Mujercitas

Capítulo 3

Mujercitas

Después de un minuto de silencio miró a Amy, sentada en el taburete a sus pies y dijo acariciando su cabello reluciente:

—Noté que en la comida Amy tomaba los pedazos menos apetitosos, corría a hacer recados para su madre toda la tarde, cedió su lugar a Meg esta noche y ha atendido a todos con paciencia y buen humor. También noto que no se queja tanto ni se da importancia; ni ha hecho alusión a un anillo muy hermoso que tiene puesto, de lo cual deduzco que ha aprendido a pensar más en los demás, no tanto en sí misma, y ha decidido tratar de modelar su carácter con tanto cuidado como a sus figuras de arcilla. Me alegro de ello; porque aunque me enorgullecería una bella estatua hecha por ella, estaré más orgulloso de una hija amable, que tiene la facultad de embellecer su propia vida y la vida de los demás.

—¿En qué piensas, Beth? —preguntó Jo, cuando Amy dio las gracias a su padre y relató la historia del anillo.

—Hoy leía en El Peregrino cómo, después de muchas penas, Cristiano y Esperanza llegaron a un prado hermoso y verde, donde florecían lirios durante todo el año y donde descansaron alegremente como nosotros lo hacemos en este momento, antes de que llegaran al fin de su viaje —respondió Beth, añadiendo, al dejar los brazos de su padre y encaminarse lentamente al piano:

—Es la hora del canto, y quiero estar en mi lugar acostumbrado. Trataré de cantar la canción del pastor, que oyeron los peregrinos. He compuesto la música para papá, porque sé que le gustan los versos.

Sentada al pianito querido, Beth presionó suavemente las teclas, y, con aquella voz dulce que habían pensado no oír más, cantó con su propio acompañamiento el curioso himno que tan bien coincidía:

Caer no teme quien en tierra yace; el que no tiene orgullo no se eleva; Jesús en el humilde se complace y, como guía, a su mansión le lleva.

Con lo que Dios me da vivo contento, en estrechez lo mismo que en holgura; por seguirte, Señor, feliz me siento bajo tu santa protección segura.

Es peso la abundancia al peregrino, que le impide marchar con ligereza; será mejor con poco en el camino; luego tendrá la celestial riqueza.

CAPÍTULO 23 - LA TÍA MARCH RESUELVE EL PROBLEMA

Al día siguiente, como bandada de abejas rodeando a su reina, la madre y sus hijas revoloteaban alrededor del señor March, olvidadas de todo para mirar, atender y escuchar al enfermo nuevo, que estaba en peligro de morir a fuerza de atenciones. Sentado en la butaca, al lado del sofá de Beth, con las demás muy cerca, y Hanna, asomándose de vez en cuando para "echar una mirada al hombre querido", nada parecía faltar para colmar la felicidad de todos. Pero algo faltaba y los mayores lo sentían, aunque nadie lo confesaba. Los padres se miraban preocupados cuando seguían con la vista a Meg. Jo tenía accesos repentinos de seriedad y hasta se la vio amenazar con el puño cerrado al paraguas que el señor Brooke se había dejado en el vestíbulo; Meg estaba distraída, tímida y silenciosa; se sobresaltaba cuando sonaba la campana, y se ruborizaba cuando alguien pronunciaba el nombre de John, Amy decía que "todo el mundo parecía esperar algo, lo cual era extraño ahora que papá estaba seguro en casa", y Beth se preguntaba inocentemente por qué los vecinos no venían como siempre.

Por la tarde pasó Laurie por delante de la casa, y, viendo a Meg en la ventana, pareció poseído por un repentino acceso melodramático, porque cayó de rodillas en la nieve, se golpeó el pecho, se arrancó los cabellos y juntó las manos de modo tan suplicante, como si pidiera algún bien inefable; Meg le dijo que no se hiciera el tonto y que se fuera; él retorció el pañuelo imaginariamente empapado en lágrimas y volvió la esquina, tambaleándose como si estuviera completamente desesperado.

—¿Qué querrá decir ese ganso? —dijo Meg, riéndose, y tratando de parecer inocente.

—Te muestra cómo se portará tu John el día menos pensado. Muy conmovedor, ¿verdad? —dijo Jo irónica.

—No digas "mi John"; no está bien ni es verdad. Haz el favor de no molestarme, Jo; ya te he dicho que no me gusta "mucho", y que no hay nada que decir, sino que debemos ser amables y comportarnos como antes.

—No podemos, porque se ha dicho algo, y la travesura de Laurie te ha estropeado para mí. Lo veo y mamá lo verá también. No eres la misma en lo más mínimo, y pareces estar muy lejos. No quiero molestarte; lo sufriré como un hombre, pero quisiera que todo se arreglara de una vez. Detesto esperar; si has de hacerlo, date prisa y hazlo pronto —dijo Jo con petulancia.

— No puedo hacer ni decir nada hasta que él hable, y no lo hará, porque papá le ha dicho que soy muy joven.

—Si hablara, no sabrías qué decir; llorarías o te ruborizarías o lo dejarías salirse con la suya en vez de contestarle con un "no" decidido.

—No soy tan tonta y débil como piensas. Sé lo que tendría que decir, porque lo he pensado bien y no me tomará de sorpresa. Uno no sabe lo que puede suceder.

—¿Tienes algún inconveniente en decirme qué le responderías? —preguntó Jo con más respeto.

—Absolutamente ninguno. Tienes ya dieciséis años, y puedes ser mi confidente; y tal vez algún día te sean útiles mis experiencias en tus propios asuntos de esta clase.

—No pienso tenerlos. Es muy divertido ver a otros haciéndose el amor; pero me sentiría tonta si lo hiciera yo.

—Creo que no, si hubiera alguien que te gustara mucho y a quien tú gustaras —contestó Meg, quedándose seria.

— ¿No ibas a decirme el discurso que tienes preparado para ese hombre? — dijo Jo, cortando sus meditaciones.

—Pues diría sencillamente, con mucha calma y decisión: "Gracias, señor Brooke, es usted muy amable, pero pienso, como mi padre, que soy demasiado joven para entrar en compromisos. Así que le ruego no decir nada más y que continuemos amigos como antes."

—¡Bien! Eso es bastante frío y firme. No creo que lo dirás, y estoy segura de que él no se conformará si lo dices. Si persiste en sus ruegos como los amantes de las novelas, cederás para no ofenderle.

—¡No, no lo haré! Le diré que estoy resuelta, y saldré del cuarto con mucha dignidad.

Al decir esto, Meg se levantó, e iba a ensayar la salida majestuosa, cuando un paso en el vestíbulo la hizo correr a su silla y empezar a coser, como si se jugara la vida en acabar aquel dobladillo. Jo rio a hurtadillas del cambio repentino, y, cuando alguien llamó, abrió la puerta con una expresión que tenía muy poco de hospitalaria.

—Buenas tardes. Vine a buscar mi paraguas... es decir, para ver cómo está su padre hoy —dijo el señor Brooke, poniéndose algo nervioso al pasar su mirada de una hermana a la otra.

—Está muy bien en el paragüero; se lo traeré y le diré que está usted aquí —contestó Jo, y habiendo mezclado a su padre con el paraguas en su respuesta, Jo, se escapó de la sala al cuarto para dar a Meg la oportunidad de decir su discurso y lucir su dignidad.

Pero tan pronto como ella desapareció, Meg se acercó a la puerta murmurando:

—Mamá desearía verte. Enseguida la llamaré.

—No te vayas. ¿Me tienes miedo, Meg? —y tan ofendido parecía el señor Brooke, que Meg pensó que había cometido alguna descortesía. Se ruborizó hasta los pequeños bucles de su frente, porque nunca antes la había llamado Meg, y se sorprendió al observar cuán natural y dulce le parecía oírselo decir. Deseando parecer amistosa y serena, extendió la mano, y dijo agradecida:

—¿Cómo puedo tenerte miedo habiendo sido tan bueno con papá? Sólo querría darte las gracias por ello.

—¿Quieres que te diga cómo podrás dármelas? —repuso el señor Brooke, reteniendo la mano entre las suyas.

—¡Oh, no!, por favor; preferiría que no —dijo, tratando de retirar la mano.

—No te molestaré; no deseo más que saber si me quieres un poquito, Meg; ¡te quiero tanto, querida mía! —añadió tiernamente el señor Brooke.

Era el momento oportuno para el rechazo sereno y correcto, pero Meg no lo pronunció. Lo olvidó por completo, bajó la cabeza y respondió "no sé" tan suavemente, que John tuvo que bajar la cabeza para oír la respuesta.

A él le pareció una respuesta valiosa, porque sonrió para sí, como si estuviera satisfecho; estrechó la manecita regordeta y dijo con voz persuasiva:

—¿Quieres tratar de descubrirlo? Necesito mucho saberlo, porque no puedo trabajar con ánimo hasta saber si al fin voy a tener mi recompensa.

—Soy demasiado joven —balbuceó Meg, pensando por qué estaría tan perturbada.

—Esperaré, y entretanto podrías aprender a quererme. ¿Sería una lección muy difícil, querida mía?

—No; no, si quisiera aprenderla; pero...

—Hazme el favor de querer aprenderla, Meg. Me gusta enseñar, y esto es más fácil que el alemán —añadió John, apoderándose de la otra mano, de manera que ella no podía esconder la cara cuando él la buscaba para mirarla.

Su voz era suplicante; pero, mirándolo furtiva, Meg notó que sus ojos estaban alegres a la vez que tiernos y que sonreía como quien no duda del éxito. Esto la contrarió; las estúpidas lecciones de coquetería le vinieron a la memoria, y el amor del poder, que duerme en el seno aun de las tres mujercitas, se despertó de repente, tomando posesión de ella. Se sintió excitada y extraña, y, no sabiendo qué hacer, cedió a un impulso caprichoso; retirando las manos, dijo con aspereza:

—No lo deseo; hazme el favor de irte y dejarme en paz.

El pobre señor Brooke se quedó como si viera desplomarse de un golpe todo su hermoso castillo en el aire, porque jamás la había visto de tal humor, y no podía explicárselo.

—¿Quieres decir eso de veras? —preguntó ansiosamente.

—Sí, de veras; no deseo preocuparme por tales cosas. Papá dice que no debo hacerlo; es demasiado pronto.

—¿No puedo esperar que cambies de modo de pensar? Esperaré, y no diré nada hasta que hayas tenido más tiempo. No juegues conmigo, Meg. No pensé que lo harías.

—No pienses en mí para nada. Prefiero que no lo hagas —dijo Meg, gozando maliciosamente en probar la paciencia de su amante y su propio poder.

Él estaba ahora serio y pálido, y decididamente se parecía más a los héroes de novelas que ella admiraba; pero no se golpeó la frente, ni fue y vino de un lado a otro del cuarto, como aquéllos solían hacer; se quedó sencillamente parado, mirándola de manera tan anhelante que ella comprendió que comenzaba a enternecerse a pesar suyo. No sé qué hubiera sucedido entonces de no haber entrado la tía March en momento tan interesante.

La anciana no había podido resistir el deseo de ver a su sobrino porque había encontrado a Laurie mientras daba un paseo en coche, y, al oír que el señor March había llegado, vino directamente a verlo. Todas estaban ocupadas en la parte interior de la casa y ella había entrado sigilosamente, esperando tomarlos de sorpresa. La confusión que causó a dos de ellos fue tal, que Meg se sobresaltó como si hubiera visto un fantasma y el señor Brooke se escapó al estudio.

—¡Por mi vida! ¿Qué quiere decir esto? —gritó la anciana señora, golpeando el suelo con su bastón, según pasaba la vista del joven pálido a la señorita ruborosa.

—Es amigo de papá. ¡Me ha sorprendido tanto verla a usted! —balbuceó Meg.

—¡Ya se ve! ¡Ya se ve! —respondió la tía March, sentándose—. Pero, ¿qué está diciendo para que te pongas colorada como una peonía? Aquí hay algo y necesito saber —añadió, dando otro golpe con el bastón.

—No hacíamos más que hablar. El señor vino a buscar su paraguas — comenzó a decir Meg, deseando que Brooke y el paraguas estuvieran seguros fuera de la casa.

— ¿Brooke? ¿El tutor de ese chico? ¡Ah! Ahora lo comprendo. Lo sé todo. Jo dejó escapar algunas palabras en una de las cartas de su padre, y la obligué a que me lo dijera todo. No lo habrás aceptado, niña —gritó la tía March, escandalizada.

—¡Chist! ¡Puede oír! ¿Quiere que llame a mamá?

— Todavía no. Tengo algo que decirte, y debo decir lo que pienso sin más espera. Dime, ¿tienes la intención de casarte con ese Brooke? Si lo haces no recibirás ni un penique de mi dinero. Acuérdate de ello y sé una muchacha razonable —dijo gravemente la anciana señora.

La tía March poseía a la perfección el arte de despertar el espíritu de oposición en las personas más apacibles y gozaba con hacerlo. Aun las personas mejores tienen algo de perversidad en ellas, sobre todo cuando son jóvenes y están enamoradas. Si la tía March hubiera pedido a Meg que aceptara a John Brooke, probablemente hubiera declarado que no pensaba hacer tal cosa; pero como le ordenaba de forma autoritaria que no lo quisiera, decidió que sí lo haría. Su propia inclinación, así como su rebeldía, facilitaron su decisión y, una vez excitada, Meg se opuso a la anciana con inusitada impulsividad.

—Me casaré con quien me plazca, tía March, y puede legar su dinero a quien guste —dijo.

—¡Santo cielo! ¿Así tomas mi consejo, señorita? Ya lo sentirás cuando hayas experimentado el amor en una cabaña y descubras el fracaso.

—No puede salir peor en cabaña de lo que sale en algunas casas grandes — respondió Meg.

La tía March se caló los anteojos y miró a la chica, porque no la reconocía de este humor nuevo. La misma Meg apenas se reconocía, ni se explicaba cómo se sentía tan valiente e independiente, tan feliz al defender a John y sostener su derecho de amarlo, si quería. La tía March notó que había dado un paso en falso, y, después de un rato, cambió de táctica diciendo con tanta suavidad como pudo:

—Vamos, Meg, hija mía, sé razonable, y acepta mi consejo. Lo hago por tu bien, porque no deseo que estropees toda tu vida por un error inicial. Debes casarte bien y ayudar a tu familia.

—Mis padres no piensan así; les gusta John aunque sea pobre.

—Hija mía, tu papá y tu mamá no tienen más conocimiento de la v ida que dos recién nacidos.

—Me alegro —gritó Meg valerosamente.

La tía March no hizo caso de esta observación y continuó con su sermón:

—Brooke es pobre y no tiene parientes ricos, ¿verdad?

—No; pero tiene muchos amigos sinceros.

—No se puede vivir de los amigos; inténtalo y verás a dónde llega su sinceridad. ¿No tiene algún negocio?

—Todavía no; el señor Laurence va a ayudarlo.

— Eso no durará mucho; James Laurence es un viejo atravesado con quien no hay que contar, De modo que vas a casarte con un hombre sin dinero, sin posición o negocio, y vas a continuar trabajando más duramente que ahora, cuando podrías vivir holgadamente haciéndome caso y obrando con más prudencia. Creí que tenías más sentido común, Meg.

—¡No podría casarme mejor aunque esperara la mitad de mi vida! John es bueno y prudente; tiene mucho talento; quiere trabajar y es seguro que prosperará. Todos lo quieren y respetan; estoy orgullosa de pensar que me quiere, aunque soy tan pobre, joven y tonta —dijo Meg, embellecida por el ardor con que hablaba.

—¿Sabe que tienes parientes ricos, niña? Sospecho que ese es el secreto de su amor.

—Tía March, ¿cómo se atreve a decir tales cosas? John es incapaz de tal conducta, y no la escucharé un minuto más si habla así —gritó Meg con indignación, olvidándolo todo ante la injusticia de las sospechas de su tía—. Mi John no se casaría por dinero, como yo tampoco. Estamos dispuestos a trabajar y pensamos esperar. No tengo miedo de ser pobre, porque hasta aquí he sido feliz y sé que lo seré con él, porque me ama y yo... —Al llegar aquí Meg se detuvo acordándose de repente que no se había decidido; que había dicho a "su John" que se fuese, y que él podría estar oyendo sus inconsecuentes observaciones.

La tía March estaba enojadísima porque había acariciado la ambición de que su hermosa sobrina se casara bien, y algo en la cara alegre y joven de la chica la entristeció.

—¡Bueno, me lavo las manos de todo el asunto! Eres una niña terca y has perdido más de lo que imaginas por esta locura. No, no me detengo; me he llevado un chasco contigo y no estoy con ánimo de ver a tu padre. No esperes nada de mí cuando te cases; los amigos de tu señor Brooke tendrán que ocuparse de ti. Todo ha terminado entre nosotras para siempre.

Y dando a Meg con la puerta en las narices, la tía March se fue en su coche con un humor de perros. Meg permaneció un momento sin saber si reír o llorar. Antes de que pudiera decidirlo, el señor Brooke se apoderó de ella, diciéndole de un tirón:

—No pude evitar oírte, Meg. Te agradezco la defensa que hiciste de mí, y agradezco a la tía March por haber probado que me quieres un poquito.

—No supe cuánto hasta que ella te insultó —dijo Meg.

—Y no necesito irme, sino que puedo quedarme y ser feliz, ¿no es verdad, querida mía?

Aquí se presentaba otra ocasión excelente para hacer el discurso abrumador y la salida majestuosa, pero Meg no pensó en tal cosa y se rebajó para siempre a los ojos de Jo, murmurando humildemente: "Sí, John", y escondiendo la cara en el chaleco del señor Brooke.

Quince minutos después de la salida de la tía March, Jo bajó en silencio, la escalera, se detuvo un minuto en la puerta de la sala y al no oír ningún sonido dentro, meneó la cabeza, y sonrió satisfecha, diciendo para sí: "Te ha despedido, como habíamos arreglado, y ese asunto está terminado. Voy a oír la historia y a reírme bien."

Pero la pobre Jo no se rio, porque lo que vio desde la puerta la dejó paralizada y boquiabierta. Cuando esperaba triunfar sobre un enemigo vencido y alabar a una hermana enérgica por haberse librado de un novio indeseable, fue un choque tremendo ver al mencionado enemigo tranquilamente sentado en el sofá, con la hermana enérgica pegadita a su lado, con el aspecto de la más completa sumisión. Jo se estremeció como si le hubiera caído un chorro de agua fría.

Al extraño sonido se volvieron y la vieron. Meg se levantó, pareciendo a la vez orgullosa y tímida; pero "ese hombre", como Jo lo llamaba, tuvo la osadía de reír y decir tranquilamente, tomando la mano de la recién llegada:

—Hermana Jo, felicítanos.

Esto era añadir un insulto a la injuria; era demasiado; y haciendo un movimiento brusco con las manos, Jo desapareció sin decir una palabra. Al subir la escalera asustó a los enfermos, exclamando trágicamente:

—¡Que alguien baje pronto! ¡John Brooke se porta horriblemente y a Meg le gusta!

Los padres salieron rápidamente, y echándose sobre la cama, Jo sollozó y se lamentó desesperadamente al contar la terrible noticia a Beth y Amy, Pero las niñas estaban encantadas con el interesante acontecimiento, y Jo recibió poco consuelo de ellas, por lo cual se fue a su refugio de la boardilla y confió sus penas a los ratones.

