El caso Leavenworth

IV. Una pista

IV

Una pista

Algo huele a podrido en Dinamarca.

W S, , 1-4.

Se llamó a la cocinera de la casa, personaje corpulento y de rostro encarnado que se adelantó con viveza, e hizo gala de tal vehemencia y ansiedad que a más de uno de los presentes le costó contener una sonrisa al verla. Al observarlo ella y tomarlo como un cumplido, pues era tan mujer como cocinera, respondió con una reverencia y separó los labios para hablar, pero el juez instructor se irguió en su asiento con impaciencia y le quitó la palabra de la boca.

—¿Su nombre? —preguntó con severidad.

—Katharine Malone, señor.

—Bueno, Katharine, ¿cuánto tiempo lleva al servicio del señor Leavenworth?

—Hace ya doce meses, señor, desde que entré por esa misma puerta recomendada por la señora Wilson y…

—Olvídese de la puerta y díganos por qué dejó el servicio de la señora Wilson.

—Fue ella quien me dejó, pues se marchó al Viejo Mundo el mismo día en que entré por esa puerta gracias a su recomendación…

—Bueno, bueno, dejemos eso. ¿Lleva un año en casa del señor Leavenworth?

—Sí, señor.

—¿Está contenta? ¿Era un buen señor?

—Oh, mejor no lo he tenido. ¡Mal haya quien le matara! Era tan tolerante y generoso que más de una vez le he dicho a Hannah…

Se interrumpió con un cómico estremecimiento de terror y miró a sus compañeros de servidumbre como quien ha cometido un desliz. El juez, al observarlo, preguntó con rapidez:

—¿Hannah? ¿Quién es Hannah?

La cocinera, esforzándose por aparentar indiferencia, exclamó descaradamente:

—¿Hannah? Oh, sólo la doncella de las señoritas, señor.

—Pues aquí no veo a nadie que responda a tal descripción. —El juez instructor se volvió hacia Thomas—. Usted no mencionó a ninguna Hannah como perteneciente a la casa.

—No, señor —replicó éste inclinándose y mirando de soslayo a la joven de rojas mejillas que tenía al lado—. Usted me preguntó quiénes había en la casa al descubrirse el asesinato, y eso le dije.

—¡Oh! —exclamó el juez con ironía—. Veo que está acostumbrado a los procedimientos del tribunal. —A continuación, volvió a concentrarse en la cocinera, que durante esta interrupción había estado mirando a todos lados de la estancia con cierto espanto—. ¿Y dónde está esa Hannah?

—Señor, se ha marchado.

—¿Cuándo?

—Anoche —dijo la cocinera resollando histéricamente.

—¿A qué hora?

—La verdad es que no lo sé, señor. No sé nada.

—¿Fue despedida?

—No que yo sepa. Su ropa sigue aquí.

—¡Ah! Su ropa sigue aquí. ¿A qué hora la echó de menos?

—No la eché de menos. Anoche estaba aquí y esta mañana no estaba; por eso le digo que se ha ido.

—¡Hum! ¿Y dónde dormía esa joven? —preguntó, recorriendo la habitación con la mirada mientras los presentes se sentían como si de pronto se hubiera abierto una puerta en una pared lisa.

La cocinera, que hasta entonces había estado jugando nerviosamente con el delantal, alzó la vista.

—Todas dormimos en la parte de arriba de la casa, señor.

—¿En la misma habitación?

—Sí, señor —contestó lentamente.

—¿Subió Hannah a esa habitación anoche?

—Sí, señor.

—¿A qué hora?

—Eran las diez cuando subimos todas. Oí el reloj dar las campanadas.

—¿Observó algo desusado en ella?

—Le dolían las muelas, señor.

—¡Oh! Le dolían las muelas. ¿Qué más? Dígame todo lo que hizo.

En este punto, la cocinera rompió en lágrimas y lamentos.

—No hizo nada, señor. No fue ella, señor, porque no hizo nada, créalo usted. Hannah es una buena chica, y honrada como la que más. Estoy dispuesta a jurar sobre los Evangelios que nunca ha puesto los pies en la habitación del señor Leavenworth. ¿Para qué había de hacerlo? Fue a pedir a la señorita Eleanore unas gotas para el dolor de muelas porque le dolía muchísimo la cara y… ¡oh, señor!

—Vamos, vamos… No acuso a Hannah de nada; sólo pregunto qué hizo cuando subieron a su cuarto. Dice usted que Hannah bajó. ¿Cuánto tiempo después de subir?

—La verdad es que no puedo decirlo, señor, pero Molly dice…

—No importa lo que diga Molly. ¿La vio bajar?

—No, señor.

—¿Ni volver?

—No, señor.

—¿No la ha visto esta mañana?

—No, señor. ¿Cómo iba a verla si se ha ido?

—Pero la vio anoche, cuando parecía tener dolor de muelas.

—Sí, señor.

