V. La prueba pericial
V
La prueba pericial
A menudo, para hacernos daño,
los agentes de las tinieblas nos profetizan verdades
y nos seducen con inocentes bagatelas para arrastrarnos
pérfidamente a las más terribles consecuencias.
W S, , 1-3.
En medio del pesar generalizado que se había adueñado de los presentes, se oyó el agudo sonido del timbre. Todas las miradas se volvieron al instante hacia la puerta, que se abrió lentamente, y por la que entró el policía a quien el juez había enviado misteriosamente un momento antes a un recado, y lo hacía acompañado de un joven cuyo distinguido porte, mirada inteligente y aire de persona segura parecían pregonar que se trataba —como así era— del empleado de confianza de una importante casa de comercio.
Tras saludar al juez instructor con una leve inclinación de cabeza, avanzó sin turbación aparente, aunque todas las miradas estaban fijas en él con ardiente curiosidad.
—Ha mandado llamar a un empleado de Bohn y Compañía —dijo.
La excitación fue grande e inmediata. Bohn y Compañía eran propietarios del conocidísimo almacén de armas y municiones de Broadway.
—Sí, señor —dijo el juez—. Tenemos aquí una bala que quisiéramos que examinara. ¿Conoce a fondo todo lo relacionado con su negocio?
El joven, limitándose a alzar expresivamente la vista, tomó la bala con indiferencia.
—¿Puede decirme qué clase de arma la ha disparado?
El joven dio vueltas a la bala entre el pulgar y el índice.
—Es una bala del 32, que suele venderse con el revólver pequeño de Smith y Wesson.
—¡Un revólver pequeño! —exclamó el mayordomo saltando en su asiento—. El amo solía guardar uno en el cajón de la mesilla de noche. Lo he visto muchas veces. Todos lo sabíamos.
La excitación fue grande e irrefrenable, sobre todo entre los criados. En medio del revuelo se oyó una voz grave, la de la cocinera.
—Es verdad, lo lo vi una vez, cuando el señor lo estaba limpiando.
—¿En el cajón de la mesilla de noche? —preguntó el juez.
—Sí, señor. A la cabecera de su cama.
Se envió a un policía a examinar el mueble. Instantes después, volvió con un revólver pequeño que depositó sobre la mesa del juez instructor.
—Aquí está.
Al momento se levantaron todos, pero el juez instructor, alargando el arma al dependiente de Bohn, preguntó si era del tipo antes mencionado.
—Sí, señor. De Smith y Wesson, como puede comprobar usted mismo —replicó el joven sin vacilar. Y procedió a examinarlo.
—¿Dónde ha encontrado el revólver? —preguntó el juez al policía.
—En el primer cajón de la mesilla que está a la cabecera del lecho del señor Leavenworth. Dentro de un estuche de terciopelo, junto a una caja de cartuchos, de los que traigo uno de muestra —dijo dejándolo al lado de la bala.
—¿Estaba cerrado el cajón?
—Sí, señor, pero tenía puesta la llave.
El interés llegaba a su apogeo. En la estancia resonó un grito generalizado.
—¿Está cargado?
El juez, mirando ceñudo a los presentes, observó con aire de gran dignidad:
—Yo iba a hacer esa misma pregunta, pero antes he de reclamar orden.
Se produjo un silencio inmediato. Estábamos todos demasiado interesados como para poner obstáculos que impidieran la satisfacción de nuestra curiosidad.
—Veamos, caballero —dijo el juez instructor.
El empleado de Bohn, quitando el tambor, lo levantas en alto.
—Tiene para siete cartuchos, y están todos.
A esta afirmación siguió un murmullo de contrariedad.
—Pero —dijo tranquilamente, tras un ligero examen de la recámara— no todos han sido cargados hace tiempo. Uno de los cartuchos se ha disparado recientemente.
—¿Cómo lo sabe? —exclamó uno de los jurados.
—¿Cómo lo sé? Señor —dijo, volviéndose hacia el juez instructor—, sírvase examinar el estado del revólver. Mire, en primer lugar, el cañón: está limpio y reluciente, y no ofrece señales de que haya pasado por él una bala hace poco tiempo; pero es que ha sido limpiado. Observe ahora el tambor. ¿Qué ve?