La campana sonó para el té antes de que Brooke hubiese acabado de describir el paraíso que se proponía crear para Meg, y la condujo con mucho orgullo a la mesa, pareciendo ambos tan felices, que Jo no pudo tener celos o estar triste. Amy estaba muy impresionada por la devoción de John y la dignidad de Meg. Beth les sonreía de lejos, mientras los padres miraban a la joven pareja con tan tierna satisfacción, que era evidente que la tía March tenía razón al decir que "ellos no tenían más conocimiento de la vida que dos recién nacidos". Nadie comió mucho, pero todos estuvieron muy alegres, y la vieja sala pareció iluminarse de una manera asombrosa al empezar en ella el primer episodio romántico de la familia.

—No dirás que nunca pasa nada agradable —dijo Amy.

—Seguro que no lo digo. ¡Cuántas cosas sucedieron desde que lo dije!

—¡Parece que hace un año! —susurró Meg.

—Esta vez las alegrías siguen de cerca a las tristezas y creo que los cambios han comenzado —dijo la señora March—. En la mayoría de las familias, aparece de vez en cuando un año fecundo en acontecimientos.

—Espero que el año próximo terminará mejor —murmuró Jo, que encontraba muy difícil ver a Meg absorta con un extraño en su misma casa.

— Espero que el tercer año después de éste terminará mejor; me propongo que así sea si vivo para realizar mis proyectos —dijo el señor Brooke, sonriendo a Meg, como si todo ahora fuera posible para él.

—¿No les parece mucho tiempo para esperar? —preguntó Amy, que tenía prisa por ver la boda.

—Tanto tengo que aprender antes de estar preparada, que me parece muy poco tiempo —respondió Meg con tal dulce gravedad, como no se viera antes en su cara.

—Tú no tienes más que hacer que esperar. Yo soy quien ha de trabajar — dijo John, comenzando por recoger la servilleta de Meg con una expresión que hizo a Jo sacudir la cabeza y decirse a sí misma, con aire aliviado, al oír sonar la puerta principal.

—Ahí está Laurie; ahora podremos conversar razonablemente.

Pero Jo se llevó un chasco, porque Laurie entró saltando de alegría, con un gran ramo de flores para "la señora de John Brooke", y evidentemente ilusionado con la idea de que todo se había arreglado por su buena intervención.

—Sabía que Brooke triunfaría; cuando decide que una cosa se realice, se realiza —dijo Laurie, cuando hubo presentado su obsequio y sus felicitaciones.

— Muchas gracias por esa recomendación. Lo tomo como buen presagio del futuro, y desde este mismo momento te invito a mi boda —respondió el señor Brooke, que se sentía en paz con todos, aun con su travieso discípulo.

—Asistiré, aunque tenga que venir del fin del mundo, porque para ver la cara de Jo en esa ocasión valdrá la pena el viaje. No pareces muy alegre; ¿qué te pasa? —preguntó Laurie, siguiéndola a un rincón de la sala, donde todos habían ido a recibir al señor Laurence.

—No apruebo la boda, pero he decidido soportarla y no diré nada en contra

—dijo Jo—. No puedes comprender lo duro que es para mí renunciar a Meg.

—No renuncias a ella. Solamente vas a medias con él.

— Nunca puede ser lo mismo. He perdido a mi amiga más querida — suspiró Jo.

—De todas maneras, me tienes a mí. No valgo mucho, ya lo sé; pero te seré fiel toda mi vida; te doy mi palabra.

—Sé que lo serás y te estoy muy agradecida. Siempre eres un gran consuelo para mí, Teddy —respondió Jo.

—Bueno, ahora no estés triste, sé un buen camarada. Todo está bien, ya lo ves. Meg es feliz; Brooke se apresurará a establecerse inmediatamente; mi abuelo lo ayudará, y ¡qué alegre será ver a Meg en su propia casita! Después que ella se vaya, pasaremos días magníficos, porque yo terminaré pronto mis estudios, y entonces iremos al extranjero. ¿No te consolaría eso?

—¡Vaya si me consolaría! Pero quién sabe lo que sucederá dentro de tres años —dijo Jo pensativamente.

—¡Es verdad! ¿No te gustaría poder echar una mirada al porvenir y ver dónde estaremos entonces? A mí sí.

—Creo que no, porque podría ver algo triste y todos parecen tan felices ahora que no podrá mejorarse mucho.

Los ojos de Jo recorrieron lentamente la sala con expresión feliz, porque la escena era muy agradable.

Los padres estaban sentados juntos, rememorando el primer capítulo de su novela, que comenzara unos veinte años atrás. Amy dibujaba a los novios, sentados aparte, en el mundo encantador de sus sueños. Beth estaba echada en el sofá, hablando alegremente con su anciano amigo, que tenía una manecita entre las suyas, como si pensara que poseía el poder de guiarlo por las sendas tranquilas que ella seguía. Jo descansaba en su silla baja favorita, con la expresión grave y tranquila que concordaba tan bien con ella, y Laurie, apoyándose en el respaldo de la silla, con su barba a nivel de la cabeza rizada de su amiga, sonreía con su modo más amistoso, y le hacía señas con la cabeza en el espejo que los reflejaba a ambos.

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SEGUNDA PARTE

CAPÍTULO 24 - ALGUNOS DATOS SOBRE LOS MARCH

Para poder empezar de nuevo y llegar a la boda de Meg con la mente abierta, convendría comenzar con algunos datos sobre los March. Pero antes, por si alguno de mis lectores mayores considera que en esta novela se habla demasiado de amor (estoy segura de que los lectores jóvenes no me harán esa objeción), citaré a la propia señora March: «¿Qué otra cosa cabe esperar con cuatro alegres muchachas en casa y un vecino joven y apuesto enfrente?».

En los tres años transcurridos, la tranquila familia ha sufrido pocos cambios, Terminada la guerra, el señor March vuelve a estar en casa, sano y salvo, ocupado con sus libros y con la pequeña parroquia de la que era ministro por su gracia y su naturaleza. Es un hombre tranquilo y estudioso, rico en esa clase de saber que merece la pena obtener, dotado de una caridad que le hace considerar a los demás sus hermanos y de una piedad que forma el carácter para que sea augusto y hernioso.

A pesar de su pobreza y de lo estricto de una integridad que le llevó a alejarse de los éxitos más mundanos, sus cualidades hicieron que llamara la atención de personas notables que acudían a él espontáneamente, atraídas como las abejas a las flores más dulces; porque, a pesar de sus cincuenta años de dura experiencia, el señor March no albergaba ni una gota de amargura. Muchos jóvenes formales encontraban a nuestro sabio de cabello gris tan formal y joven de espíritu como ellos. Las mujeres afligidas o preocupadas acudían instintivamente a él para resolver sus dudas o aliviar sus penas, seguras de que recibirían un trato amable y un consejo sabio. Los pecadores buscaban a aquel hombre mayor de corazón puro para confesarse y obtenían tanto su guía como su perdón. Los hombres de talento encontraban en él un compañero, los más ambiciosos se inspiraban en sus nobles valores e incluso los más materialistas reconocían que sus ideales eran hermosos y verdaderos, aunque no sirviesen para «pagar las facturas».

Desde fuera, parecía que las cinco enérgicas mujeres dirigieran la casa, y así era en muchos aspectos; pero no por ello aquel hombre tranquilo, sentado entre sus libros, dejaba de ser el cabeza de familia, el guía, el ancla y el consuelo del hogar. En los momentos duros, las laboriosas e inquietas mujeres siempre encontraban en él al esposo y padre, en el sentido más elevado de estas palabras.

Las niñas ponían sus corazones en manos de su madre, y su alma, en las de su padre. Y ambos progenitores vivían y trabajaban por ellas. Su amor crecía día a día, y el dulce vínculo que les mantenía unidos era de esos que convierten la vida en una bendición y persisten más allá de la muerte.

La señora March sigue tan activa y alegre, pero sus cabellos están algo más encanecidos que la última vez que la vimos. Ahora está tan dedicada a los preparativos de la boda de Meg que muchos hospitales y casas, todavía llenos de soldados heridos y viudas, echan de menos sus piadosas visitas.

John Brooke cumplió valientemente con sus obligaciones en el ejército durante un año, resultó herido, le enviaron a casa y le prohibieron regresar al frente. No le condecoraron, aunque merecía tal honor porque arriesgó sin dudarlo cuanto tenía: la vida y el amor son bienes muy preciados, sobre todo cuando están en plena eclosión. El joven aceptó de buen grado su baja y se dedicó en cuerpo y alma a recuperarse, intentar prosperar y obtener un hogar que poder ofrecerle a Meg. Su sentido del deber y su feroz independencia le hicieron rechazar la generosa ayuda que el señor Laurence estaba dispuesto a brindarle, y aceptó un puesto en una teneduría de libros, porque prefería empezar honestamente, con un sueldo humilde, que arriesgar un dinero prestado.

Meg, que había dedicado el tiempo de espera a trabajar, se había vuelto más femenina y más ducha en las artes del ama de casa, y estaba más guapa que nunca porque el amor es el mejor tratamiento de belleza. Tenía las ambiciones y esperanzas propias de la juventud, y por eso la había descorazonado un poco la humildad con la que había de iniciar su nueva vida en pareja. Ned Moffat acababa de contraer matrimonio con Sallie Gardiner y Meg no podía evitar comparar su elegante casa, su carruaje, sus muchos regalos y su espléndido vestido con los suyos, y deseaba, secretamente, poder tener algo igual. Pero la envidia y el desencanto desaparecían enseguida cuando pensaba en el paciente amor y la entrega con la que John había logrado adquirir la pequeña vivienda que ya estaba lista para ella. Y cuando se sentaban juntos, al atardecer, y conversaban sobre sus planes, su futuro le parecía tan hermoso y lleno de luz que el esplendor de la vida de Sallie quedaba atrás y se sentía la muchacha más rica y feliz de la cristiandad.

Jo no volvió a cuidar a la tía March, porque la anciana se encaprichó tanto con Amy que la convenció de que le hiciese compañía sobornándola con clases de dibujo con los mejores profesores, algo por lo que Amy hubiese aceptado servir a la señora más exigente. Así, la joven dedicaba las mañanas al deber y las tardes, al placer, y mejoraba a buen ritmo. Jo se dedicó en cuerpo y alma a la literatura y a cuidar de Beth, que al cabo de tanto tiempo aún no se había recuperado del todo de aquella fiebre. No era exactamente una enferma, pero ya no tenía el aspecto sonrosado y saludable de antaño. Aun así, seguía siendo una criatura llena de esperanzas, feliz y serena, atareada con las labores que tanto le agradaban, una amiga excelente para todos y un auténtico ángel en la casa, aunque los que tanto la querían no siempre lo supiesen apreciar.

Como The Spread Eagle le pagaba un dólar por columna por sus «bazofias», como ella llamaba a sus historias, Jo se sentía una mujer de posibles y escribía tantos relatos románticos como era capaz. No obstante, su inquieta mente cobijaba planes más ambiciosos, por lo que la vieja cocina del desván se fue llenando de manuscritos llamados a situar el apellido March entre los grandes y famosos.

Laurie, que había cursado estudios universitarios para satisfacer a su abuelo, buscaba ahora la forma de cumplir sus propios deseos. Su dinero, sus modales, su gran talento y su buen corazón, que siempre le llevaba a meterse en líos para salvar a otros, le granjearon el cariño de todos, hasta el punto de correr el riesgo de echar a perder su vida. Y probablemente lo hubiese hecho, como les ocurre a tantos jóvenes prometedores, de no ser porque el recuerdo del venerable anciano preocupado por su futuro, el afecto maternal de su vecina, que cuidaba de él como de un hijo, y por último, pero no menos importante, el amor y la admiración que le profesaban cuatro inocentes muchachas que creían en él de corazón le servían para conjurar al demonio, como el más eficaz de los talismanes.

Aun siendo un buen muchacho, Laurie era humano y, por supuesto, le encantaba ir de fiesta y coquetear con muchachas. Siguiendo la moda de la universidad, fue dandi, sentimental o aficionado a la gimnasia y a los deportes acuáticos a conveniencia. Sufrió novatadas y las hizo, decía palabras vulgares y en más de una ocasión estuvo a punto de ser castigado e incluso expulsado. Pero como el origen de sus travesuras siempre era su buen humor o su amor por la diversión, le salvaban una oportuna confesión y un sincero arrepentimiento, o su gran dominio del arte de la persuasión, en el que era un auténtico experto. De hecho, estaba bastante orgulloso de sus escarceos y disfrutaba relatando a las cuatro hermanas sus triunfos sobre tutores coléricos, profesores muy serios y derrotados enemigos. Las muchachas veían como héroes a los «hombres de su clase» y no se cansaban de oír las proezas de aquellos seres excepcionales, cuyas sonrisas tenían ocasión de ver cuando Laurie invitaba a alguno de ellos a casa.

Amy disfrutaba más que nadie de aquel gran honor y pronto se convirtió en la reina del grupo. Su señoría aprendió enseguida a reconocer y sacar partido a la fascinación que despertaba. Meg estaba demasiado ocupada con su vida privada, y en particular con su John, para fijarse en ninguna otra de las creaciones del Señor, y Beth era demasiado tímida para hacer algo que no fuese mirarlos de lejos y maravillarse de que Amy se atreviese a tratarlos como lo hacía. Jo, por su parte, se sentía como pez en el agua y tenía que hacer un esfuerzo por no imitar sus gestos, frases y hazañas, que le parecían más propios de su persona que el decoro que se esperaba de una dama. Los muchachos apreciaban muchísimo a Jo, pero nunca se enamoraban de ella; sin embargo, pocos se iban sin lanzar un suspiro enamorado por la hermosa Amy. Y puesto que hablamos de sentimientos, no puedo dejar de citar el Dovecote.

Tal era el nombre de la casita marrón que el señor Brooke había elegido como hogar para Meg y él. Laurie la había bautizado así porque, según explicaba, era «el nido de amor perfecto para los arrumacos y arrullos de una pareja de tortolitos». Era una casa pequeña con un jardincito detrás y un trozo de césped del tamaño de un pañuelo en el frente. Meg pensaba colocar allí una fuente, un bosquecillo y gran profusión de hermosas flores. Por el momento, un cántaro viejo hacía las veces de fuente, en lugar del bosquecillo se veían unos cuantos alerces recién plantados, que todavía no habían decidido si iban a vivir o a morir, y un montón de palos que indicaban el lugar en el que había una semilla anunciaba la futura profusión de flores. Por dentro, la vivienda era acogedora y la feliz novia no encontró pega que ponerle del sótano al desván. La salita era tan estrecha que era una bendición que no tuvieran piano, ya que no hubiese entrado. En el comedor no cabían más que seis personas muy apretadas, y las escaleras de la cocina parecían construidas con el único propósito de hacer que tanto los sirvientes como la vajilla fuesen a dar a la carbonera. Pero, excepción hecha de esos defectillos, el resto no podía ser más completo, puesto que el buen gusto y el sentido común habían presidido la elección del mobiliario y el resultado era de lo más satisfactorio. En el pequeño recibidor no había ninguna mesa de mármol, grandes espejos o visillos de encaje, sino muebles sencillos, muchos libros, un par de herniosos cuadros, hileras de flores en el saliente de la ventana y, por todas partes, los regalos enviados por sus amistades, aunque lo más valioso no eran los presentes, sino los afectuosos mensajes que los acompañaban.

No creo que la blanca escultura de Psique, regalo de Laurie, perdiese un ápice de su belleza porque el señor Brooke hiciese más alto el soporte en el que venía originalmente, ni cabe imaginar mejor estampado para las cortinas de muselina que los artísticos dibujos trazados por Amy. Tampoco creo que haya habido despensa mejor surtida de buenos deseos, palabras alegres y buenos augurios que esa en la que Jo y su madre colocaron las pocas cajas, barriles y fardos de Meg. Y no me cabe duda de que la reluciente y nueva cocina no hubiese estado tan limpia ni hubiese resultado tan acogedora si Hannah no hubiese ordenado las ollas y sartenes por lo menos una docena de veces, y dejado el fuego listo para encenderse en el instante mismo en que «la señora Brooke entrase en casa». Asimismo, dudo que ninguna joven recién casada haya iniciado su vida con un surtido mayor de gamuzas, manoplas de cocina y bolsas de tela, porque Beth hizo suficientes para no tener que adquirir ninguna más hasta las bodas de plata, además de idear tres tipos de trapos distintos especialmente concebidos para secar las piezas de porcelana de la pareja.

La gente que compra todas esas cosas hechas no sabe lo que se pierde, porque las tareas del hogar son mucho más bellas cuando las llevan a cabo unas manos amorosas. La casa de Meg era una excelente prueba de ello porque todo, desde el rodillo hasta el jarrón de plata que decoraba la mesa de la sala, lo habían escogido con amor y ternura.

¡Cuántos momentos felices pasaban haciendo sus planes! ¡Cuántas veces iban de compras, con solemnidad, para terminar con un divertido cúmulo de objetos sin sentido, cómo se reían a costa de los saldos ridículos con que se hacía Laurie! La afición a las bromas del joven era tal que, aun estando a punto de terminar sus estudios universitarios, se comportaba como un niño. Entre sus últimas ocurrencias figuraba el llevar en su visita semanal a la joven pareja un objeto nuevo, útil e ingenioso. Así, les había regalado una bolsa de fantásticas pinzas para la ropa, un magnífico rallador de nuez moscada que se rompió la primera vez que intentaron usarlo, un limpiador para cuchillos que los estropeó todos, un cepillo que, en lugar de limpiar las alfombras, les arrancaba la lana, un jabón que prometía ahorrar trabajo y que, en realidad, despellejaba las manos; colas infalibles que solo pegaban bien los dedos del iluso comprador, y toda clase de objetos de hojalata, desde una hucha para guardar las monedas sueltas hasta una magnífica caldera pensada para limpiar distintos enseres con vapor, pero que corría el riesgo de estallar en pleno proceso.

Meg le rogó en vano que parara. John se reía de él y Jo le llamaba «señor Toodles». Parecía poseído por el extraño deseo de comprar ingenios yanquis, y el hecho de que sus amigos necesitasen un ajuar le brindaba la ocasión perfecta. Así, cada semana aparecía con algún nuevo y absurdo hallazgo.

Al final, todo quedó a punto. Amy llegó a disponer jabones a juego con los colores de las habitaciones y Beth dejó puesta la mesa para la primera comida del futuro matrimonio.

—¿Estás contenta? ¿Te gusta cómo ha quedado tu hogar? ¿Sientes que podrás ser feliz aquí? —preguntó la señora March mientras recorría el nuevo reino cogida del brazo de Meg, en un momento en que madre e hija estaban más unidas que nunca.

—Sí, mamá, estoy muy contenta, gracias a todos. Y me siento tan feliz que no encuentro palabras para expresarlo —contestó Meg, con una mirada que valía mil palabras.

—Si por lo menos tuvieses un par de sirvientes, todo iría mejor —dijo Amy al salir de la salita, donde había estado tratando de decidir si la figura de bronce de Mercurio quedaba mejor sobre la estantería o sobre la repisa.

—Mamá y yo hemos hablado de eso y he decidido seguir su consejo. Habrá muy poco que hacer. Lotty me echará una mano de vez en cuando y se ocupará de las compras, y yo tendré el trabajo justo para no volverme una perezosa ni echar de menos nuestra casa —explicó Meg tranquilamente.

—Sallie Moffat tiene cuatro —informó Amy.

—Si Meg tuviese cuatro sirvientes, ocuparían toda la casa y el señor y la señora tendrían que acampar en el jardín —intervino Jo, que llevaba un gran delantal azul y estaba terminando de pulir los picaportes.

