seguiré siendo tu Beth y te ayudaré y querré más que nunca. Debes ocupar mí lugar, Jo, y cuidar de papá y mamá cuando yo me haya ido. Te necesitan, no les falles. Si te resulta duro trabajar sola, recuerda que yo te tendré presente y que esa tarea te reportará más satisfacción que escribir magníficos libros o ver mundo. El amor es lo único que nos llevamos cuando morimos y hace que el final sea mucho más dulce.
—Lo intentaré, Beth. —Y en ese momento, Jo renunció a su antigua ambición, para comprometerse con una nueva y mejor, consciente de la vanidad de cualquier otro deseo y sintiendo el bendito consuelo que proporciona creer que solo el amor vence a la muerte.
La primavera llegó y siguió su curso, el cielo se tornó más limpio; los campos, más verdes, las flores salieron pronto y los pájaros volvieron a tiempo para despedirse de Beth, que, cansada pero llena de fe, murió cogida de las manos que la habían guiado en la vida, puesto que fueron su padre y su madre quienes la acompañaron dulcemente en su paso por el valle de las sombras y se la entregaron a Dios.
Rara vez, salvo en los libros, los moribundos pronuncian frases que todos recuerdan, tienen visiones o parten con el semblante en paz. Quienes han acompañado a muchos en su tránsito saben que, la mayor parte de las veces, la muerte llega de un modo tan natural y sencillo, como el sueño. Tal y como Beth esperaba, «la marea bajó serenamente» y, en una hora oscura, antes del amanecer, en el bogar que la había visto respirar por primera vez, la joven exhaló el último aliento, sin más despedida que una mirada llena de amor y un leve suspiro.