—Veo una línea muy débil de tizne en una de las recámaras.
—Precisamente; sírvase enseñárselo a esos señores.
En seguida pasó el revólver de mano en mano.
—Esa débil línea de tizne en el borde de una de las recámaras es muy significativa, señores. La bala al salir deja siempre un rastro de hollín. Quien limpiara el revólver lo sabía, y limpió el cañón, pero se olvidó del tambor —dijo retrocediendo y cruzándose de brazos.
—¡Santo Dios! ¡Qué maravilla! —exclamó una voz áspera, perteneciente a un campesino recién llegado desde la calle y que ahora miraba desde la puerta con la boca abierta.
Fue una interrupción brusca, pero no mal recibida. Sonrieron todos, y tanto hombres como mujeres parecieron respirar más fácilmente. Restablecido por fin el orden, se requirió al policía que describiera la ubicación de la mesilla de noche y su distancia hasta la mesa de la biblioteca.
—La mesa de la biblioteca está en una habitación y la mesilla en otra. Para llegar a la primera desde la segunda es preciso atravesar diagonalmente la alcoba del señor Leavenworth, recorrer el pasillo que separa ambos cuartos y…
—Espere un momento. ¿Qué situación ocupa la mesa respecto a la puerta que conduce de la alcoba al vestíbulo?
—Se puede entrar por esa puerta, pasar directamente, rodeando los pies de la cama, en dirección a la mesilla, coger el revólver y cruzar el pasillo sin ser visto por quien esté sentado en la biblioteca.
—¡Virgen Santa! —exclamó la cocinera horrorizada, cubriéndose el rostro con el delantal, como para ocultar una temerosa visión—. ¡Hannah no puede haber tenido arrestos para eso! ¡Nunca, nunca!
Pero el señor Gryce posó su pesada mano en los hombros de la mujer y la obligó a sentarse de nuevo, riñéndola y calmándola al tiempo, con una destreza maravillosa de ver.
—Perdónenme —exclamó suplicante la cocinera, dirigiéndose a los que la rodeaban—. Pero no ha sido Hannah. ¡Nunca!
Despedido el empleado de Bohn y Compañía, los presentes aprovecharon la coyuntura para cambiar de postura, tras lo cual se volvió a llamar al señor Harwell, que se levantó con evidente reticencia. Se veía que la declaración anterior había echado por tierra alguna teoría que se habría formado, cuando no había fortalecido alguna sospecha desagradable.
—Señor Harwell —comenzó el juez instructor—. Hemos conocido la existencia de un revólver perteneciente al señor Leavenworth, y al buscarlo lo hemos hallado en su habitación. ¿Sabía que poseía esa arma?
—Lo sabía.
—¿Era un hecho sabido de todos los de la casa?
—Eso creo.
—¿Cómo es eso? ¿Tenía costumbre de dejarlo donde pudiera verlo alguien?
—No sabría decirlo; sólo puedo explicar el modo en que yo supe que tenía el revólver.
—Bueno, veámoslo.
—Hablábamos un día de armas de fuego, a las que yo tengo alguna afición; siempre he deseado tener un revólver de bolsillo. Un día en que se lo mencioné al señor Leavenworth, se levantó y trajo del cajón de su tocador este revólver.
—¿Cuánto tiempo hace de eso?
—Hace unos meses.
—¿De modo que hace tiempo que poseía el revólver?
—Sí, señor.
—¿Fue ésa la única ocasión en que lo vio?
—No, señor —dijo el secretario sonrojándose—. Lo he visto otra vez.
—¿Cuándo?
—Hace unas tres semanas.
—¿En qué circunstancias?
El secretario bajó la cabeza, y todo su ser delató cierta contención.
—Señores —dijo, tras vacilar un instante—. ¿Pueden excusarme?
—Imposible —respondió el juez instructor.
—Me veo forzado a dar el nombre de una dama —dijo titubeando, más pálido y suplicante aún.
—Mucho lo sentimos —observó el juez.