—Sallie no es la mujer de un hombre pobre y, dada su posición, es lógico que tenga muchos sirvientes. Meg y John inician su vida en común humildemente, pero algo me dice que en su casita habrá tanta felicidad como en la más grande de las mansiones. Me parece un grave error que mujeres jóvenes como Meg no tengan nada mejor que hacer que probarse vestidos, dar órdenes y contar chismes. Cuando estaba recién casada, esperaba con ilusión que mi ropa nueva se gastase o se descosiese porque disfrutaba zurciéndola. Lo cierto es que estaba harta de dedicarme solo al bordado y de que mi mayor preocupación fuera que mi pañuelo de bolsillo estuviese impecable.

—¿Por qué no te metías en la cocina a hacer experimentos? Sallie lo hace para entretenerse, pero dice que todo le sale fatal y que las sirvientas se ríen de ella —comentó Meg.

—Lo hice al cabo de un tiempo, pero no por «experimentar», sino para aprender de Hannah y evitar así que mis criadas se burlasen de mí. En aquel momento no era más que un juego, pero con el tiempo, cuando quise cocinar para mis pequeñas, agradecí mucho saber hacerlo y poder ocuparme de todo cuando ya no me era posible pagar a alguien para que me ayudase. Querida Meg, tú empiezas en ese punto, pero las lecciones que aprendas ahora te serán de gran utilidad en un futuro, cuando John sea un hombre rico, ya que la señora de una casa debe saber hacer el trabajo que pide a sus sirvientes; así es como se consigue un servicio satisfactorio y honrado.

—Sí, mamá, estoy segura de ello —repuso Meg, que había escuchado con respeto las palabras de su madre; las tareas domésticas son un asunto tan complejo que la mejor de las mujeres podría hablar durante horas del tema—. Esta habitación es mi preferida —añadió Meg cuando, minutos después, subieron al dormitorio y se detuvo a contemplar su bien surtido armario de ropa blanca.

Beth estaba allí, formando blancas y suaves pilas en los estantes, exultante ante tan magnífica colección. Meg empezó a hablar y las tres rieron porque aquel armario era casi un chiste. Después de afirmar que si Meg se casaba con «ese señor Brooke» no vería un centavo de su dinero, la tía March se encontró en un buen dilema, porque, una vez que se calmaron los ánimos, se arrepintió de haber pronunciado semejante amenaza. Decidida a no contradecirse, se le ocurrió un plan. Pidió a la señora Carrol, madre de Florence, que encargara una generosa colección de ropa blanca, la mandase bordar con las iniciales de la pareja y la enviase como si fuese un regalo de su parte. La mujer cumplió fielmente el encargo, pero el secreto de la tía March era difícil de ocultar y toda la familia disfrutó mucho con la situación. La tía March fingía no saber nada e insistía en que solo le regalaría el collar de perlas anticuado que siempre había prometido entregar a la primera de las muchachas que contrajera matrimonio.

—Es un regalo muy práctico para un hogar, y eso me gusta. De joven, tuve una amiga que empezó su vida de casada con solo seis sábanas pero, como tenía lavafrutas para los invitados, estaba encantada —explicó la señora March mientras alisaba los manteles de damasco, cuya calidad no escapaba a su espíritu femenino.

—Yo no tengo ni un solo lavafrutas, pero Hannah dice que este conjunto me servirá toda la vida —dijo Meg con lógica satisfacción.

—Aquí llega el señor Toodles —exclamó Jo desde abajo, y todas fueron a dar la bienvenida a Laurie, puesto que su visita semanal era uno de los eventos más importantes en sus tranquilas vidas.

Un joven alto, de hombros anchos, pelo corto, sombrero redondo de fieltro y abrigo suelto caminaba a buen paso en dirección a la casa, saltó por encima de la valla baja sin detenerse a abrir la portezuela, fue directo hacia la señora March, con los brazos abiertos, y dijo emocionado:

—¡Aquí estoy, mamá! Sí, todo va bien.

Estas últimas palabras las pronunció en respuesta a la mirada dulce e inquisitiva de la mujer. En los bellos ojos del joven había tanta franqueza que la breve ceremonia terminó como de costumbre, con un beso maternal.

—Para la señora de John Brooke, junto con mi felicitación y mis mejores deseos. ¡Dios te bendiga, Beth! ¡Jo, verte es todo un espectáculo! Amy, estás demasiado bonita para seguir soltera.

Mientras hablaba, Laurie entregó a Meg un paquete envuelto en papel marrón, deshizo el lazo del cabello de Beth, se quedó mirando el gran delantal de Jo e hizo una reverencia teatral a Amy. Luego estrechó la mano de todas y empezaron a charlar animadamente.

—¿Dónde está John? —preguntó Meg, nerviosa.

—Ha ido a buscar el permiso para mañana, señora.

—¿Quién ha ganado el último partido, Teddy? —inquirió Jo, que, a pesar de tener diecinueve años cumplidos, seguía muy interesada por los deportes masculinos.

—Nosotros, por supuesto. Me habría encantado que estuvieses allí para verlo.

—¿Qué tal está la encantadora señorita Randal? —preguntó Amy con una sonrisa pícara.

—Más cruel que nunca, ¿no ves cómo sufro? —Y Laurie se propinó una sonora palmada en el pecho y exhaló un melodramático suspiro.

—¿Cuál es la última broma? Meg, abre el paquete y así nos enteraremos —propuso Beth mirando con gran curiosidad el paquetito.

—Se trata de un objeto que conviene tener en una casa por si se declara un incendio o entran ladrones —comentó Laurie, mientras todas recibían con carcajadas la aparición de un silbato de guardia—. A partir de ahora, si John se encuentra ausente y algo te asusta, bastará con que te acerques a la ventana y toques el silbato para alertar al vecindario. Bonito regalo, ¿verdad? —Dicho esto, Laurie hizo una demostración de las virtudes del producto que hizo que todas se llevaran las manos a los oídos—. ¡Menudas desagradecidas! Y hablando de gratitud, no olvides dar las gracias a Hannah por haber impedido que destruyese tu pastel de boda. Vi que lo llevaban a vuestra casa al pasar y, de no haber sido por su valiente defensa, le habría cortado un pedazo allí mismo. Tenía un aspecto delicioso.

—Me pregunto si algún día crecerás, Laurie —dijo Meg con voz de adulta.

—Hago lo que puedo, señora, pero parece que esta va a ser mi altura definitiva. Mucho me temo que, en estos difíciles tiempos, un hombre no puede aspirar a medir más de un metro ochenta —repuso el joven caballero, cuya cabeza rozaba la pequeña luz de araña—. Sospecho que comer algo en una casita tan nueva sería como profanarla pero, como estoy muerto de hambre, propongo que nos traslademos —añadió enseguida.

—Mamá y yo vamos a esperar a John. Aún quedan unas cuantas cosas por arreglar —explicó Meg, que se alejó enseguida.

—Beth y yo vamos a casa de Kitty Bryant a buscar más flores para mañana —añadió Amy después de probarse el pintoresco sombrero de su amigo sobre sus pintorescos rizos y disfrutar del efecto tanto como el resto.

—Venga, Jo, no abandones a un amigo. Estoy tan exhausto que no podría llegar hasta casa sin ayuda. No te quites el delantal; no sé para qué lo usas, pero te favorece mucho —comentó Laurie mientras Jo lo guardaba en su amplio bolsillo y le tendía el brazo para que su amigo se apoyase en ella.

—Bueno, Teddy, quiero que hablemos seriamente sobre mañana —empezó Jo mientras caminaban cogidos del brazo—. Quiero que me prometas que te comportarás como es debido, que no harás travesuras ni echarás a perder nuestros planes.

—No habrá travesuras.

—Y no digas tonterías cuando tengamos que mantener la compostura.

—Yo nunca hago nada semejante; esa es tu especialidad.

—Y te ruego que no me mires durante la ceremonia, porque si lo haces me echaré a reír.

—Ni me verás. Seguro que te pasas el rato llorando, de modo que lo verás todo como envuelto en una espesa niebla.

—Yo no lloro a menos que tenga una pena muy grande.

—Como cuando un viejo amigo va a la universidad, ¿eh? —dijo Laurie sonriendo.

—No seas tonto. Eché unas lagrimitas para no desentonar con el resto.

—Claro. Jo, ¿qué tal está mi abuelo esta semana? ¿Está de buen humor?

—Mucho. ¿Por qué lo preguntas? ¿Te has metido en algún lío y quieres saber cómo se lo va a tomar? —preguntó Jo sin delicadeza alguna.

—Jo, no creerás que habría mirado a tu madre a los ojos y le habría dicho que todo iba bien de no ser así, ¿verdad? —Laurie se detuvo y adoptó un aire ofendido.

—No, por supuesto.

—Entonces, no seas tan suspicaz. Solo quiero pedirle un poco de dinero —explicó Laurie, que echó a andar de nuevo, con el ánimo más sereno gracias al tono cálido de Jo.

—Gastas mucho, Teddy.

—¡Por Dios! No lo gasto, el dinero se va solo, sin que haga nada. Desaparece sin que yo sepa cómo.

—Eres tan generoso y tienes un corazón tan bondadoso que no paras de prestar a los demás. Eres incapaz de decir «no» a nadie. Nos hemos enterado de lo de Henshaw y de todo lo que has hecho por él. Si gastas el dinero en cosas así, nadie te recriminará nada —apuntó Jo afectuosamente.

—Oh, Henshaw hizo una montaña de un grano de arena. No podía dejar que el pobre hombre se matara a trabajar cuando estaba en mi mano ayudarle y vale más que veinte caballeros vagos. Tú hubieras hecho lo mismo.

—Por supuesto. Pero no sé de qué te va a servir tener diecisiete chalecos, un sinfín de pajaritas y ponerte un sombrero nuevo en cada visita a casa. Pensé que habrías superado la fase de dandi, pero cada dos por tres aflora en otro punto. Ahora lo que está de moda es tener un aspecto horrendo, cortarte el pelo de manera que parezca que llevas un cepillo en la cabeza, usar chaquetas sin pinzas, guantes naranjas y botas con la punta cuadrada. Si las prendas feas fuesen baratas, no diría nada; pero cuestan tanto como la ropa elegante y no le veo la gracia.

En respuesta al ataque, Laurie echó hacia atrás la cabeza y rio con tantas ganas que su sombrero redondo cayó al suelo y Jo lo pisó, un insulto que el joven aprovechó para disertar sobre las ventajas de las prendas toscas mientras doblaba el maltrecho sombrero y lo embutía en su bolsillo.

—No me sermonees más, soy una buena persona. Ya tengo bastante con lo que debo aguantar durante la semana; cuando vuelvo a casa, me apetece divertirme. Mañana me vestiré de gala, cueste lo que cueste, y seré un orgullo para mis amigos.

—No volveré a darte la lata si te dejas el pelo un poco más largo. No soy una aristócrata, pero no me agrada que me vean en compañía de un joven que parece un boxeador profesional —sentenció Jo en tono severo.

—Este estilo modesto favorece el estudio, por eso lo usamos —afirmó Laurie, al que ciertamente no se podía acusar de ser vanidoso, puesto que había sacrificado voluntariamente su hermoso cabello ondulado—. Por cierto, Jo, creo que Parker está loco por Amy. No para de hablar de ella, le escribe poemas y se queda embobado pensando en ella. Sería mejor cortar este asunto antes de que vaya a más, ¿no te parece? —preguntó Laurie hablando como un hermano mayor tras unos minutos de silencio.

—Por supuesto, no queremos más bodas en la familia por ahora. Por amor de Dios, ¿en qué piensan hoy en día los críos? —Jo parecía escandalizada, como si Amy y Parker, en lugar de adolescentes, siguieran siendo niños.

—Hoy en día todo va deprisa. No sé a dónde iremos a parar, señorita. Tú no eres más que una cría, Jo, pero eres la siguiente, y cuando llegue el momento solo nos quedará lamentarnos —apuntó Laurie meneando la cabeza para indicar su preocupación por el estado de las cosas.

—¿Yo? ¡No temas por mí! Yo no soy de las que agradan a los hombres. Nadie me querrá, y es una suerte, porque en toda familia debe haber una solterona.

—No das a nadie la oportunidad de conocerte —repuso Laurie mirándola de reojo y con algo más de color en su rostro moreno—. No dejarás que nadie vea tu lado dulce y, si por casualidad un hombre llega a descubrirlo y no puede disimular su interés, lo tratarás tan mal como la señorita Gummidge a su pretendiente; le tirarás un jarro de agua fría y serás tan arisca que a todos se les quitarán las ganas de acercarse o de mirarte siquiera.

—No me gustan estas cosas. Estoy demasiado ocupada para pensar en tonterías y me parece horrible que las familias se separen por este motivo. Venga, no sigas hablando de esto. La boda de Meg nos ha trastornado a todos y solo hablamos de parejas enamoradas y estupideces parecidas. No quiero ponerme de mal humor, de modo que cambiemos de tema. —Y, en efecto, Jo parecía dispuesta a lanzar un jarro de agua fría a quien la volviese a provocar.

Fueran cuales fuesen sus auténticos sentimientos, Laurie se limitó a dejar escapar un largo silbido y, cuando se despidieron en la puerta, repitió su temible profecía:

—Recuerda mis palabras, Jo, tú serás la siguiente.

CAPÍTULO 25 - LA PRIMERA BODA

Aquella mañana de junio, las rosas que decoraban el porche amanecieron abiertas y radiantes, como si también ellas, cordiales vecinitas de la familia, se alegrasen de corazón ante la perspectiva de un día soleado, sin nubes. Sus rostros estaban rojos de emoción mientras el viento las mecía y murmuraban entre sí lo que veían. Asomadas a las ventanas, unas observaban el banquete dispuesto en el comedor, otras, situadas más arriba, contemplaban sonrientes cómo las hermanas vestían a la novia, mientras otras se balanceaban para saludar a las personas que iban y venían por el jardín, el porche y el vestíbulo para cumplir encargos, y todas ellas, desde la más rosada y abierta hasta el más discreto capullo, homenajeaban con su belleza y aroma a la dulce dama que con verdadero amor las había cuidado durante tanto tiempo.

La propia Meg parecía una rosa. Se diría que lo mejor y más dulce de su corazón y su alma afloraba aquel día en su rostro, que se veía radiante y tierno, con un encanto que era mucho más hermoso que la belleza. No quiso usar ni seda, ni encaje ni azahar. «Ese día, no quiero parecer otra ni ir demasiado arreglada —había comentado—. No deseo una boda a la moda, quiero que mis seres queridos me vean como soy».

Así pues, había diseñado ella misma su vestido de novia y lo había cosido con la tierna esperanza y el inocente romanticismo propios de un corazón joven. Sus hermanas le recogieron su bonito cabello y lo adornaron con lirios del valle, la flor predilecta de «su John».

—Querida Meg, estás radiante y preciosa, ¡y tan natural! Te abrazaría fuerte, pero no quiero arrugarte el vestido —exclamó Amy, encantada, mirándola de arriba abajo una vez que terminaron de arreglarla.

—Me alegro que sea así. Pero, por favor, abrazadme y besadme todas, el vestido me trae sin cuidado. Si es por algo así, espero que se arrugue mucho en el día de hoy. —Meg abrió los brazos para estrechar a sus hermanas, cuyos rostros resplandecieron de felicidad al comprobar que el nuevo amor no había destronado al antiguo en el corazón de Meg—. Ahora iré a anudar la corbata de John y luego estaré un rato a solas con papá en el estudio. —Dicho esto, Meg bajó a toda prisa para cumplir con los dos pequeños rituales y poder dedicar el resto del tiempo a su madre, que, a pesar de sonreír amorosamente, sentía la tristeza interior que acompaña a todas las madres cuando el primer pájaro abandona el nido.

Aprovecharé que las más jóvenes están reunidas dando un último repaso a sus sencillos atuendos para comentar cómo ha cambiado su aspecto en los últimos tres años; sin duda, todas están en su mejor momento.

La figura de Jo es mucho menos angulosa, y ahora camina, si no con gracia, cuando menos con soltura. Le ha crecido el cabello y suele recogérselo en una gruesa cola de caballo, que favorece mucho más a la pequeña cabeza que corona su espigado cuerpo. Sus mejillas morenas tienen un toque lozano de color, y sus ojos, un brillo suave; en un día como este, se esmera por refrenar su afilada lengua para no pronunciar más que comentarios amables.

Beth está ahora más delgada, pálida y callada que nunca. Sus hermosos y tiernos ojos parecen más grandes y su mirada tiene una expresión que genera tristeza en quien la ve, aun cuando ella no la sienta. Se diría que la sombra del dolor planea con patética paciencia sobre el joven rostro. Pero Beth casi nunca se queja; al contrario, suele hablar esperanzada de una «pronta mejoría».

A Amy todas la consideran con justicia «la flor de la familia». A sus dieciséis años, tiene el aspecto y la actitud de una mujer hecha y derecha. Más que bella, posee ese atractivo indescriptible al que nos referimos como «gracia». Asoma en las curvas de su figura, en la forma y los movimientos de sus manos, en el vuelo de su vestido, en la caída de su cabello, natural y armoniosa y tan sugerente como bella. A Amy le seguía preocupando su nariz, que se negaba a adoptar un perfil griego. Tampoco le agradaba su boca, que le parecía excesivamente grande y con un labio inferior demasiado prominente. Esos rasgos imperfectos dotaban a su rostro de personalidad, pero ella no lo veía así y solo encontraba consuelo en la maravillosa blancura de su tez, sus vivos ojos azules y sus bucles, más dorados y abundantes que nunca.

Las tres vestían trajes finos, de color plateado (sus vestidos de gala para el verano) y llevaban pequeñas rosas en el cabello y en el pecho. Y tenían el aspecto de lo que eran: jóvenes alegres de corazón y de rostro lozano, que han hecho una pausa en su ajetreada vida para leer emocionadas el capítulo más dulce en la novela de toda mujer.

No estaban previstas ceremonias especiales. Todo sería lo más natural y hogareño posible. Así pues, cuando la tía March llegó, se escandalizó al ver a la novia salir corriendo para darle la bienvenida y acompañarla dentro, donde encontró al novio fijando una guirnalda descolgada y al padre subiendo pollas escaleras con expresión seria y una botella de vino bajo cada brazo.

—Por Dios, ¡cómo está todo! —exclamó la anciana. Se sentó en el lugar de honor reservado para ella y se alisó el vestido de moiré de color lavanda que lucía, con el consiguiente frufrú del tejido—. Niña, nadie debería verte hasta el último momento.

—No soy un espectáculo, querida tía, y nadie viene a verme, a criticar mi vestido o a calcular el coste de la comida. Soy demasiado feliz para preocuparme de lo que diga o piense la gente, y tendré una boda sencilla, como siempre he querido. John, querido, aquí está el martillo. —Y Meg fue a ayudar a «aquel hombre» en tan inadecuada labor.

El señor Brooke no le dio las gracias pero, al asir la poco romántica herramienta, besó a la novia detrás de la puerta y la miró de una forma que hizo que la tía March echase mano de su pañuelo para secarse unas lágrimas de emoción que habían aflorado a sus viejos y perspicaces ojos.

Se oyó el ruido de algo al caer, seguido de un grito. Laurie soltó una carcajada y exclamó divertido: «¡Por Júpiter, Jo, has vuelto a estropear el pastel!», tras lo cual sobrevino un frenesí de actividad que apenas tocaba a su fin cuando empezaron a llegar los primos, con lo que pudieron al fin «dar inicio a la fiesta», como solía decir Beth de niña.

—No permitas que ese joven gigante se me acerque; es más molesto que un mosquito —susurró la anciana a Amy cuando la sala empezó a llenarse y vio la cabellera negra de Laurie sobresalir entre el gentío.