—Muy bien. Ahora dígame cómo y cuándo tuvo noticia de la muerte del señor Leavenworth.

Las respuestas a esta pregunta contuvieron muy poca información, pese al exceso de palabrería inútil, por lo que el oficial iba a despedirla cuando el jurado bajito, recordando un dato que la testigo había dado, el de que había visto salir a la señorita Eleanore de la biblioteca pocos minutos después de trasladarse el cadáver a la alcoba, le preguntó si la señorita llevaba entonces algo en la mano.

—No lo sé, señor. ¡Ah! —exclamó de repente—. Creo que llevaba un pedazo de papel. Ahora recuerdo que la vi metérselo en el bolsillo.

El testigo siguiente fue Molly, la doncella.

Molly O’Flanagan, como dijo llamarse, era una muchacha despierta de unos dieciocho años, mejillas rosadas y negros cabellos, la cual, en circunstancias ordinarias, habría sabido responder con la debida agudeza a cualquier pregunta que se le hiciera. Pero a veces el miedo acobarda hasta al corazón más audaz, y Molly, al verse ante el oficial del gobierno, se mostró completamente atolondrada; sus mejillas, por lo general encendidas, palidecieron a la primera palabra que se le dirigió e inclinó la cabeza sobre el pecho con turbación demasiado ingenua para ser fingida y demasiado transparente para ser mal interpretada.

Dado que su declaración se refirió principalmente a Hannah y a lo que sabía de ella y de su extraña desaparición, me limitaré a ofrecer un extracto de la misma.

Por lo que sabía Molly, Hannah era una niña sin educación, de origen irlandés, que había llegado del campo para ser doncella y costurera de las señoritas Leavenworth. Llevaba un tiempo en la casa, algo más que ella, y, aunque era de natural reservado y nada decía de sí misma o de su vida pasada, se las había arreglado para convertirse en la favorita de todos los miembros de la casa. Era de temperamento melancólico y dada a la meditación, y muy a menudo pasaba noches enteras sentada y pensando «como si fuera una señora», en palabras de Molly.

Al ser esta costumbre poco habitual en una muchacha de su condición, se intentó obtener de la testigo más detalles al respecto. Pero Molly, moviendo la cabeza, no salió de lo que ya había dicho. Hannah solía pasar las noches sentada junto a la ventana, y esto era todo cuanto sabía al respecto.

Una vez dejado de lado este tema, durante cuya discusión recuperó Molly algo de la viveza de carácter que la caracterizaba, continuó declarando respecto a los sucesos de la pasada noche, diciendo que hacía dos o más días que Hannah estaba enferma y con la cara hinchada, que la noche anterior sufría tanto que saltó de la cama, se vistió, encendió una vela y dijo que iba a bajar a pedir una medicina a la señorita Eleanore. Al respecto de su vestimenta se le hicieron varias preguntas a Molly, que insistió en que Hannah se había vestido por completo, y hasta se había puesto el cuello y la cinta del pelo.

—¿Por qué bajó a ver a la señorita Eleanore? —preguntó un jurado.

—Porque era la única que daba a los criados medicinas y otras cosas por el estilo.

Apremiada para que continuase, Molly declaró que aquello era cuanto sabía. Ni volvió Hannah, ni se la halló en la casa a la hora de almorzar.

—Dice que se llevó una vela —dijo el juez instructor—. ¿Con una palmatoria?

—No, señor. Suelta.

—¿Por qué cogió una vela? ¿No tenía el señor Leavenworth lámparas de gas en sus habitaciones?

—Sí, señor, pero las apagábamos al subir, y Hannah tenía miedo a la oscuridad.

—Si tomó una vela, ésta ha de encontrarse en alguna parte de la casa. ¿Ha visto alguien una vela perdida?

—Que yo sepa, no, señor.

—¿Es ésta? —preguntó una voz a mi espalda.

Era el señor Gryce, alzando una vela de parafina medio gastada, para que la vieran todos.

—Sí, señor. ¿Dónde la ha encontrado?

—En la hierba del patio de carruajes, a media distancia entre la puerta de la cocina y la calle —replicó el señor Gryce con calma.

Fue una conmoción. ¡Por fin una pista! Se había hallado algo que relacionaba el misterioso asesinato con el mundo exterior. La puerta trasera se convirtió al instante en el centro de interés. La vela encontrada en el patio parecía probar no sólo que Hannah había abandonado la casa poco después de bajar de su cuarto, sino que había salido por la puerta trasera, la cual recordamos que estaba sólo a unos pasos de la puerta de hierro que daba a la calle. Pero Thomas, llamado de nuevo, repitió su afirmación de que a las seis de la mañana había encontrado cerradas y atrancadas tanto la puerta trasera como todas las ventanas del piso bajo. Conclusión inevitable: alguien había vuelto a cerrarlas y a echar los cerrojos una vez se fue la joven. ¿Quién? ¡Ah! Ésta era la cuestión más seria y más urgente.

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