El joven le miró con altivez, y yo me pregunté cómo pude creerlo un ser vulgar.
—¡El de la señorita Eleanore Leavenworth! —exclamó.
Al oír este nombre, pronunciado de aquel modo, se estremecieron todos, exceptuando al señor Gryce, que en ese momento estaba entregado a una conversación íntima y confidencial con las yemas de sus dedos y no pareció darse por enterado.
—Es contrario a todas las reglas del decoro, y al respeto que todos sentimos por esa dama, mezclar su nombre en este asunto —añadió el señor Harwell apresuradamente.
Pero al insistir el juez en que respondiera, el secretario volvió a cruzarse de brazos, gesto que en él era de resolución, y procedió a hablar en voz baja y forzada.
—Pues bien, me explicaré, señores. Una tarde, hace unas tres semanas, fui casualmente a la biblioteca a una hora desusada. Me dirigí a la chimenea para coger un cortaplumas que me había dejado esa mañana allí por distracción, cuando oí ruido en la habitación contigua. Sabía que el señor Leavenworth había salido, y las señoritas con él, por lo que me tomé la libertad de mirar quién estaba allí. ¡Y cuál no sería mi sorpresa al ver a la señorita Eleanore Leavenworth de pie junto a la cama de su tío, y con ese revólver en la mano! Confundido por mi indiscreción, traté de alejarme sin ser oído, pero fue inútil, pues apenas puse el pie en el dintel de la puerta ella se volvió y, al verme, me llamó por mi nombre. Me acerqué y me pidió que le explicara el manejo del arma. Caballeros, para hacerlo me vi obligado a coger el revólver, y ésa, señores, es la única ocasión en que he visto o tocado el arma del señor Leavenworth.
Inclinó la cabeza y esperó la pregunta siguiente con agitación indescriptible.
—Le pidió que le explicara el manejo del revólver. ¿Qué entiende por eso?
—Quiero decir cómo se carga, se apunta y se dispara —continuó débilmente, y tomando aliento en un vano esfuerzo por aparentar calma.
Un destello como el resplandor de un súbito relámpago iluminó el rostro de todos los presentes. Hasta el juez instructor mostró repentinas señales de emoción y contempló estremecido el agobiado cuerpo y el pálido semblante del hombre que se hallaba ante él, mirándolo con tan singular compasión que no pudo dejar de producir efecto tanto en el joven como en cuantos le veían.
—Señor Harwell —preguntó por fin—. ¿Tiene algo que añadir a la declaración que acaba de hacer?
El secretario negó tristemente con la cabeza.
—Señor Gryce —cuchicheé yo, agarrando al policía por un brazo y tirando de él hacia mí—. Asegúreme usted… Se lo ruego…
Sin dejarme acabar, me respondió con viveza:
—El juez va a llamar a las señoritas. Si quiere cumplir con su deber, dispóngase a hacerlo. Es todo.
¡Cumplir con mi deber! Tan sencillas palabras me devolvieron la entereza. ¿En qué había estado pensando? ¿Acaso estaba loco? Me levanté lentamente, teniendo en la mente nada más terrible que la tierna imagen de las encantadoras sobrinas sumidas en la angustia ante los restos de quien había sido para ellas tan amado como un padre, y en cuanto se requirió la presencia de las señoritas Mary y Eleanore Leavenworth, me adelanté y declaré ser amigo de la familia, recurriendo a un pequeño embuste que espero no me será reprochado, y solicité permiso para ir a buscar a las damas y acompañarlas hasta abajo.
Una docena de ojos se clavaron en mí al momento, y experimenté la turbación de quien, sea por una palabra o un hecho inesperado, atrae sobre su persona la atención concentrada de toda una estancia.
Al concedérseme de inmediato el permiso solicitado, pude abandonar mi incómoda situación, de modo que, antes de darme cuenta, me encontraba en el vestíbulo con el rostro ardiendo, el corazón latiéndome aceleradamente y las palabras del señor Gryce resonando en mis oídos: —Tercer piso, habitación del fondo, primera puerta junto a la escalera. Ahí encontrará a las damas esperándole.