—Ha prometido que hoy se comportará y, cuando quiere, es un joven muy educado —afirmó Amy, y fue a avisar a Hércules de que tuviera cuidado con el dragón. La advertencia tuvo como resultado que el joven rondase a la anciana con gran devoción y la mantuviese muy entretenida.

La novia no hizo una entrada espectacular, pero se produjo un gran silencio cuando el señor March y la joven pareja ocuparon sus lugares bajo el verde arco. La madre y las hermanas se situaron muy cerca, como si se resistiesen a dejar marchar a Meg, y al padre se le quebró la voz en más de una ocasión, lo que hizo que la ceremonia resultase más bella y solemne de lo normal. Al novio le temblaban visiblemente las manos y no se le oyó cuando declaró su amor; en cambio, Meg miró a los ojos a su futuro marido y pronunció un «sí quiero» tan claro y con tal ternura y seguridad en la voz y en la expresión que su madre sintió un escalofrío de emoción y todo el mundo oyó a la tía March sorber por la nariz.

Jo no derramó ni una lágrima, aunque en una ocasión estuvo a punto y se contuvo al percatarse de que Laurie la miraba con una divertida mezcla de alegría y emoción en sus picaros ojos negros. Beth estuvo toda la ceremonia con el rostro oculto en el hombro de su madre. Amy, en cambio, parecía una estatua llena de gracia, realzada su belleza por el rayo de sol que le iluminaba la blanca frente y la flor que le adornaba el cabello.

A los pocos segundos de estar casada, Meg sorprendió a todos exclamando: «¡El primer beso es para mamá!», y fue hacia ella y se lo dio de todo corazón. En los quince minutos siguientes, la joven, que estaba más bella que nunca, recibió las felicitaciones de todos los asistentes, désele el señor Laurence hasta la vieja Hannah, que llevaba con timidez un estupendo tocado y se abalanzó sobre ella en el vestíbulo y entre sollozos y risitas dijo:

—¡Que Dios te bendiga cientos de veces, querida! El pastel está intacto y todo ha quedado maravilloso.

Después todos se acercaron a decir una frase ocurrente, o al menos a intentarlo, lo que al fin era lo mismo, porque cuando los corazones están alegres la risa es contagiosa. No hubo exposición de regalos porque todos estaban ya colocados en su sitio, en la pequeña vivienda, y en lugar de un elaborado banquete sirvieron frutas y pastel entre adornos florales. Al descubrir que los únicos néctares que las tres Hebes servían eran agua, limonada y café, el señor Laurence y la tía March se encogieron de hombros y sonrieron. Nadie comentó nada sobre el particular, salvo Laurie, que insistió en servir personalmente a la novia y fue hacia ella con una bandeja llena y expresión perpleja.

—Dime, ¿ha roto Jo todas las botellas de vino sin querer? —susurró—. ¿Acaso cuando creí haber visto alguna por ahí esta mañana estaba soñando?

—No, tu abuelo ha tenido la amabilidad de regalarnos unas botellas de su mejor vino y la tía March ha traído más, pero papá ha guardado unas pocas para Beth y ha enviado el resto a la Casa del Soldado. Opina que el vino solo debe tomarse en caso de enfermedad, y manía dice que ni ella ni sus hijas ofrecerán nunca vino a un joven invitado que llegue a su casa.

Meg hablaba en serio y esperaba que Laurie frunciese el entrecejo o se echara a reír, pero el joven no hizo ni lo uno ni lo otro. La miró un instante a los ojos y dijo con su habitual impulsividad:

—Me parece bien. He visto los males que causa y me gustaría que otras mujeres pensaran como vosotras.

—Espero que no lo digas por experiencia propia —dijo Meg con un deje de angustia en la voz.

—No, te doy mi palabra. No creas que soy un santo, pero la bebida no es una de mis tentaciones. Me crie en un lugar en el que el vino es tan común como el agua y se considera igual de inofensivo, por lo que no me interesa demasiado. Claro que si me lo ofrece una joven hermosa no lo rechazo.

—Pues tendrás que prescindir de él, si no por tu bien, por el de los demás. Venga, Laurie, prométeme que no beberás nunca más; así me darás otra razón para que este sea el día más feliz de mi vida.

Ante una petición tan repentina y seria el joven vaciló por unos segundos, porque el sentido del ridículo suele ser más difícil de soportar que la templanza. Meg sabía que si hacía aquella promesa la mantendría a toda costa y, consciente del poder que poseía como mujer, lo usó para el bien de su amigo. No dijo nada más, pero le miró con una expresión y una sonrisa de felicidad que parecían decir: «Hoy nadie me puede negar nada». Desde luego, Laurie no pudo, y asintió con una sonrisa, le tendió la mano y anunció sinceramente:

—¡Lo prometo, señora Brooke!

—Gracias, muchas gracias.

—Brindo por tu decisión, Teddy —exclamó Jo, que le salpicó con un poco de limonada al alzar el vaso para el brindis.

El brindis selló una promesa que el joven mantuvo a pesar de las fuertes tentaciones; con su sabiduría instintiva, las muchachas habían sacado partido a un momento de alegría para hacer a su amigo un favor que él agradeció toda su vida.

Después de comer, los invitados dieron una vuelta, en pareja o en grupitos de tres, por la casa y los jardines, donde pudieron disfrutar del sol. Meg y John estaban juntos, de pie, en el centro del césped, cuando a Laurie se le ocurrió una idea que dio el toque final a aquella original boda.

—Que todos los casados se cojan de la mano y bailen alrededor de los recién casados, como hacen los alemanes. ¡Y los solteros y solteras que den saltos en pareja fuera! —exclamó Laurie corriendo por el camino con Amy, con tanta gracia y con un humor tan contagioso que los demás no tardaron en seguir su ejemplo sin discusión.

El señor y la señora March, la tía y el tío Carrol fueron los primeros. Enseguida se sumaron otros; hasta Sallie Moffat, tras unos segundos de duda, se cogió la cola del vestido y sacó a bailar a Ned. Pero el momento más divertido lo protagonizaron el señor Laurence y la tía March. Cuando el anciano caballero pidió solemnemente a la vieja dama que saliese a bailar, esta no se lo pensó, se colocó el bastón debajo del brazo y corrió a unirse al grupo que rodeaba a la pareja de recién casados, mientras los más jóvenes revoloteaban por el jardín, como mariposas en un día de verano.

El baile llegó a su fin cuando a los participantes necesitaron parar y recuperar el aliento, momento que muchos de ellos aprovecharon para despedirse de los novios y marcharse.

—Te deseo lo mejor, querida; lo digo de corazón, pero temo que te arrepentirás de esto —dijo la tía March a Meg y, luego, mientras el novio la acompañaba al carruaje, añadió—: Tienes un tesoro, jovencito, procura estar a la altura.

—Es la boda más bonita a la que he asistido en mucho tiempo, Ned, pero no sé por qué… No era nada elegante —comentó la señora Moffat a su esposo mientras se alejaban.

—Laurie, muchacho, si alguna vez quieres hacer algo así, convence a una de esas muchachas y yo estaré encantado —dijo el señor Laurence mientras se acomodaba en su sofá para descansar después de la agitación de la mañana.

—Haré lo que pueda por satisfacerle, señor —repuso Laurie con una educación fuera de lo normal, mientras se quitaba con cuidado la flor quejo le había prendido en el ojal.

La casita no quedaba lejos y el único viaje de bodas que Meg tuvo fue el tranquilo paseo que dio con John desde su antiguo hogar hasta el nuevo, Cuando la vieron lista para marcharse, con su traje gris y su sombrero de paja atado con una cinta blanca, como una hermosa cuáquera, todos salieron a despedirla emocionados, como si fuese a emprender un largo viaje.

—Querida mamá, no sientas que me separo de ti o que te quiero menos porque ame tanto a John —dijo, abrazada a su madre, con los ojos empañados—. Papá, vendré todos los días y espero que me reservéis un lugar en vuestros corazones aunque esté casada. Beth pasará mucho tiempo conmigo y las demás vendrán de vez en cuando a verme para reírse de mis esfuerzos por convertirme en una buena ama de casa. ¡Gracias a todos por haber hecho que el día de mi boda fuese tan feliz!

Todos la vieron marchar con el rostro henchido de amor y esperanza, presa de una gran ternura, apoyada en el brazo de su marido, con flores en la mano y el sol de junio iluminando su rostro feliz… Y así empezó Meg su vida de casada.

CAPÍTULO 26 - INTENTOS ARTÍSTICOS

La gente tarda en entender que existe una diferencia entre el talento y el genio, y la lección es tanto más difícil de aprender cuando se es joven y ambicioso. Amy empezaba a vislumbrarlo en medio de grandes tribulaciones. Confundiendo entusiasmo e inspiración, probó suerte en distintas ramas del arte con la audacia propia de la juventud. Durante una larga temporada, abandonó las figuras de arcilla y se dedicó en cuerpo y alma a los dibujos con plumilla, tarea en la que demostró tener tan buen gusto y habilidad que sus elegantes obras resultaron no solo bonitas sino también rentables. Sin embargo, se le cansaba mucho la vista al trabajar con la pluma, de modo que desistió y decidió probar con el pirograbado. Mientras le duró el capricho, la familia temió que provocara un incendio. El olor a madera quemada se instaló en la casa, del desván y del cobertizo salía humo con alarmante frecuencia, había hierros candentes por todas partes y, cuando se iba a acostar, Hannah dejaba un cubo con agua y una campanilla cerca por si tenía que alertar de un incendio, Apareció un rostro de Rafael perfectamente delineado en la tabla de amasar y la cabeza de Baco en un barril de cerveza, un encantador querubín pasó a adornar la tapa del recipiente del azúcar y varios intentos fallidos de retratar a «Garrick comprando guantes a la niña pobre» proporcionaron la leña por un tiempo.

Pasar del fuego al óleo supuso una transición natural para unos dedos chamuscados, y Amy se entregó a la pintura con idéntico fervor. Una artista amiga suya le regaló paletas, pinceles y colores que ya no usaba, y Amy se lanzó a pintarrajear escenas bucólicas y marinas nunca vistas ni en tierra ni en mar. Sus cuadros de ganado eran tan monstruosos que hubiesen obtenido premios en ferias agrícolas, y el peligroso cabeceo de las embarcaciones que pintaba hubiese mareado al más experto marino, de no haber muerto de risa al instante ante tan pasmoso desconocimiento de las normas de construcción de barcos y de aparejos. Los niños morenos y las vírgenes de ojos negros que miraban al espectador desde un rincón del estudio no se parecían en nada a los de Murillo. Las manchas marrones que sombreaban los rostros, combinadas con chillones trazos en los lugares equivocados, pretendían imitar el estilo de Rembrandt; las mujeres con mucho pecho y los niños hidrópicos, al de Rubens, y el de Turner se adivinaba en las tempestades de truenos azules, relámpagos anaranjados, lluvia marrón y nubes púrpura, con una mancha roja como el tomate en el centro que tanto podía corresponder al sol, a una boya, a la camisa de un marinero o al traje de ceremonia de un rey, según decidiese el espectador.

Lo siguiente fueron los retratos al carboncillo. Surgió así una serie de imágenes de los miembros de la familia, que aparecían oscuros y desaliñados como si acabasen de salir de la carbonera. Al emplear lápices de dibujo, el resultado se suavizó y mejoró, y el parecido resultó ser considerable. El cabello de Amy, la nariz de Jo, la boca de Meg y los ojos de Laurie le salían, en palabras de todos, «de maravilla». Tras esa etapa, regresó a la arcilla y la escayola, y moldes fantasmagóricos de conocidos de la familia empezaron a asomar por las esquinas o a caer a la cabeza de quienes abrían las puertas de los armarios en cuyos estantes se apilaban, Amy logró engatusar a varios niños para que le sirvieran de modelo, pero los incoherentes relatos de estos acerca de su peculiar forma de trabajar le granjearon fama de ogro. Los esfuerzos destinados a sobresalir en esta rama se vieron abruptamente truncados a consecuencia de un inesperado accidente que supuso el fin de su pasión. Ante la dificultad de encontrar modelos, decidió hacer un molde de su propio pie, que en su opinión era precioso. Un día, alarmada por los golpes y gritos procedentes del cobertizo, la familia acudió corriendo y encontró a la entusiasta artista forcejeando con una olla de escayola en la que había metido el pie. El yeso, al parecer, se había endurecido con inesperada rapidez. Consiguieron sacárselo en una maniobra no exenta de dificultad y de peligro. Jo, que no podía dejar de reír mientras rascaba con un cuchillo la escayola, calculó mal e hizo un pequeño corte en el pie de su pobre hermana, a quien dejó una marca indeleble de su pasión artística.

Después de este episodio, Amy se calmó un tiempo, hasta que la pasión por dibujar paisajes la venció y la llevó a recorrer ríos, campos y bosques para realizar estudios y la tuvo suspirando por unas buenas ruinas que copiar. Pilló un sinfín de resfriados por sentarse en la hierba mojada para inmortalizar una «composición encantadora» formada por una piedra, un tocón, un champiñón y un tallo roto, o «una divina concentración de nubes» que, una vez terminada, parecía más una exposición de mullidos almohadones de plumas. No le importaba que se le estropeara la piel por estar sentada a orillas del río bajo el sol, en verano, para copiar un claroscuro, y le salió una arruga en el entrecejo de tanto fruncirlo en busca de «un buen punto de vista», que era como ella llamaba al hecho de entrecerrar los ojos.

Si, como afirmaba Miguel Ángel, el genio no es más que eterna paciencia, Amy podría sin duda atribuirse dicho don, puesto que perseveró sin que los obstáculos, los fracasos o el desánimo pudieran con ella, firmemente convencida de que era cuestión de tiempo que lograse una creación que valiese la pena y pudiese considerarse una auténtica obra de arte.

Al mismo tiempo, se dedicaba a aprender, hacer y disfrutar de otras cosas, pues estaba decidida a convertirse en una mujer educada y digna de admiración, aun en el caso de que no lograse ser una gran artista. En esto último obtuvo mejores resultados, porque era uno de esos seres bienaventurados que agradan con facilidad, hacen amigos en todas partes y parecen llevar una vicia tan digna y exenta de preocupaciones que los demás, menos afortunados, creen que nacieron de pie. Todo el mundo la apreciaba porque, entre sus muchas cualidades, figuraba el saber tratar a los demás. Tenía una capacidad innata para distinguir qué era lo más adecuado y agradable, sus palabras parecían siempre las indicadas para quien la escuchaba, sus gestos nunca estaban fuera de tono o de lugar y parecía tan segura de sí misma que sus hermanas solían decir: «Si a Amy la invitasen a la corte sin previo aviso, sabría perfectamente cómo comportarse».

Una de sus debilidades era su anhelo de unirse a eso que llamaba «la alta sociedad» sin saber bien qué era. El dinero, la posición, el éxito y los buenos modales le parecían bienes de lo más atractivos y quería relacionarse con aquellos que los poseyeran. Eso la llevaba, con frecuencia, a confundir lo verdadero y lo falso, y a admirar a quienes no merecían la menor admiración. Sin olvidar jamás que había nacido en una buena familia, la joven cultivó sus gustos y modos aristocráticos para que, llegado el momento, pudiese ocupar el lugar del que en esos momentos, debido a la pobreza en que vivían, se veía excluida.

«Milady», como la llamaban sus amigos, deseaba ardientemente verse convertida en la gran dama que sentía que era, pero aún tenía que descubrir que el dinero no sirve para comprar el refinamiento, que la posición social no siempre es sinónimo de nobleza y que la buena educación se nota aunque la persona tenga que hacer frente a carencias.

—Mamá, te quiero pedir un favor —dijo un día Amy dándose aires de importancia.

—Y bien, pequeña, ¿de qué se trata? —preguntó la madre, para quien la jovencita seguía siendo una niña.

—El curso de dibujo termina la semana que viene y, antes de que mis compañeras se marchen de vacaciones de verano, me gustaría invitarlas un día a casa. Les hace mucha ilusión ir al río, dibujar el puente roto y copiar algunas de las cosas que han admirado en mi cuaderno de bocetos. Se han portado muy bien conmigo y estoy muy agradecida porque, a pesar de ser todas ricas y saber que yo soy pobre, nunca me han excluido.

—¿Por qué habrían de hacerlo? —preguntó la señora March adoptando lo que sus hijas solían llamar «un aire María Teresa».

—Sabes tan bien como yo que la mayoría de la gente tiene en cuenta esas cosas, así que no te alborotes como una gallina clueca que descubre a unos pájaros dando picotazos a sus polluelos; ya sabes que el patito feo resultó ser un cisne —dijo Amy sonriendo sin amargura, porque tenía muy buen carácter y un espíritu positivo.

La señora March rio, controló su orgullo maternal y preguntó:

—Bien, cisne mío, ¿qué has pensado?

—Me gustaría invitar a las chicas a merendar la semana que viene, llevarlas a los lugares que les apetezca conocer, tal vez dar un paseo por el río y organizar una pequeña fête artística en su honor.

—No veo inconveniente. ¿Qué quieres dar de comer? Supongo que bastará con un pastel, unos bocadillos, algo de fruta y café.

—¡No, por Dios! Tendremos que servir fiambre de lengua y pollo, chocolate francés y, además, helado. Las chicas están acostumbradas a esas cosas y quiero dar una comida adecuada y elegante aunque yo tenga que trabajar para ganarme el sustento.

—¿Y a cuántas muchachas quieres invitar? —preguntó la madre, que empezaba a ponerse seria.

—En ciase somos doce o catorce, pero no creo que vengan todas.

—¡Válgame el cielo, hija, tendrás que contratar un ómnibus para llevarlas de paseo!

—¡Mamá, qué cosas se te ocurren! No vendrán más de seis u ocho, así que me bastará un carruaje pequeño, y pensaba pedirle al señor Laurence su char à banc.

—Pero todo esto saldrá muy caro, Amy.

—No demasiado, he calculado el coste y podré pagarlo con mi dinero.

—Querida, ¿no te parece que, puesto que esas jóvenes están acostumbradas a esos manjares, por bueno que sea lo que les ofrezcas no les sorprenderá, y que sería preferible ofrecerles algo sencillo para variar? Así no tendremos que gastar ni pedir nada prestado para esforzarnos en hacer algo fuera de nuestras posibilidades.

—Si no puedo hacerlo como quiero, prefiero no organizar nada. Con tu ayuda y la de mis hermanas, todo saldría de maravilla. No veo por qué no habría de hacerlo como deseo si estoy dispuesta a pagar lo que cuesta —dijo Amy con una decisión que, de encontrar oposición, se transformaría en obstinación.

La señora March sabía que la experiencia era la mejor maestra y, siempre que le era posible, dejaba que sus hijas aprendiesen por sí mismas lecciones que con gusto les hubiese evitado de haberse prestado ellas a escuchar sus consejos, en lugar de hacer justo lo contrario.

—Muy bien, Amy; si estás decidida y te sientes capaz de hacerlo sin gastar demasiado dinero, tiempo o paciencia, no tengo nada más que decir. Coméntaselo a tus hermanas y, decidáis lo que decidáis, haré lo que esté en mí mano por ayudaros.

—Gracias, mamá, siempre eres muy buena. —Y, dicho esto, Amy se fue a informar de su plan a sus hermanas.

Meg aceptó de inmediato y prometió ayudarla; ofreció gustosa todo lo que poseía, desde su casita hasta sus mejores cubiertos. Jo, en cambio, frunció el entrecejo al conocer el proyecto y, de entrada, se negó a participar en él.

—No veo por qué tienes que gastar tu dinero, molestar a toda la familia y poner la casa patas arriba por un grupo de chicas que no dan un centavo por ti. Pensé que tenías orgullo y sentido común suficiente para no adular a una muchacha solo porque usa botas francesas y se desplaza en un coupé —apuntó Jo, que había interrumpido la lectura de una novela en el punto álgido y no estaba de buen talante para tratar asuntos de sociedad.

—Yo no adulo a nadie, ¡y no aguanto que me trates con condescendencia! —replicó Amy indignada, puesto que las dos hermanas todavía se enfadaban con facilidad por cuestiones como esa—. Las chicas sí se preocupan por mí y yo por ellas, y aunque vayan a la moda son amables, sensibles y tienen talento. A ti no te interesa conocer a gente, codearte con la buena sociedad y mejorar tus modales y tus gustos, pero a mí sí. Pienso aprovechar las posibilidades que se crucen en mí camino. Tú puedes seguir yendo por ahí con los brazos en jarra y la cabeza erguida, y decir que es porque eres independiente, pero ese no es mi estilo.

Por lo general, cuando Amy se desahogaba solía obtener buenos resultados, porque el sentido común solía estar de su lado, mientras quejo llevaba su amor a la libertad y su odio a los convencionalismos hasta un extremo tal que casi siempre tenía las de perder en una discusión. La definición que Amy hizo del concepto de independencia de Jo fue todo un hallazgo, y ninguna de las dos pudo evitar reírse, con lo que la discusión adquirió un cariz más amable. Muy a su pesar, Jo se avino a sacrificar un día por «la señora Grundy» y a ayudar a su hermana a organizar «esa estupidez».

Enviadas las invitaciones y confirmadas casi todas las asistencias, dedicaron el lunes siguiente a preparar el gran evento. Hannah estaba de nial humor porque aquello le trastocaba el ritmo de la semana y argumentó que «si no se lavaba y planchaba como era debido, nada podría salir bien». La falta de disposición del principal resorte de la maquinaria doméstica afectó al resto, pero Amy había adoptado como lema el «Nil desperandum» y, una vez decidido lo que quería, prosiguió a pesar de los obstáculos. Para empezar, la comida que preparó Hannah no quedó bien. El pollo estaba duro, la lengua demasiado salada y el chocolate no se espesó como debía. Además, el pastel y el helado eran más caros de lo que Amy esperaba, al igual que el carruaje; por no hablar de otros gastos menores que, una vez sumados, daban una cantidad alarmantemente elevada. Beth se resfrió y se tuvo que ir a la cama. Meg recibió más visitas de las acostumbradas, lo que le impidió salir de casa, y Jo estaba tan nerviosa que no paraba de equivocarse, sufrir percances y romper cosas, lo que puso a prueba la paciencia de Amy.

«Sin mamá no lo hubiese logrado», como declaró Amy algún tiempo después y recordaba agradecida, cuando las demás ya habían olvidado «la mejor broma de la temporada».

Si el lunes el tiempo no acompañaba, la reunión se pospondría hasta el martes, una idea que incomodaba sobremanera a Hannah y a Jo. El lunes amaneció con una inestabilidad mucho más exasperante que el peor de los diluvios. Lloviznó un poco, salió el sol, sopló el viento un rato y el tiempo no se decidió hasta que fue demasiado tarde para que el resto se organizara. Amy se despertó muy temprano y apremió a todos para que salieran de la cama, desayunaran y le ayudaran a ordenar la casa. La sala le pareció más rancia que nunca pero, sin detenerse a suspirar por lo que no estaba en su mano, hizo lo posible por sacar partido a lo que tenía. Dispuso las sillas de manera que ocultasen partes raídas de las alfombras, cubrió manchas en la pared con cuadros enmarcados con hiedra y colocó esculturas hechas por ella en varios rincones, para dar un aire más artístico al espacio y completar el efecto logrado por Jo, que había puesto aquí y allá bonitos jarrones con flores.

La comida tenía muy buen aspecto y, mientras la observaba, Amy deseó de corazón que también supiese bien y que la cristalería, la vajilla y los cubiertos de plata que le habían prestado volviesen sanos y salvos a sus dueños. Los carruajes ya estaban apalabrados. Meg y la madre se preparaban para dar la bienvenida a las invitadas. Beth ayudaba a Hannah en la cocina, y Jo había decidido ser todo lo alegre y amable que le permitiesen su despiste, su dolor de cabeza y su disconformidad con todo y con todos. Mientras se arreglaba, Amy se animaba pensando en el feliz momento en que, tras una excelente comida, saliese de excursión artística con sus amigas a disfrutar de los dos platos fuertes: el puente roto y el paseo en char à banc.

Pasó las siguientes dos horas en nerviosa espera, yendo del salón al porche, escuchando opiniones tan variadas como el tiempo. Parecía evidente que el aguacero caído a las once había disuadido a las invitadas, que debían llegar a las doce, porque no se presentó nadie. A las dos, la exhausta familia se sentó al sol para dar cuenta de los alimentos que podrían estropearse, para que no se echase nada a perder.

—No parece que el tiempo vaya a ser un problema hoy; seguro que vendrán, de modo que debemos darnos prisa y estar listas para cuando lleguen —dijo Amy, al día siguiente, al ver que lucía el sol. Hablaba como si estuviese emocionada pero, en realidad, deseaba no haber mencionado la opción del martes, porque su interés se estaba pasando como el pastel.

—No he podido conseguir una langosta, así que tendréis que prescindir de la ensalada —anunció el señor March al cabo de media hora con una plácida desesperación.

—Usaremos el pollo; para la ensalada no importará si está algo duro —propuso su esposa.

—Hannah lo dejó un instante sobre la mesa de la cocina y los gatos se lo han comido. Lo siento mucho, Amy —explicó Beth, que seguía al cuidado de los gatos.

—Entonces, tendré que conseguir una langosta, porque con la lengua sola no bastará —afirmó Amy, decidida.

—¿Quieres que vaya corriendo al pueblo a conseguirte una? —preguntó Jo con la magnanimidad de una mártir.

—No, la traerías bajo el brazo, sin papel, solo para poner a prueba mi paciencia. Iré yo misma —respondió Amy, cuyo ánimo empezaba a decaer.

Envuelta en un grueso chal y armada con un cesto, Amy salió de casa, convencida de que tomar el aire y caminar un rato calmaría su agitación y la ayudaría a afrontar con mejor espíritu las tareas del día. Tras un breve lapso, consiguió la tan ansiada langosta, además de un bote de aliño para ensaladas que le ahorraría tiempo en casa, y emprendió el camino de vuelta satisfecha con su gestión.

En el ómnibus iba un único pasajero, una anciana dormida. Amy se cubrió con el chal y se dispuso a conjurar el tedio del trayecto pensando en qué había gastado su dinero. Estaba tan absorta en sus cálculos que no vio que un nuevo pasajero subía a bordo sin que el vehículo se detuviera y, al oír una voz masculina decir; «Buenos días, señorita March», levantó la vista y se topó con uno de los elegantes compañeros de universidad de Laurie. La joven, confiando en que el muchacho se apearía antes que ella, fingió que el cesto que estaba a sus pies no era suyo, se felicitó por haberse puesto un vestido nuevo y le devolvió el saludo con la dulzura y elegancia que la caracterizaban.

Todo marchaba bien. La principal preocupación de Amy se disipó de inmediato al saber que el caballero se bajaría antes que ella. Ambos estaban charlando animadamente cuando la anciana se levantó para apearse y, al ir hacia la puerta, dio un golpe al cesto, y ¡oh, horror!, la langosta asomó la cabeza, revelando su vulgar tamaño y fulgor ante los ojos de un auténtico Tudor.

—¡Por Dios, esa señora se ha dejado la cena! —exclamó el joven, mientras daba con el extremo del bastón al animal para que volviese al interior del cesto y se disponía a cogerlo para dárselo a la anciana.

—No, por favor, es mío —murmuró Amy, casi tan roja como la langosta.

—¡Oh, lo siento! Es un ejemplar magnífico, ¿verdad? —dijo Tudor muy serio, tratando de mostrar auténtico interés, prueba de su exquisita educación.

Amy se rehízo de inmediato y, dejando el cesto sobre el asiento, preguntó entre risas:

—¿No le gustaría comer un poco de la ensalada que prepararemos con esta langosta y conocer a las encantadoras jóvenes que han sido invitadas a degustarla?

La frase era un prodigio de estrategia, porque tocaba dos de los aspectos a los que un hombre no sabe resistirse. La langosta hizo aflorar gratos recuerdos, y la curiosidad por conocer a «las encantadoras jóvenes» hizo que el joven olvidara lo cómico de la escena.

Supongo que si viene se pasará el rato haciendo bromas con Laurie y riéndose de nosotras, pero yo no los veré y eso es un gran consuelo, pensó Amy mientras Tudor hacía una reverencia y se despedía.

Al llegar a casa, no mencionó el incidente (a pesar de que descubrió que, al caer el cesto, el aliño le había manchado la falda y había echado a perder su vestido nuevo) y siguió con los preparativos, que le parecieron aún más fastidiosos que antes. A las doce en punto, todo estaba nuevamente dispuesto. Viendo que sus vecinos se interesaban mucho por sus movimientos, la joven deseó que el éxito de ese día borrase de la memoria el fracaso del anterior. Pidió que trajesen el char à banc para ir a buscar a sus amigas y conducirlas al banquete.

—¡Ahí viene el carruaje, ya llegan! Iré a recibirlas al porche, es más hospitalario y quiero que mi pequeña pase un buen rato después del mal trago de ayer —dijo la señora March, poniéndose en marcha. Pero, tras echar un vistazo, volvió a entrar con una expresión indescriptible en el rostro. En el gran carruaje solo venían Amy y una señorita.

—Beth, corre y dile a Hannah que retire la mitad de la vajilla de la mesa. No tiene sentido recibir a una sola invitada con un servicio para doce —exclamó Jo corriendo hacia la cocina, demasiado conmocionada como para echarse a reír.

Amy entró muy tranquila y estuvo encantadora y cordial con la única invitada que había cumplido la promesa de asistir. El resto de la familia, como si se tratara de una función teatral, representó bien su papel y a la señorita Eliott le resultaron todos muy divertidos y alegres, aunque lo que en realidad ocurría era que les costaba contener la risa. Sirvieron la comida, visitaron el estudio y el jardín y conversaron animadamente sobre arte. Amy pidió un carruaje más pequeño —¡Lástima de char à banc!— y salió a pasear con su amiga por el vecindario hasta que el sol se puso y la fiesta negó a su fin.

Al volver caminando hacia casa, Amy parecía muy cansada pero tan entera como siempre. Al llegar comprobó que no quedaba el más mínimo vestigio de la desafortunada fête, salvo tal vez una sospechosa mueca en los labios de Jo.

—Ha hecho una tarde estupenda para ir de excursión, querida —dijo la madre tan respetuosamente como si las doce invitadas hubiesen acudido a la cita.

—La señorita Eliott es una joven muy amable y creo que lo ha pasado bien —comentó Beth, más atenta de lo normal.

—¿Me podrías dar un poco del pastel? Lo necesito de veras, no paro de recibir visitas y no soy capaz de hacer nada tan delicioso —explicó Meg muy seria.

—Llévatelo todo; soy la única a la que le gusta el dulce en esta casa y se estropearía antes de que pudiera terminármelo —respondió Amy, que lanzó un suspiro al pensar en las compras que tan generosamente había hecho ¡para terminar así!

—Es una pena que Laurie no esté aquí para ayudarnos —dijo Jo cuando se sentaron a comer helado y ensalada por cuarta vez en dos días.

La madre le lanzó una mirada disuasoria para evitar que los comentarios siguieran y, a partir de ese momento, todos comieron en heroico silencio, hasta que el señor March explicó:

—La ensalada era uno de los platos favoritos de nuestros antepasados y Evelyn… —El educado caballero interrumpió su culto discurso sobre la historia de la ensalada al ver que todas prorrumpían en carcajadas.

—Lo pondremos todo en un cesto y lo mandaremos a casa de los Hummel. A los alemanes les gustan estos platos. A mí me enferma solo mirarlos y no creo que tengamos que sufrir todos una indigestión porque yo haya sido una estúpida —exclamó Amy secándose las lágrimas.

—Cuando os vi a ti y a tu amiga en aquel chisme, como sea que le llames, y a mamá dándoos la bienvenida, creí que me daba un ataque. Parecíais dos gajos pequeñitos en una nuez enorme —dijo Jo, agotada de tanto reír.

—Siento mucho que te hayas llevado un disgusto, querida, pero hicimos lo que pudimos por complacerte —dijo la señora March en tono maternal y apesadumbrado.

—Estoy contenta. Logré lo que me propuse hacer y no es culpa mía si las cosas no salieron como esperaba. Ese es mi consuelo —dijo Amy con un ligero temblor en la voz—. Os agradezco mucho a todas vuestra ayuda y aún os estaría más agradecida si no volviésemos a hablar de este asunto durante un mes por lo menos.

Nadie sacó el tema en meses, pero a partir de entonces el uso del término fête provocaba una sonrisa general, y el día del cumpleaños de Amy, Laurie le regaló, a modo de amuleto, una langosta de coral para la cadena del reloj.

CAPÍTULO 27 - LECCIONES DE LITERATURA

Un buen día, la fortuna decidió sonreír a Jo y poner una especie de moneda de la suerte en su camino. No se trataba precisamente de una moneda de oro, pero dudo que medio millón de monedas le hubiese aportado una felicidad mayor que la que obtuvo por aquel medio.

Cada cierto tiempo, la joven se ponía el traje de escritora, se encerraba en su cuarto y, en palabras suyas, «se perdía en un torbellino», entregándose a la escritura de su novela en cuerpo y alma, consciente de que no recuperaría la paz hasta terminarla. El «traje de escritora» era un delantal negro en el que podía limpiar su pluma sin problemas y un gorro, adornado con un gracioso lazo rojo, bajo el cual se recogía el cabello al ponerse a trabajar. Para la familia, el gorro servía de aviso ya que, cuando lo llevaba puesto, lo mejor era mantenerse a distancia y asomar solo la cabeza de vez en cuando para interesarse por ella y preguntarle qué tal iba la inspiración. A menudo ni siquiera se atrevían a formular la pregunta y se limitaban a observar el gorro para saber cómo iba todo. Si el expresivo complemento estaba caído sobre la frente, significaba que la creadora se hallaba en plena actividad; en los momentos de entusiasmo, lo llevaba ladeado, y si terminaba en el suelo era señal de que la autora había sufrido un ataque de desesperación. En tales momentos, el intruso se retiraba en silencio y no dirigía la palabra a Jo hasta que el lazo rojo volvía a erguirse orgulloso en lo alto de la cabeza de la prometedora autora.

Jo no creía tener un don pero, cuando la inspiración la visitaba, se entregaba por entero a la escritura y su vida le parecía feliz, ajena a las necesidades, las preocupaciones, y el mal tiempo; se sentía a salvo, y dichosa en un mundo imaginario repleto de unos amigos tan reales y queridos como los de carne y hueso. Sus ojos renunciaban al descanso del sueño, no probaba bocado, los días y las noches eran demasiado cortos para disfrutar de la felicidad que solo experimentaba en tales momentos y hacía que la vida valiese la pena, aunque no hiciese nada más. Aquel aflato divino solía durar un par de semanas, al cabo de las cuales la joven emergía del torbellino hambrienta, muerta de sueño, malhumorada o abatida.

Acababa de recuperarse de uno de esos ataques cuando la convencieron de que acompañase a la señorita Crocker a una conferencia y, en premio a su buena acción, volvió con una nueva idea. Formaba parte del ciclo de conferencias de los cursos populares, dirigidos a adultos e impartidos en Boston, y versaba sobre las pirámides. Habida cuenta del tipo de público al que iba dirigida, a Jo le sorprendió mucho la elección del tema, pero supuso que dar a conocer la gloria de los faraones a personas que vivían pendientes del precio del carbón y de la harina y tenían asuntos más urgentes por los que preocuparse que la Esfinge serviría para reparar una grave injusticia social o responder a una necesidad importante.

Llegaron pronto y, mientras la señorita Crocker se entretenía colocándose bien el talón de las medías, Jo se dedicó a observar el rostro de las personas que la rodeaban. A su izquierda, había dos señoras con la frente muy grande y gorros en consonancia que hablaban de los derechos de las mujeres mientras hacían bolillos. Más allá, estaba sentada una pareja de enamorados cogidos tímidamente de la mano, una melancólica solterona que comía caramelos de menta de una bolsa de papel y un anciano caballero que dormía la siesta oculto tras un pañuelo de cuello amarillo. A su derecha solo había un hombre enfrascado en la lectura de un periódico.

En la página había varias ilustraciones. Jo observó la que quedaba más cerca de ella y se preguntó qué deliberada concatenación de circunstancias requería una ilustración melodramática en la que un lobo mordía el cuello de un indio ataviado de guerrero que caía por un precipicio, mientras dos jóvenes caballeros furibundos, con los pies anormalmente pequeños y unos ojos demasiado grandes, se apuñalaban y, al fondo, una joven despeinada corría despavorida con la boca abierta. Cuando iba a pasar la página, el joven se percató de que Jo estaba mirando por encima de su hombro y, con el buen talante propio de los muchachos, le tendió la mitad del periódico y preguntó sin más:

—¿Le apetece leerlo? Es una historia de primera.

Jo aceptó con una sonrisa, porque los chicos le seguían resultando igual de simpáticos que siempre, y enseguida se enfrascó en el habitual laberinto de amores, misterios y asesinatos propios de los relatos de escaso valor literario en los que la pasión está de vacaciones y, cuando al autor le falla la imaginación, una gran catástrofe borra de un plumazo a la mitad de las dramatis personae mientras las restantes se regocijan de su caída.

—Es estupendo, ¿verdad? —preguntó el joven al ver que Jo llegaba al final del texto.

—Creo que tanto usted como yo lo haríamos mejor si nos lo propusiésemos —comentó Jo, divertida por la admiración que aquella basura despertaba en el joven.

—Yo me sentiría muy afortunado si lo lograse. Dicen que la autora se gana muy bien la vida con sus escritos. —Y señaló el nombre que aparecía bajo el título: la señorita S.L.A.N.G. Northbury.

—¿La conoce? —preguntó Jo con repentino interés.

—No, pero leo todas sus obras y tengo un amigo que trabaja en la redacción de este periódico.

—¿Y dice que se gana bien la vida escribiendo historias como esta? —Jo miró con mayor respeto el agitado grupo retratado en la ilustración y el texto, adornado con una gran cantidad de signos de exclamación.

—¡Claro que sí! Sabe lo que le gusta a la gente y le pagan muy bien por escribirlo.

En ese momento, dio inicio la conferencia, pero Jo no se enteró de casi nada porque, mientras el profesor Sands sentaba cátedra sobre Belzoni, Keops, escarabeos y jeroglíficos, ella anotaba discretamente la dirección del periódico, resuelta a presentarse al concurso de narración anunciado en aquellas páginas y a hacerse con los cien dólares del premio. Cuando la conferencia terminó y el público se despertó, la joven ya había creado una magnífica fortuna en su imaginación (no sería la primera basada en el papel) y estaba absorta en la invención de la historia, tratando de decidir si el duelo debía ir antes de la fuga o después del asesinato.

Al llegar a casa, no comentó nada acerca de sus planes y, al día siguiente, se puso a trabajar, para inquietud de su madre, a la que siempre le generaba cierta angustia ver a su hija en brazos de las musas. Jo nunca había escrito relatos de este tipo y lo más parecido eran las dulzonas historias de amor que inventaba para el Spread Eagle. Su experiencia teatral y sus muchas y heterogéneas lecturas se convirtieron en una útil fuente de inspiración de la que extrajo ideas para efectos dramáticos, argumento, vocabulario y vestuario. La joven imprimió al relato toda la desesperación de que fue capaz dada su limitada experiencia con tan incómoda emoción y, puesto que había situado la trama en Lisboa, escogió un terremoto como sobrecogedor y apropiado dénouement. Con suma discreción, envió el manuscrito acompañado de una nota en la que decía que de no ganar el premio, con el que apenas se atrevía a soñar, la autora estaría dispuesta a vender la historia por la suma que considerasen adecuada.

Seis semanas son una espera muy larga, tanto más para una joven que ha de guardar un secreto. Pero Jo hizo tanto lo uno como lo otro, y cuando empezaba a perder la esperanza de volver a ver su manuscrito llegó una carta que casi la dejó sin respiración porque, al abrir el sobre, cayó sobre su regazo un cheque por valor de cien dólares. Por unos segundos lo miró con los ojos muy abiertos, como si se tratase de una serpiente, luego leyó la carta y se echó a llorar. Si el agradable señor que redactó la amable misiva hubiese sabido cuánta felicidad iba a aportar su lectura, habría querido dedicar todo su tiempo libre, de tenerlo, a tan grato entretenimiento. Para Jo, la carta tenía más valor que el propio dinero porque la animaba a seguir y, tras años de duro esfuerzo, era maravilloso descubrir que había aprendido algo, aunque solo fuese para poder escribir una historia que causase sensación.

Pocas veces se ha visto una muchacha más orgullosa que Jo cuando, una vez recuperada de la emoción, se presentó ante la familia, con la carta en una mano y el cheque en la otra, para anunciar que había ganado el premio. Como es lógico, la noticia provocó un gran júbilo y, cuando el relato salió publicado, todos lo leyeron y lo comentaron. El padre dijo que el vocabulario era acertado; la historia de amor, natural y emotiva, y el suspense trágico, excelente, pero después meneó la cabeza y añadió, con su falta de materialismo habitual:

—Tú puedes hacer cosas mejores, Jo. Aspira a lo más alto y no pienses en el dinero.

—Pues yo creo que el dinero es lo mejor de todo. ¿Qué vas a hacer con semejante fortuna? —preguntó Amy contemplando el mágico fragmento de papel con sumo respeto.

—Invitaré a mamá y a Beth a pasar un par de meses junto al mar —contestó Jo sin pensarlo dos veces.

—¡Oh, qué generosidad! Pero no puedo aceptar, querida, sería demasiado egoísta por mi parte —exclamó Beth, que había dado palmas de alegría e inspirado hondo, como si le llegase ya el olor de la fresca brisa del océano, pero que enseguida rechazó el cheque que su hermana le tendía.

—Insisto en que debéis ir, he puesto todo mi empeño en ello. Esa es la razón por la que probé suerte y la razón por la que he triunfado. Cuando me mueve un afán egoísta, nunca logro nada, pero al esforzarme por ti lo he conseguido, ¿lo ves? Además, mamá necesita un cambio de aires y no te dejará sola, así que debes acompañarla. Me encantará verte volver, sonrosada y con cara saludable. ¡Viva la doctora Jo, que cura a todos sus pacientes!

Al final, tras mucha discusión, fueron a la costa y, aunque Beth no volvió todo lo sonrosada que esperaban, sí estaba mucho mejor. Y la señora March afirmó que se había quitado diez años de encima. Jo se sintió satisfecha por la forma en que había invertido el dinero del premio y retomó el trabajo con mucho ánimo, decidida a conseguir más de aquellos deliciosos cheques. Aquel año, se hizo con varios más y empezó a sentirse un puntal para la familia porque, por arte y gracia de la literatura, sus «tonterías» servían para que todos viviesen mejor. «La hija del duque» pagó la factura de la carnicería, «La mano del fantasma» sirvió para cambiar la alfombra y «La maldición de los Coventry» resultó ser una bendición para la familia porque se tradujo en ropa y comida para todos.

Sin duda la riqueza es deseable, pero la pobreza también tiene sus virtudes y uno de los aspectos más dulces de la adversidad es la satisfacción que produce el trabajo, sea manual o mental. Muchas veces la sabiduría, la belleza y otras bendiciones de este mundo nacen de la necesidad. Jo conoció el sabor de la satisfacción y dejó de envidiar a las muchachas ricas al sentir que podía mantenerse por sí misma, sin tener que pedir un centavo a nadie.

Sus narraciones breves pasaron bastante inadvertidas, pero tuvieron su público. Animada por este hecho, la joven decidió dar un paso más e ir a buscar fama y fortuna. Después de reescribir su novela cuatro veces, leería en voz alta a amigos de confianza y hacérsela llegar, temblorosa y llena de reticencias, a tres editores, al fin recibió una oferta que implicaba suprimir un tercio de las páginas y omitir las partes de las que se sentía más orgullosa.

—Ahora tengo que decidir si la vuelvo a guardar en la cocina del desván y la dejo que críe moho, la imprimo por mi cuenta y riesgo o la corto en pedacitos para que me la compren y me den algo por ella. Seguro que tener a alguien famoso en casa es muy agradable, pero creo que el dinero es más útil, así que me gustaría que tomásemos esta decisión entre todos —dijo Jo, que había reunido un consejo familiar.

—Hija, no estropees tu libro porque está mejor de lo que crees y has desarrollado muy bien el argumento. Déjalo reposar y madurar —le aconsejó el padre, que predicaba con el ejemplo puesto que había dejado madurar treinta años su propia obra y no tenía prisa en recoger el fruto aun estando ya en sazón.

—Yo creo que es mejor que pruebe suerte ahora a que espere —apuntó la señora March—. Afrontar la crítica es la mejor prueba para el trabajo, porque permite descubrir virtudes y defectos insospechados y sirve de guía para mejorar en la siguiente ocasión. Nosotros somos demasiado parciales, pero las alabanzas o críticas de terceros podrían ser muy útiles, aunque eso implique ganar poco dinero de entrada.

—Sí —dijo Jo arqueando las cejas—. Tienes razón. Llevo demasiado tiempo dándole vueltas a la novela y ya no sé si es buena, mala o regular. Me vendría bien que la leyeran personas imparciales y me diesen su opinión.

—No quites una sola palabra, echarías a perder la historia, porque la gracia está en los pensamientos más que en la acción de los personajes, y si no dieses tantos detalles sería un lío —apuntó Meg, que creía sinceramente que aquella era 1.a mejor novela que se había escrito nunca.

—Pero el señor Allen dice: «Quita las explicaciones, acorta el texto para que gane intensidad y deja que sean los personajes los que cuenten la historia» —repuso Jo leyendo la carta del editor.

—Hazle caso, él sabe lo que vende; nosotros no. Haz un libro bueno, al alcance de todos los públicos, y gana tanto dinero como puedas. Con el tiempo, cuando te hayas hecho un nombre, podrás disertar e introducir personajes filosóficos y metafísicos en tus novelas —comentó Amy, que tenía una visión estrictamente pragmática del particular.

—Bueno —dijo Jo entre risas—, no es culpa mía si mis personajes son «filosóficos y metafísicos», porque lo único que sé de estos asuntos es lo que le oigo decir a papá de vez en cuando. Si alguna de esas sabias ideas se cuela en mis intrincadas historias de amor, mejor para mí. Beth, ¿tú qué opinas?

—Me gustaría verla publicada lo antes posible —respondió Beth, que sonrió al decirlo, pero recalcó sin darse cuenta las últimas palabras, lo que, junto con la expresión melancólica de sus ojos, que no habían perdido aún el candor de la infancia, hizo quejo se estremeciera con un oscuro presentimiento, y decidió que lo mejor era sacar a la luz su libro «lo antes posible».

Así pues, la joven autora puso su primera obra sobre la mesa y, con firmeza espartana, procedió a despedazarla con una crueldad propia de un ogro. En su afán por agradar a todos, atendió a todos los consejos y, como el anciano y el burro de la fábula, terminó por no satisfacer a nadie.

A su padre le gustaba mucho el toque metafísico que sin pretenderlo tenía la obra, así que la joven optó por dejarlo, aunque sin verlo del todo claro. Su madre pensaba que el texto pecaba de un exceso de descripciones, por lo que casi todas quedaron fuera, junto a aspectos importantes para la trabazón de la trama. Meg admiraba el carácter trágico, por lo que aumentó el grado de dramatismo para que quedara a su gusto, y, como Amy había puesto pegas a los pasajes cómicos, Jo, con la mejor intención, cambió el tono de algunas de las escenas más divertidas que servían para que la historia resultase menos sombría. Luego, para acabar de estropearlo, eliminó un tercio de las páginas y envió confiadamente la pobre y reducida novela, como un escogido petirrojo, al ajetreado y ancho mundo en busca de su destino.

La obra se publicó y ella cobró trescientos dólares. Recibió alabanzas y críticas en igual medida, muchas más de las que esperaba, lo que la sumió en un estado de agitación del que tardó en recuperarse.

—Mamá, dijiste que recibir críticas me sería de ayuda, pero ¿cómo es posible, cuando los comentarios son tan contradictorios que no sé si he escrito un libro prometedor o desobedecido los diez mandamientos? —exclamó la pobre Jo contemplando una pila de reseñas cuya lectura la había llevado del orgullo y la alegría a la cólera y el desánimo en cuestión de segundos—. Este hombre dice: «Un libro exquisito, lleno de verdad, belleza y ternura; todo en él es dulzura, pureza y ejemplaridad» —leyó la perpleja autora—. Y mira lo que dice el siguiente: «La tesis que defiende el libro es mala, está plagado de nociones perversas, ideas espiritistas y personajes poco creíbles». Bien, puesto que no defiendo tesis alguna, no creo en el espiritismo y me he inspirado en la vida para crear mis personajes, no veo cómo podría tener razón este crítico. Otro opina: «Es una de las mejores novelas estadounidenses aparecidas en los últimos años». (Yo conozco unas cuantas mucho mejores). Y el siguiente afirma: «Aunque es un escrito original, lleno de fuerza y sentimiento, lo considero un libro peligroso». ¡Caray! Algunos se burlan, otros la alaban en exceso y casi todos creen que he querido defender una tesis, cuando de hecho la escribí para divertirme y ganar dinero. Preferiría haberla publicado entera o no haberla sacado a la luz, porque me horroriza que se me juzgue erróneamente.

La familia y los amigos la animaron y elogiaron cuanto pudieron, pero aquel fue un momento duro para la sensible y animosa Jo, que pretendía hacerlo tan bien y por lo visto lo había hecho tan mal. No obstante, la experiencia fue positiva, ya que aquellos cuya opinión tiene verdadero valor le ofrecieron las críticas, que son la mejor educación para un autor. Y cuando la decepción inicial se calmó, pudo reírse de su librito sin por ello dejar de creer en su obra y los golpes recibidos la hicieron sentir más sabia y más fuerte.

—No ser un genio como Keats no me matará —afirmó resuelta—. Es cuestión de verlo todo con humor. Resulta que los episodios que calqué de experiencias reales son calificados de imposibles y absurdos, y las escenas inventadas con mi tonta imaginación se consideran «encantadoramente naturales, tiernas y verdaderas». Me consuelo con eso y, cuando me sienta preparada, escribiré otra novela.

CAPÍTULO 28 - EXPERIENCIAS DOMÉSTICAS

Al igual que la mayoría de las recién casadas, Meg inició su vida matrimonial decidida a convertirse en un ama de casa ejemplar. John debía encontrar un paraíso en su hogar, ver siempre una sonrisa en su rostro, comer como un rey y no echar en falta nunca ni un solo botón. La joven se entregó a la tarea con tanto amor, energía y alegría que era imposible que no lo lograra, a pesar de algunos obstáculos. El paraíso resultó no ser un lugar tranquilo, porque la mujercita armaba mucho ruido, en su afán por complacer vivía angustiada y no paraba en todo el día, como la Marta bíblica, ocupada en mil labores. A menudo estaba tan cansada que no le quedaban fuerzas ni para sonreír. Después de unas cuantas comidas refinadas, John empezó a sufrir de indigestión y, en una muestra de ingratitud, rogó a su esposa que preparase platos más sencillos. En cuanto a los botones, la joven no tardó en preguntarse dónde iban a parar todos los que su descuidado marido perdía y llegó a amenazarle con dejar que se los cosiera él mismo para ver si así aguantaban mejor sus tirones impacientes y la torpeza de sus dedos.

Aún después de descubrir que no podían vivir solo de amor, la pareja era muy feliz. Meg no le parecía menos bella a John por el hecho de verla sonreír mientras preparaba el café, ni a Meg le resultaba menos romántica la despedida diaria de su esposo cuando este, después de besarla, preguntaba: «Querida, ¿qué quieres que traiga para la cena, ternera o cordero?». La pequeña vivienda dejó de ser un lugar de ensueño y se convirtió en un auténtico hogar, un cambio que la pareja agradeció. Al principio, parecían dos chiquillos jugando todo el día, siempre alegres, pero poco a poco John se centró en el trabajo, consciente como era de ser el cabeza de familia, y Meg sustituyó sus mandiles de batista por un gran delantal y se puso a trabajar con mucha energía y, como ya hemos señalado, poca discreción.

Mientras estuvo bajo el influjo de la pasión culinaria, siguió las instrucciones del recetario de la señora Cornelius y, como un estudiante que ha de resolver un ejercicio de matemáticas, buscaba la solución a cada problema con paciencia y esmero. A veces invitaba a su familia para compartir un festín de aciertos excesivamente abundante, y en otras ocasiones entregaba en secreto a Lotty una remesa de intentos fallidos que terminaban en los agradecidos estómagos de los pequeños Hummel. En las tardes en que hacía cuentas con su esposo, su entusiasmo culinario caía temporalmente y apostaba por una frugalidad que se traducía en pudin de leche y pan, carne picada y café recalentado, lo cual ponía a prueba la paciencia del pobre hombre, que, no obstante, lo soportaba todo con encomiable fortaleza. Sin embargo, antes de encontrar un punto medio, Meg añadió al ajuar doméstico una colección de tarros, algo sin lo cual pocas parejas jóvenes salen adelante.

Movida por el ansia de surtir su despensa con productos caseros, la joven decidió hacer mermelada de grosella. Pidió a John que trajese una docena de tarros pequeños y algo de azúcar, pues las grosellas que tenían ya estaban maduras y quería aprovecharlas antes de que se echasen a perder. John consideraba que «mi esposa» no tenía nada que envidiar a otras y se sentía muy orgulloso de sus habilidades, por lo que decidió complacerla y dejar que transformase su única cosecha de fruta en agradables conservas para el invierno. Volvió a casa con una docena de tarritos preciosos, medio barril de azúcar y un niño al que contrató para que recogiese las grosellas. Con su hermoso cabello recogido y cubierto con un gorrito, las mangas subidas hasta los codos y un delantal de cuadros que resultaba muy coqueto, a pesar del peto, la joven ama de casa se puso manos a la obra, segura de su éxito. ¿Acaso no se lo había visto hacer cientos de veces a Hannah? Al principio, la hilera de potes la intimidó un poco, pero se dijo que merecía la pena llenarlos todos porque a John le gustaba mucho la mermelada y los tarros lucirían mucho en el estante superior de la despensa. Pasó el día preparando, cociendo y colando. Hizo cuanto pudo, buscó consejo en el libro de la señora Cornelius, se exprimió el cerebro tratando de recordar qué podría hacer Hannah que ella hubiese olvidado, volvió a cocer, añadir azúcar y colar, pero no conseguía que aquella masa horrenda pareciese mermelada.

Estuvo a punto de ir corriendo a casa, sin quitarse siquiera el delantal, y pedir a su madre que le echase una mano, pero John y ella habían acordado que no molestarían a los demás con sus preocupaciones, experimentos o peleas. Al pronunciar la última palabra habían reído como si la simple idea de que pudiesen llegar a pelearse resultase ridícula, pero estaban dispuestos a resolver cualquier cosa solos, sin que interviniese un tercero, tal como los había aconsejado la señora March. Así que, en aquel caluroso día de verano, Meg lidió sola con la reacia mermelada hasta que a las cinco en punto, derrotada, se sentó en su diminuta cocina, se limpió las embadurnadas manos y se echó a llorar.

En los primeros tiempos de su nueva vida, acostumbraba a decir: «Mi esposo podrá traer a un amigo a comer cuando quiera. Yo estaré siempre lista y me ocuparé de todo sin nervios, sin prisas y sin malas caras. Cuando llegue, encontrará la casa limpia, una esposa feliz y una buena comida. Así pues, John, querido, no tienes ni que pedirme permiso, puedes invitar a quien sea con la seguridad de que os brindaré una cálida acogida».

¡Qué maravilloso sonaba aquello! A John le brillaban los ojos al oírla y se sentía un hombre muy afortunado por tener una esposa insuperable. Pero lo cierto era que, aunque habían recibido algunas visitas, las cosas nunca salían como estaba previsto y Meg aún no se había podido lucir como deseaba. Es lo que suele ocurrir en este valle de lágrimas, y en tales ocasiones solo nos queda preguntarnos por qué, lamentarnos y sobrellevarlo lo mejor posible.

Si John no hubiese olvidado por completo lo de la mermelada, habría sido imperdonable que, de todos los días del año, escogiese justo aquel para invitar a un amigo a comer sin avisar. Seguro de que en casa le aguardaba, lista para servirse, la apetecible comida que había pedido por la mañana, el joven, llevado por la irrefrenable emoción del recién casado, había rogado a su amigo que le acompañase, deleitándose de antemano con el encantador efecto que le produciría ver a su hermosa esposa salir a recibirlos.

Pero este es un mundo de decepciones, como John descubrió al llegar a Dovecote. La puerta principal, que solía estar abierta en señal de hospitalidad, estaba cerrada a cal y canto, y los escalones seguían sucios con el barro del día anterior. Las ventanas de la sala estaban igualmente cerradas, con las cortinas corridas, y nada hacía sospechar que dentro hubiese una bella esposa cosiendo, vestida de blanco y con un atractivo lazo en el pelo, ni una anfitriona radiante y sonriente a punto de salir a dar la bienvenida a sus huéspedes. No encontraron nada de eso, pues no vieron a nadie, salvo a un muchacho, que parecía manchado de sangre, dormido bajo el grosellero.

—Debe de haber pasado algo, Scott; espérame en el jardín. Iré a buscar a mi esposa —dijo John, alarmado por el silencio y la soledad del lugar.

Fue rápidamente a la parte trasera de la casa, tras el rastro de un intenso olor a azúcar quemado. El señor Scott lo siguió de lejos, con cara de extrañeza, y se detuvo a una distancia prudente cuando el señor Brooke desapareció de su vista; aun así, lo oía y veía todo y, siendo un hombre soltero, el panorama le divirtió de lo lindo.

La confusión y el desespero se habían apoderado de la cocina. La primera remesa de mermelada chorreaba de los tarros, otra yacía en el suelo y la tercera se quemaba alegremente en el fogón. Lotty, con flema teutona, comía pan y bebía zumo de grosella, ya que la fruta seguía en estado líquido, mientras la señora Brooke lloraba desolada, cubriéndose el rostro con el delantal.

—Querida mía, ¿qué ocurre? —preguntó John al entrar corriendo, angustiado por visiones de manos escaldadas e inesperadas malas noticias, y secretamente incómodo por tener a un invitado esperando en el jardín.

—¡Oh, John, estoy muy cansada, acalorada, enfadada y preocupada! Lo he intentado sin parar hasta no poder más. Ven a ayudarme o moriré. —Y la exhausta ama de casa se arrojó a sus brazos para brindarle una dulce bienvenida en sentido muy literal, puesto que su delantal estaba tan lleno de mermelada como el suelo.

—¿Qué te preocupa, querida? ¿Ha ocurrido algo malo? —preguntó ansioso John, besando tiernamente la parte superior de su gorrito, que se había ladeado.

—Así es —respondió Meg llorando desolada.

—Cuéntame de qué se trata. No llores más, no soporto verte así. Desahógate, amor mío.

—La mermelada no queda bien y ¡no sé qué hacer!

John Brooke rio como nunca, de una forma que no se atrevería a repetir. Divertido, Scott sonrió al oír la alegre carcajada, que puso fin a los lamentos de la pobre Meg.

—¿Eso es todo? Tírala por la ventana y no te preocupes más por eso. Te compraré toda la que quieras pero, por amor de Dios, no te pongas histérica porque he invitado a Jack Scott a cenar y…

John no pudo seguir hablando porque Meg se separó, unió las manos en un gesto dramático y se dejó caer sobre una silla, exclamando con una mezcla de indignación, reproche y desaliento:

—¡Un invitado para la cena y todo está hecho un desastre! John Brooke, ¿cómo has podido hacer algo así?

—Chist… Está en el jardín, olvidé que ibas a hacer mermelada, pero ya no hay remedio —dijo John angustiado por lo que podría ocurrir a continuación.

—Tendrías que haber enviado a alguien a avisarme o haberme comentado algo esta mañana y, ante todo, tendrías que haber recordado que hoy iba a estar muy atareada —prosiguió Meg malhumorada, porque hasta las palomas dan picotazos cuando se enfadan.

—Esta mañana no sabía que le iba a invitar y no he tenido tiempo de mandar a nadie a avisarte porque me encontré con él cuando venía hacia casa. No creí que tuviese que pedir permiso, siempre me dices que haga lo que quiera. Hasta ahora no lo había intentado y ¡que me cuelguen si lo vuelvo a hacer! —añadió John con aire contrariado.

—¡Espero que así sea! Llévatelo de aquí de inmediato. No quiero ni verle y no he preparado nada para la cena.

—Vaya, ¡esta sí que es buena! ¿Y qué ha sido de la carne y la verdura que traje y del pudin que prometiste preparar? —exclamó John yendo a toda prisa hacia la despensa.

—No he tenido tiempo de cocinar nada; pensaba ir a cenar a casa de mi madre. Lo lamento, pero he estado demasiado ocupada. —Y Meg empezó a llorar de nuevo.

John era un buen hombre, pero humano al fin y al cabo, y después de un día de trabajo agotador, volver a casa cansado y hambriento para encontrar todo hecho un lío, nada que comer y a su mujer de pésimo humor no era precisamente lo que más le apetecía. Aun así, se contuvo, consciente de que la pequeña rencilla podría derivar en algo mucho peor si pronunciaba una palabra desafortunada.

—Ha sido un error, lo reconozco, pero si me echas una mano lo podremos arreglar y pasar un buen rato. No llores, querida, haz un pequeño esfuerzo y prepáranos algo para comer. Somos como dos cazadores hambrientos, nos comeremos lo que sea, sin rechistar. Danos un poco de pan con queso y embutido; prometo que no te pediré mermelada.

Esto último lo dijo en son de broma, con su mejor intención, pero la frase selló su destino. Meg consideró que la alusión a su triste fracaso resultaba demasiado cruel y perdió el último átomo de paciencia que le quedaba al decir:

—Pues tendrás que subsanar el error tú solo, lo mejor que sepas. Estoy demasiado agotada para esforzarme por nadie. Es muy propio de un hombre proponer que le demos un vulgar plato de pan con queso a un invitado. Yo no haré nada parecido en mi casa. Lleva a Scott a casa de mi madre y dile que yo no estoy, que he enfermado o que estoy muerta, lo que sea. No pienso recibirle, y vosotros dos os podéis reír de mí y de mi mermelada cuanto os plazca; no comeréis nada aquí. —Y habiendo dicho lo que quería de un tirón, Meg se quitó el delantal, abandonó la escena y se fue a lamentarse a su habitación.

Nunca supo qué hicieron los dos hombres en su ausencia, pero el señor Scott no fue a comer a casa de su madre y, cuando Meg bajó, una vez que se hubieron ido, descubrió con horror sobras de una frugal cena, Lotty le explicó que habían comido y reído mucho, y que el señor le había ordenado que tirase la mermelada y escondiese los tarros.

Meg sintió el impulso de ir a ver a su madre y contarle lo ocurrido, pero la vergüenza por su fracaso y su lealtad hacia John, «que puede que sea cruel, pero nadie debe saberlo», la refrenaron. Recogió un poco la casa, se arregló y se sentó a esperar a su marido para hacer las paces.

Por desgracia, John no volvió, porque no veía el asunto del mismo modo. Había bromeado con Scott, disculpado a su mujercita lo mejor que había sabido y tratado a su huésped con la máxima hospitalidad. Su amigo disfrutó con la improvisada cena y prometió volver en otra ocasión. Pero, aunque no lo mostrase, John estaba enfadado. Consideraba que Meg le había puesto en un aprieto y, después, lo había abandonado cuando más la necesitaba. No es justo, pensaba, decirle a un hombre que puede traer amigos a casa siempre que quiera, con total libertad, y, cuando te toma la palabra, montar en cólera, reñirle y dejarle solo ante el problema para que el otro se burle o se apiade de él. No, ¡por todos los santos! Eso no se hace y Meg debería saberlo. Mientras comía, la procesión iba por dentro pero, una vez superado lo peor, mientras regresaba a casa después de despedirse de Scott, su ánimo se calmó. ¡Pobrecilla! He sido demasiado duro con ella, que se ha esforzado tanto por complacerme. Lo que ha hecho está mal, pero es muy joven. Debo ser más paciente y enseñarle a comportarse. John esperaba que no hubiese ido a su casa con el chisme; detestaba los cotillees y que terceras personas se entrometiesen en su vida. Solo de pensarlo se puso de mal humor, pero al imaginar a Meg llorando hasta caer enferma se le ablandó nuevamente el corazón y apuró el paso, resuelto a mostrarse sereno y tierno, pero también firme para que su mujer entendiese que había desatendido sus deberes de esposa.

Meg había decidido asimismo mostrarse serena y tierna, y enseñarle cuál era su obligación como esposo. Quería correr a su encuentro, pedirle perdón, besarle, encontrar consuelo en sus brazos, pero, por supuesto, no hizo nada semejante y, cuando vio a John llegar, empezó a canturrear con fingida naturalidad, mientras se mecía y cosía como una mujer ociosa vestida con sus mejores galas.

John se sintió algo decepcionado al no encontrar a una tierna Níobe pero, convencido de que era ella quien debía disculparse primero, no dijo nada. Entró tranquilamente y se tumbó en el sofá, desde donde hizo el interesante comentario que sigue:

—Cariño, va a haber luna llena.

—Me parece bien —fue la balsámica respuesta de Meg.

El señor Brooke sacó a colación unos cuantos temas más de interés general, a los que la señora Brooke fue respondiendo con escasa emoción, hasta que la conversación languideció. John se acercó entonces a la ventana, abrió el periódico y se envolvió con él, en sentido figurado. Meg fue a la otra ventana y cosió nuevos adornos en unas zapatillas como si le fuese la vida en ello. Ninguno de los dos dijo nada; ambos se mostraban «serenos y firmes» y ambos se sentían desesperadamente incómodos.

¡Oh, Dios!, pensó Meg, la vida de casada es muy dura y, además de amor, requiere una paciencia infinita, tal y como dice mamá. La palabra «mamá» le trajo a la memoria otro consejo materno recibido años atrás que ella había acogido con disgusto: «John es un buen hombre, pero tiene sus defectos, y tú debes aprender a verlos y a soportarlos, sin olvidar que también tienes los tuyos. Es muy firme pero, si razonas con él con dulzura y no le llevas la contraria con impaciencia, no se mostrará obstinado. Es estricto, sobre todo en lo referente a contar siempre la verdad, y esa es una virtud, aunque a ti te resulte incómoda. Meg, no le engañes nunca ni con tus palabras ni con tus actos y él confiará en ti como mereces y te brindará su apoyo. Tiene un carácter distinto del nuestro. Nosotras explotamos pero se nos pasa enseguida; a él le cuesta mucho enfadarse pero, cuando lo hace, no es fácil de aplacar. Cuida de no despertar su furia y recuerda que tu paz y tu felicidad dependen de no perder su respeto. Vigila lo que haces y lo que dices y, en caso de que los dos cometáis un error, discúlpate primero para evitar que surjan esas pequeñas rencillas, malentendidos y malas palabras que provocan un amargo pesar y arrepentimiento».

Meg recordó aquellas palabras, sobre todo las últimas, mientras bordaba en el crepúsculo. John y ella vivían su primera gran desavenencia; las desagradables frases que había dicho le parecían necias y duras al pensar en ellas, su enfado se le antojaba pueril, y al imaginar al pobre John volviendo a casa para encontrar semejante escena se le ablandó el corazón. Le miró con lágrimas en los ojos, pero él no se dio cuenta. Dejó su labor y se levantó, decidida a ser la primera en decir «lo siento», aunque él no parecía prestar atención. Cruzó la estancia muy lentamente, porque le costaba tragarse el orgullo, y se detuvo ante su esposo, pero él no levantó los ojos para mirarla. Por unos segundos la joven se sintió incapaz de seguir adelante, pero entonces pensó: Esto no es más que el principio. Yo haré lo que debo hacer y así no tendré nada que reprocharme. Se inclinó y besó dulcemente a su esposo en la frente. Eso bastó para arreglar las cosas. Aquel beso de arrepentimiento resultó mejor que ningún discurso, y John la sentó sobre sus rodillas y dijo con gran ternura:

—No estuvo bien que me burlase de lo de la mermelada; te pido perdón, querida, y prometo no hacerlo nunca más.

Pero lo hizo, ¡válgame el cielo si lo hizo! Cientos de veces, y Meg también; ambos declararon que aquella era la mermelada más dulce de sus vidas, porque los tarritos sirvieron para conservar la paz familiar.

Después de aquello, Meg invitó al señor Scott a una cena formal y le sirvió un festín estupendo que no incluía una mujer airada como primer plato. Estuvo tan alegre y ocurrente, y todo salió tan bien, que el señor Scott comentó a John que era un hombre afortunado por estar casado con ella y fue musitando acerca de las miserias de la vida de soltero de camino a su casa.

El otoño trajo consigo nuevos retos y experiencias. Sallie Moffat recuperó la amistad con Meg e iba con frecuencia a la casita a contarle algún cotilleo o a invitar a la «pobrecilla» a pasar el día en su gran mansión. A Meg le agradaba su presencia, porque el mal tiempo la hacía sentirse algo sola; todos en su familia estaban muy ocupados, John no volvía hasta la noche y ella no tenía nada que hacer salvo coser, leer o arreglar el jardín. Así pues, empezó a salir a pasear y charlar con su amiga. Al ver las bonitas pertenencias de Sallie, volvió a añorar tener cosas similares y se compadeció de sí misma por su falta. Sallie era muy amable y siempre quería regalarle algún capricho, pero Meg se negaba a aceptarlos, consciente de que John no lo aprobaría. Pero al final la alocada mujercita terminó por hacer algo que disgustó mucho más a John.

Meg sabía siempre cuánto ganaba su marido y agradecía que él confiase en ella en un asunto —el dinero— que muchos hombres parecen valorar más que la felicidad. Sabía dónde lo guardaba y podía tomar lo que precisase siempre y cuando llevase un registro de cada centavo gastado, pagase las facturas una vez al mes y no olvidase que era la mujer de un hombre pobre. Hasta ese momento, lo había hecho bien, había sido prudente y meticulosa, había anotado todo pulcramente en el cuaderno de cuentas y se lo había mostrado cada mes, sin miedo. Sin embargo, aquel otoño la serpiente llegó al paraíso de Meg y la tentó no con manzanas, sino con vestidos, que son la tentación natural de las Evas modernas. A Meg le desagradaba sentirse pobre y que los demás se apiadasen de ella. Le irritaba sobremanera, pero no estaba dispuesta a reconocerlo, así que de vez en cuando se consolaba comprando algo bonito para que Sallie no pensase que tenía que apretarse el cinturón. Siempre se sentía fatal después, porque las cosas bonitas que adquiría rara vez eran necesarias pero, como no costaban demasiado, no tenía de qué preocuparse. Sin embargo, la cuantía de los caprichos fue subiendo y, cuando iba de tiendas con su amiga, ya no se contentaba con mirar sin comprar.

Pero las fruslerías cuestan más de lo que uno imagina, y cuando a final de mes hizo cuentas, se asustó al descubrir el total gastado. Aquel mes, John estaba muy ocupado y dejó que ella se encargase de las facturas. Al mes siguiente, estuvo ausente, pero en el tercero tuvo lugar una revisión que Meg no olvidaría jamás. Días antes, había hecho algo terrible que pesaba sobre su conciencia. Sallie había adquirido varias piezas de seda y Meg se moría por una —solo una— clara y bonita para las fiestas, porque su vestido negro estaba muy visto y solo las jovencitas podían llevar prendas finas por la noche. Por Año Nuevo, la tía March solía regalar a las hermanas una moneda de veinticinco dólares; apenas faltaba un mes para eso, la preciosa tela de seda violeta era una auténtica ganga y ella disponía del dinero, tan solo tenía que atreverse a cogerlo. John siempre decía que todo lo suyo era de ella, pero ¿le parecería bien que gastase los veinticinco dólares que esperaba conseguir y otros tantos del presupuesto familiar? Esa era la cuestión. Sallie la había animado a hacerlo, se había ofrecido a prestarle el dinero y, movida por la mejor de las intenciones, había tentado a Meg hasta un extremo en el que la joven ya no podía resistirse. En mal momento el vendedor, señalando los encantadores y brillantes pliegues, dijo: «Señora, es una ganga, se lo aseguro». Y ella repuso: «Me lo llevo». Cortaron la tela y la pagaron. Sallie estaba exultante y Meg rio como si la compra careciese de importancia, pero se sintió como quien acaba de robar algo y tiene a la policía pisándole los talones.

Cuando llegó a casa, trató de mitigar el remordimiento contemplando la belleza de la seda, pero entonces le pareció que brillaba menos, que no le favorecía tanto como esperaba y creyó ver estampadas en las dos caras de la tela las palabras «cincuenta dólares». La alejó de su vista, pero la imagen de la tela la perseguía no como lo haría un hermoso vestido, sino como el fantasma de un terrible error difícil de subsanar. Aquella noche, cuando John cogió el libro de contabilidad, a Meg le dio un vuelco el corazón y, por primera vez desde que se casó, tuvo miedo de su esposo. Sus amables ojos marrones podían resultar muy severos y, aunque él estaba especialmente contento, Meg sospechaba que la había descubierto y disimulaba. Como había pagado todas las facturas y las cuentas estaban al día, John la felicitó, y cuando se disponía a abrir el viejo billetero que llamaban «el banco», Meg, sabedora de que estaba vacío, le detuvo la mano y dijo con cierto nerviosismo:

—Todavía no has revisado mis gastos personales.

John nunca pedía verlos, pero ella insistía en compartirlos con él y le divertía la extrañeza masculina con la que él recibía las peculiares necesidades de las mujeres. Así, buscaba saber a qué correspondía el epígrafe «cordoncillos», la interrogaba con firmeza sobre el significado de «mañanita» o preguntaba, intrigado, cómo podía un tocado costar cinco o seis dólares si no era más que un pedazo de terciopelo con un par de cintas y tres capullos de rosa de tela. En aquella ocasión, él parecía dispuesto a pasar un buen rato analizando las cuentas de su esposa y fingiendo horrorizarse por su despilfarro, como hacía con frecuencia, aunque en verdad estuviese especialmente orgulloso de lo prudente que era su mujer.

La joven dejó las cuentas ante él y se colocó detrás de su silla, con la excusa de masajearle la frente para suavizar las arrugas provocadas por el cansancio. Y desde allí, con creciente temor, dijo:

—John, querido, me da vergüenza mostrarte estas cuentas porque en estos últimos días he gastado más de lo debido. Como ahora salgo más, necesito ciertas cosas… Sallie me aconsejó que las comprara y le hice caso. El dinero que me regalará mi tía por Año Nuevo cubrirá parte de los gastos; aun así, en cuanto lo hube comprado, me arrepentí. No quisiera que pensases mal de mí, querido.

John se rio, tiró de ella para atraerla hacia sí y, de buen humor, apuntó:

—No te escondas, no te voy a pegar por haberte comprado unas buenas botas. Estoy tan orgulloso de los pies de mi esposa que no me importa pagar ocho o nueve dólares por un calzado de calidad.

Las botas habían sido uno de los últimos caprichos que Meg había anotado en sus cuentas, y los ojos de John habían ido a dar con esa partida mientras la escuchaba. ¡Oh! ¿Qué pensará cuando descubra que me he gastado cincuenta dólares? ¡Qué horror!, se dijo la joven con un escalofrío.

—Es algo más que unas botas; se trata de un vestido de seda —dijo con la tranquila desesperación de quien desea que lo peor haya pasado ya.

—Bueno, querida, como dice el señor Mantalini, ¿a cuánto asciende el «dichoso total»?

John no solía hablar de ese modo y la miraba con su franqueza habitual, a la que ella siempre había sabido corresponder, hasta ese día. Meg pasó la página y volvió la cabeza al tiempo que señalaba la suma final, que ya hubiese sido difícil de aceptar sin los cincuenta dólares de más pero que, con ellos, resultaba escalofriante. Se hizo un silencio tenso que duró un minuto, tras el cual John dijo pausadamente, tratando de no mostrar su malestar:

—Bueno, supongo que cincuenta dólares no es demasiado para un vestido, con todos los adornos y chismes que hacen falta para que quede bien.

—Todavía no está hecho, ni siquiera está cortado —observó Meg con un suspiro de consternación, consciente de lo mucho que costaría confeccionarlo.

—Veinticinco varas de seda parece mucho para cubrir a una mujer menuda como la mía, pero estoy seguro de que irás tan elegante como la esposa de Ned Moffat —dijo John con tono seco.

—Sé que estás enfadado, John, pero no pude evitarlo. No pretendo malgastar tu dinero, no imaginé que esos pequeños gastos sumados fuesen a suponer tanto. Cuando veo a Sallie comprar todo cuanto se le antoja y compadecerse de mí por no poder hacerlo, no me puedo resistir. Intento conformarme, pero resulta muy duro. Estoy harta de ser pobre.

Esto último lo dijo tan bajo que pensó que él no lo había oído, pero lo hizo, y a John le dolió en lo más hondo porque se había privado de muchas cosas para que a Meg no le faltase de nada. Ella deseó haberse mordido la lengua. John dejó los libros de cuentas a un lado, se puso en pie y dijo con voz temblorosa:

—Temía que algo así ocurriese. Haré lo que pueda, Meg.

Si John la hubiera reprendido, o incluso zarandeado, Meg no se habría sentido tan acongojada como al oírle pronunciar aquellas palabras. Corrió hacia él y le abrazó con fuerza, llorando de arrepentimiento.

—¡Oh, John, mi querido, dulce y trabajador marido! ¡No quería decir eso! He sido mala, falsa y desagradecida. ¿Cómo he podido decir algo así? Oh, ¿cómo he podido?

John, que tenía muy buen corazón, la perdonó de inmediato y no le hizo reproche alguno, pero Meg sabía que, aunque él no volviese a mencionarlo, lo que había hecho y dicho no era fácil de olvidar. Había prometido amarle en lo bueno y en lo malo, y ahora ella, su esposa, le reprochaba que fuese pobre, después de gastar sus ahorros sin consideración. Era horrible, pero lo peor de todo fue que John lo aceptó con tranquilidad y continuó como si nada hubiese pasado, salvo por el hecho de que permanecía hasta más tarde en el pueblo y se quedaba trabajando por las noches mientras ella lloraba hasta que se quedaba dormida. Una semana de arrepentimiento la puso al borde de una enfermedad, y cuando supo que John había anulado el encargo de su abrigo nuevo, la joven cayó en un estado de verdadera desesperación. Se quedó sorprendida cuando, al preguntarle por los motivos del cambio, él se limitó a contestar: «No me lo puedo permitir, querida».

Meg no dijo nada, pero al cabo de unos segundos John la encontró en el vestíbulo, con el rostro hundido en su viejo abrigo gris, llorando como si se le hubiese partido el alma.

Aquella noche, tuvieron una larga charla y Meg aprendió a amar aún más a su esposo a causa de su pobreza, porque esa circunstancia le había hecho un hombre, le había aportado fuerza y valor para luchar por sí mismo y le había otorgado una dulce paciencia para hacer frente a los defectos y carencias de los seres amados.

Al día siguiente, Meg se guardó el orgullo en el bolsillo y fue a ver a Sallie para contarle la verdad y pedirle que le hiciese el favor de comprarle el corte de seda. La afable señora Moffat lo hizo de buena gana y tuvo el detalle de no regalársela de inmediato. Luego Meg fue a comprar un abrigo nuevo para John y, cuando este llegó, le pidió que se lo probara y le preguntó: «¿Te gusta mi nuevo vestido de seda?». Es fácil imaginar su respuesta, la emoción que le provocó el regalo y lo bien que fue todo a partir de ese momento. John volvía a casa más temprano, Meg ya no salía tanto, y la solícita mujercita ayudaba al feliz esposo a ponerse el abrigo nuevo por la mañana y a quitárselo por la noche. Así, el año transcurrió en paz hasta que, a mediados de verano, Meg vivió una experiencia nueva, la más profunda y tierna en la vida de toda mujer.

Laurie asomó por la cocina del Dovecote un sábado, con el rostro rojo de emoción, y fue recibido por todo lo alto por Hannah, que improvisó unos platillos con una sartén en una mano y una tapa en la otra.

—¿Cómo está la nueva mamá? ¿Dónde se ha metido todo el mundo? ¿Por qué no me avisasteis antes? —dijo Laurie con un sonoro suspiro.

—¡Está feliz como una reina! Todo el mundo está arriba rezando. No queríamos ningún torbellino por aquí. Entra en la sala y avisaré de que has venido. —Dicho esto, Hannah desapareció riendo por lo bajo, eufórica.

Jo apareció de inmediato, orgullosa, con un bulto envuelto en una mantita entre los brazos. Su expresión era seria, pero le brillaban los ojos y su voz denotaba una gran emoción contenida.

—Cierra los ojos y extiende los brazos —invitó.

Laurie retrocedió precipitadamente, escondió las manos tras la espalda y la miró con expresión suplicante.

—No, gracias, prefiero no hacerlo. Se me caería o lo aplastaría, seguro.

—Entonces, será mejor que no le veas —repuso Jo con tono tajante, y le dio la espalda para salir de la habitación.

—¡Está bien, lo haré! ¡Lo haré! Pero si pasa algo la responsable serás tú. —Obedeciendo las instrucciones de Jo, Laurie cerró los ojos mientras ella le entregaba el bulto. Al oír reír a Jo, Amy, la señora March, Hannah y John, Laurie abrió los ojos y descubrió que tenía dos criaturas, una, en cada brazo.

¡No era de extrañar que se rieran! Laurie miraba incrédulo a las inocentes criaturas y a sus divertidos espectadores, con los ojos como platos y una expresión de pasmo tan divertida que ni un cuáquero hubiese podido evitar desternillarse; Jo terminó sentada en el suelo, muerta de risa.

—¡Por Júpiter, pero si son gemelos! —Durante varios minutos, aquella frase fue lo único que el joven alcanzó a decir, y la repetía una y otra vez. Por fin, con un aire tan cómico que inspiraba piedad, añadió—; ¡Por favor, que alguien me quite a los niños de los brazos! ¡Ya no puedo contener más la risa y temo que se me caigan al suelo!

John rescató a sus hijos y se paseó por la sala de arriba abajo con uno en cada brazo, como si fuese un iniciado en los misterios del cuidado de los recién nacidos, mientras Laude reía hasta que se le saltaron las lágrimas.

—¿A que es la mejor broma de la temporada? No te he avisado porque quería darte una sorpresa, y estoy encantada de haberlo conseguido —dijo Jo cuando recuperó el aliento.

—Me he quedado patidifuso. ¡Qué divertido! ¿Son niños los dos? ¿Cómo los vais a llamar? Déjame que les eche un vistazo ahora. Jo, ayúdame, porque uno ya es demasiado para mí, ¡imagínate dos! —Laurie miró a los dos recién nacidos como si fuese un perro de Terranova, grande y benevolente, contemplando a dos gatitos.

—Niño y niña. ¿A que son preciosos? —dijo el orgulloso papá sonriendo mientras contemplaba a las dos criaturas, que tenían el rostro enrojecido y parecían ángeles sin alas.

—Son los críos más guapos que he visto nunca. ¿Cuál es cuál? —preguntó Laurie, muy inclinado para observar a los pequeños prodigios.

—Amy ha puesto un lazo azul al niño y otro rosa a la niña, como hacen en Francia; así es más fácil identificarlos. Además, uno tiene los ojos azules y el otro, marrones. Dales un beso, tío Teddy —dijo Jo con sorna.

—Me temo que no les gustará —repaso Laurie con una timidez poco habitual en él.

—Por supuesto que les gustará, están acostumbrados; cumpla con su deber de inmediato, señor —ordenó Jo para evitar que el joven se librase.

Laurie hizo una mueca y, obediente, dio a cada niño un besito en la mejilla con tal reparo que todos se echaron a reír y los críos se pusieron a llorar.

—¿Lo ves? ¡Sabía que no les gustaría! Fíjate, el niño se ha puesto a dar patadas y puñetazos como un auténtico hombrecito. ¡Eh, pequeño Brooke, métete con los de tu tamaño! —exclamó Laurie, divertido, al ver cómo el puñito trataba en vano de darle en el rostro.

—El niño se llamará John Laurence y la niña, Margaret, como su madre y como su abuela. La llamaremos Daisy para que no haya dos Megs en casa y supongo que al chico le llamaremos Jack, salvo que se nos ocurra un diminutivo mejor —explicó Amy con el interés propio de una tía.

—Podéis ponerle Demijohn y yo le llamaré Demi, para abreviar —elijo Laurie.

—Daisy y Demi… ¡Es perfecto! Sabía que Teddy encontraría una buena solución —exclamó Jo dando una palmada.

Y, en verdad, Teddy la encontró, porque a partir de ese momento los niños pasaron a llamarse Daisy y Demi.

CAPÍTULO 29 – VISITAS

—¡Venga, Jo, ya es la hora!

—¿De qué?

—¿No me irás a decir que has olvidado que prometiste acompañarme a seis visitas en el día de hoy?

—He cometido muchos errores y locuras en mi vida, pero no creo que haya estado nunca tan majareta como para comprometerme a realizar seis visitas en un día, cuando necesito toda una semana para recuperarme de los efectos de una sola.

—Pues lo prometiste. Hicimos un trato; yo terminaba el retrato al carboncillo de Beth que me pediste y, a cambio, tú me acompañarías a corresponder a las visitas de nuestros vecinos.

—Te di mi palabra de acompañarte sí hacía buen tiempo y yo cumplo mi palabra como Shylock —dijo Jo, aludiendo al personaje de El mercader de Venecia, de Shakespeare—, pero, como veo nubes en el este, no iré.

—¡No seas remolona! Hace un día estupendo, no amenaza lluvia y tú siempre te jactas de no faltar a tus promesas, así que mantén tu palabra, ven y cumple con tu deber. Después te dejaré en paz otros seis meses.

En ese momento, Jo estaba concentrada confeccionando un vestido, como modista de la familia que era. Se enorgullecía de ser tan hábil con la aguja como con la pluma. El hecho de tener que dejar el patrón que estaba preparando para emperifollarse y salir de visita en un cálido día de julio era casi una provocación. Detestaba las visitas de compromiso y no las había hecho nunca, hasta que Amy la acorraló con aquella especie de pacto, chantaje o promesa. Llegados a ese punto, no tenía escapatoria; cerró las tijeras con fuerza, concentrando en el chasquido metálico toda su rebeldía, mientras repetía entre dientes que se acercaba una tormenta, hizo a un lado su labor, cogió el sombrero y los guantes con aire de resignación y comunicó a Amy que su víctima estaba lista.

—¡Jo March, eres tan terca que hasta un santo perdería la paciencia contigo! Supongo que no pretenderás ir de visita vestida así… —exclamó Amy mirándola perpleja.

—¿Por qué no? Llevo ropa limpia, informal y cómoda. Me parece el atuendo más adecuado para salir a dar un paseo por caminos polvorientos en un día de calor. Si a la gente le interesa más mi ropa que mi persona, no tengo el menor deseo de verlos. Puedes arreglarte por las dos e ir tan elegante como te plazca. A ti te compensa el esfuerzo, pero para mí no vale la pena; además, no me agrada emperifollarme.

—¡Santo Dios! —exclamó Amy con un suspiro—. ¡Ahora te has propuesto llevarme la contraria y hacerme perder tiempo para convencerte de que te arregles! No creas que a mí me gusta tener que pasar el día viendo a gente, pero nuestra familia tiene una deuda social con los vecinos y nos toca a ti y a mí saldarla. Mira, Jo, si te vistes bien y me ayudas a cumplir esta misión, haré lo que sea por ti. Cuando quieres, hablas tan bien, tienes un aspecto tan aristocrático y te portas tan educadamente que me siento orgullosa de ti. Me da vergüenza ir sola; por favor, acompáñame y cuida de mí.

—Eres una artista combinando halagos y argumentos para convencer a una hermana gruñona. ¡Mira que decir que puedo tener un aire aristocrático y educado, y que te da vergüenza ir sola! No sé cuál de las dos ideas resulta más absurda. Está bien, puesto que no me queda más remedio, iré y haré lo que pueda, pero tú estás al mando de esta expedición, yo me limitaré a obedecer tus órdenes ciegamente. ¿Te parece bien? —dijo Jo, que pasó bruscamente de comportarse como una terca a ser un sumiso corderito.

—¡Eres un auténtico ángel! Ve a arreglarte y yo te indicaré cómo comportarte en cada casa, para que causes una buena impresión. Quiero que la gente te valore y así será si pones un poco de tu parte para ser un poco más sociable. Hazte un peinado favorecedor y ponte una rosa en el sombrero; dará un toque de color y matizará el aire tan serio que tiene tu ropa. Coge los guantes claros y el pañuelo bordado. Pasaremos por casa de Meg y le pediremos que me preste una sombrilla blanca, así tú podrás usar la mía gris.

Amy no dejó de dar instrucciones a su hermana mientras se arreglaba y, a pesar de seguirlas al pie de la letra, Jo no dejó de expresar su disgusto. Cuando se puso el vestido nuevo de organdí, suspiró; al sujetar con un lazo perfecto su sombrero, frunció el entrecejo; al colocarse bien el cuello, se peleó abiertamente con los imperdibles, y al sacudir el pañuelo, cuyos bordados irritaban tanto su nariz como aquella misión ofendía sus sentimientos, hizo una mueca.

Por fin, después de embutir sus manos en unos guantes estrechos que tenían dos botones y una borla, expresión máxima de elegancia, se volvió hacia Amy y con cara de tonta y voz sumisa anunció:

—Me siento fatal, pero si tú crees que he quedado presentable, moriré en paz.

—Estás muy bien; date la vuelta para que pueda echarte un último vistazo. —Jo obedeció, Amy dio unos últimos retoques y, por último, ladeando un poco la cabeza, comentó alegre—; Sí, servirá, El peinado perfecto, el sombrero blanco con la rosa resulta simplemente arrebatador. Echa hacia atrás los hombros y deja las manos quietas por mucho que te molesten los guantes. Tú sí sabes llevar bien un chal, yo soy incapaz. Da gusto verte, me alegra mucho que la señora Norton te regalase este; es sencillo pero bonito, y los pliegues que forma sobre tu brazo quedan realmente bien. Dime, ¿llevo la capa torcida? Si me levanto un poco la falda, ¿queda bien? Me gusta que se me vean las botas, porque tengo unos pies muy bonitos, aunque no la nariz.

—Toda tú eres una belleza, un regalo para la vista —dijo Jo ajustando con aire experto la pluma azul que destacaba sobre la cabellera dorada de su hermana—. Por favor, señorita, explíqueme, ¿he de arrastrar mi mejor vestido por el polvo o puedo levantar la falda?

—Sujétala cuando camines y déjala caer cuando estés en el interior de la casa. Las faldas largas te favorecen más y debes aprender a arrastrar la cola de los vestidos con soltura. Te falta abotonar uno de los guantes. Hazlo ahora. Nunca estarás del todo bien sí no cuidas los detalles, porque de ellos depende la gracia del conjunto.

Jo suspiró y abotonó el guante, con lo que, por fin, ambas estuvieron listas y partieron. Asomada a la ventana de la planta de arriba, Hannah las vio marchar y pensó que ambas parecían dos princesas.

—Bien, querida Jo, los Chester son personas muy elegantes, así que debes portarte con propiedad. No hagas comentarios fuera de tono ni digas nada que suene raro, ¿de acuerdo? Muéstrate serena, algo fría y callada, ya que esa actitud, además de resultar muy femenina, nos evitará problemas. Seguro que puedes comportarte de ese modo durante quince minutos —dijo Amy mientras se acercaban a la primera casa, después de que Meg les prestase la sombrilla blanca y les pasara revista con un niño en cada brazo.

—Veamos, «serena, algo fría y callada». Sí, creo que puedo lograrlo. He hecho de mujer cursi en una obra; trataré de recordar ese papel. Soy una actriz estupenda, tendrás ocasión de comprobarlo. De modo que, querida, tranquilízate, todo saldrá bien.

Amy suspiró aliviada, pero la traviesa Jo siguió sus instrucciones demasiado al pie de la letra. En aquella primera visita, se sentó con una pose perfecta y los pliegues del vestido elegantemente dispuestos, y se mostró tan serena como el mar en verano, tan fría como la nieve y más callada que una esfinge. La señora Chester no obtuvo respuesta cuando aludió a su «encantadora novela» y las hijas probaron suerte con diversos temas —fiestas, picnics, ópera y moda— sin conseguir de Jo más que una sonrisa, un gesto de asentimiento o un escueto «sí» o «no». Amy le telegrafiaba indirectas para que hablase y le daba pataditas disimuladamente, sin resultado alguno. Jo permaneció en todo momento hierática, ajena a todo, distante e inexpresiva.

—¡Qué altiva y sosa es la mayor de los March! —oyeron comentar, por desgracia, a una de las hijas nada más cerrar la puerta. Jo rio por lo bajo mientras cruzaba el vestíbulo, pero Amy estaba muy disgustada por lo ocurrido y, con toda razón, culpó a Jo del fracaso de la empresa.

—¿Cómo has podido hacerme esto? Te pido que te comportes con dignidad y educación, y no se te ocurre más que convertirte en un trozo de piedra. En casa de los Lamb intenta ser más cordial, por favor; cuenta chismes como hacen todas las muchachas, habla de vestidos, de coqueteos y de todas las tonterías que salgan a colación. Son muchachas de buena sociedad y merece la pena estar a bien con ellas. No quiero que les causes una mala impresión.

—Seré cordial, reiré, contaré chismes y me mostraré escandalizada o admirada por cualquier estupidez que cuenten si así lo deseas. Me gusta mucho la idea. Ahora haré el papel de «joven encantadora». Sé cómo hacerlo, tomaré a May Chester como modelo, Verás cómo los Lamb comentan: «¡Qué muchacha tan agradable y divertida es esta Jo March!».

Su hermana no se quedó precisamente tranquila porque, cuando Jo se ponía a hacer el tonto, nadie sabía lo que podía ocurrir. La cara de Amy era un poema cuando la vio entrar en la sala, saludar y besar efusivamente a las todas las muchachas, sonreír con elegancia a un joven caballero y sumarse a la conversación con entusiasmo. La señora Lamb fue a buscar a Amy, que era su favorita, y la obligó a escuchar un largo relato sobre el último ataque de Lucrecia, mientras tres encantadores muchachos merodeaban cerca, a la espera de que la dama dejara de hablar para acudir al rescate de la joven, Desde donde se encontraba, Amy no podía vigilar a Jo, que parecía a punto de cometer una diablura y hablaba con tanta soltura y superficialidad como la dueña de la casa. A su alrededor se apiñaban varias personas, y Amy aguzó el oído con la esperanza de captar lo que decía. Las frases que alcanzaba a escuchar le resultaban inquietantes, los ojos abiertos y las manos alzadas de aquellos jóvenes avivaban su curiosidad y las carcajadas que su hermana arrancaba a su público le hicieron arder en deseos de participar de la diversión. Es fácil imaginar cómo sufría la pobre al escuchar fragmentos de conversación como el siguiente:

—¡Monta muy bien a caballo! ¿Quién le ha enseñado?

—Nadie; practicaba con la silla de montar y las riendas sobre la rama de un viejo árbol. Ahora puede montar cualquier cosa y nacía la asusta. El mozo del establo le deja llevarse caballos por muy poco dinero porque ella los vuelve mansos y los prepara para que las damas puedan montarlos. Disfruta tanto haciéndolo que siempre le digo que, en el peor de los casos, podría ganarse la vida domando caballos.

Al oír aquello a Amy le costó contenerse, ya que su hermana la pintaba como una joven atrevida, que era lo que más temía en el mundo. Pero ¿qué podía hacer? La dueña de la casa seguía contándole sus penas y, antes de que pudiese librarse de ella, Jo volvió al ataque, revelando nuevos secretos e hiriendo aún más sus sentimientos con sus indiscreciones.

—Así es, aquel día Amy estaba desesperada porque tocios los caballos buenos estaban cogidos y solo quedaban tres en el establo. Uno estaba cojo, el otro ciego, y el último era tan terco que no había quien lo moviera del sitio.

—¿Cuál eligió? —preguntó un caballero entre risas, muy divertido por la anécdota.

—Ninguno. Le comentaron que en la granja que hay al otro lado del río tenían un caballo joven que nunca había montado ninguna dama y decidió probar suerte con él, porque era un animal hermoso y lleno de fuerza. ¡Menuda lucha! Para empezar, no había nadie que le pudiese llevar el caballo, así que tuvo que ir ella a buscarlo; con la silla sobre la cabeza, cruzó el río y fue hasta el establo. ¡El granjero se quedó de una pieza cuando la vio entrar!

—¿Y al fin montó el caballo?

—Por supuesto, y lo pasó en grande. Yo temí que volviese a casa descuajaringada, pero lo dominó enseguida y se divirtió como nadie.

—¡Eso es lo que yo llamo ser valiente! —comentó el joven Lamb, que miró con aprobación a Amy y se preguntó qué estaría contándole su madre para que la joven estuviese tan roja y pareciese tan incómoda.

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