El caso Leavenworth

XV. Caminos que se abren

XV

Caminos que se abren

Esto no es bueno, ni puede acabar bien.

W S, , 1-2.

Asistí al entierro del señor Leavenworth, aunque no vi a las damas, ni antes ni después de la ceremonia. Pero hablé unos momentos con el señor Harwell, el cual, sin decirme nada nuevo, me proporcionó material para abundantes conjeturas, porque me preguntó, casi nada más vernos, si había visto el de la noche anterior. Al responderle yo afirmativamente, me lanzó una mirada en la que se mezclaban de tal suerte la aflicción y la súplica que apenas pude contenerme de preguntar cómo había podido salir en los periódicos tan espantosa insinuación contra una señorita de reputación y alcurnia. Su respuesta me dejó desconcertado.

—Ojalá el culpable se vea inducido por los remordimientos a confesar su crimen.

Curiosa observación por parte de una persona que no tenía conocimiento ni sospechas de quién era el criminal o de cuál era su carácter. Yo habría deseado continuar la conversación, pero el secretario, hombre de pocas palabras, se mantuvo callado y no pude inducirlo a decir nada más. Era evidente que mi deber consistía en cultivar la amistad del señor Clavering, o de cualquier otro que pudiera arrojar alguna luz sobre la historia de las jóvenes.

Aquella tarde supe que había vuelto el señor Veeley, pero que no se encontraba en condiciones de reunirse conmigo para tratar un tema tan penoso como el asesinato del señor Leavenworth. También recibí una nota de Eleanore dándome sus señas, pero rogándome al mismo tiempo que no fuese a verla mientras no tuviera algo de importancia que comunicarle, pues se encontraba demasiado mal para recibir visitas. La nota me afectó profundamente. ¡Enferma, sola y en casa extraña!… ¡Qué triste!

Al día siguiente, accediendo a los deseos del señor Gryce, me llegué a la Residencia Hoffman y me senté en el gabinete de lectura. Llevaba poco tiempo allí cuando entró un caballero al que reconocí de inmediato como a aquél con quien hablé en el cruce de la Calle 37 y la Sexta Avenida. Él también debió de reconocerme, por cuanto pareció algo turbado al verme; pero, recobrándose en seguida, cogió un periódico y aparentó enfrascarse en su lectura, aunque sentí su enérgica mirada fija en mí, observando mis facciones, porte, traje y gestos, con tal interés que me dejó tan estupefacto como desconcertado. Me pareció una imprudencia imitar su examen, a pesar de la ansiedad que sentía por verle los ojos y averiguar qué emoción había despertado de tal suerte su curiosidad por un desconocido, así que me levanté y me dirigí hacia un antiguo amigo al que vi en una mesa del otro lado y entablé con él una conversación trivial, durante la cual tuve ocasión de preguntarle si sabía quién era aquel desconocido. Dick Furbish era hombre sociable y conocía a todo el mundo.

—Se llama Clavering, y viene de Londres. Nada más sé de él, aunque se le encuentra en todas partes, salvo en las casas particulares. Aún no se ha presentado en sociedad; quizás espera cartas de presentación.

—¿Es caballero?

—Sin duda alguna.

—¿Hablas con él?

—¡Oh, sí! Charlamos, pero él pone poco de su parte en la conversación.

No pude por menos de sonreír al ver la mueca con que Dick acompañó esta observación.

—Lo cual viene a probar que es lo que parece —continuó.

Reí abiertamente esta vez, dejé a mi amigo y a los pocos minutos salí del salón.

Al mezclarme con la multitud de Broadway, empecé a recapacitar sobre aquella situación. No sólo parecía improbable, sino absurdo, que aquel desconocido caballero de Londres, que iba a todas partes menos a las casas particulares, tuviera algo que ver con el asunto que había tomado yo tan a pecho, y por primera vez me sentí tentado de dudar de la sagacidad de Gryce al recomendarme que me fijara en él.

Al día siguiente repetí el experimento, pero sin mejor éxito. Clavering entró en la sala, pero al verme no se quedó en ella. Empecé comprender que no sería fácil hacerse amigo suyo. Para compensar mi contrariedad, fui por la tarde a ver a Mary Leavenworth, que me recibió con familiaridad casi fraternal.

—¡Ah! —exclamó, tras presentarme a una señora mayor que estaba a su lado y que creí sería algún pariente de la familia—. Viene a decirme que han encontrado a Hannah, ¿verdad?

Moví la cabeza, lamentando desengañarla.

—No —dije—, todavía no.

—Pues el señor Gryce ha estado hoy aquí y me ha dicho que esperaba saber de ella antes de veinticuatro horas.

—¿El señor Gryce aquí?

—Sí; vino a decirme cómo van las investigaciones. Y no porque hayan adelantado mucho.

—No podía usted esperar eso. No se desanime tan pronto.

—No puedo remediarlo; cada día, cada hora que pasa en esta incertidumbre, es como una montaña que me pesa aquí —dijo posando en su pecho la mano temblorosa—. Pondría a trabajar a todo el mundo si fuera posible. No dejaría piedra sin remover. Yo…

—¿Qué haría? —murmuré.

—¡Oh, no sé! —exclamó, cambiando de repente de actitud—. Quizá nada. —Y antes de que pudiera yo replicar a esto, me dijo—: ¿Ha visto hoy a Eleanore?

Respondí con una negación.

Eso no pareció satisfacerla, pero no habló más hasta que su amiga salió de la estancia. Entonces, con vehemente mirada, me preguntó si Eleanore se encontraba bien.

—Me temo que no —respondí.

—Es una prueba amarga para mí que Eleanore no este aquí —murmuró, y, detectando quizás una incrédula mirada en mí, añadió—: No quiero que crea que intento negar mi papel en el infeliz estado actual de las cosas. Estoy dispuesta a confesar que fui yo la primera en proponer esta separación. Pero no por eso es más fácil de soportar.

—No es tan dura para usted como para ella —dije.

—¿No es tan dura? ¿Por qué? ¿Porque ella ha quedado relativamente pobre, y yo rica? ¿Es eso lo que quiere decir? —continuó sin esperar mi respuesta—. ¡Ah, ojalá pudiera yo convencer a Eleanore de que compartiese conmigo mi riqueza! ¡De buena gana le concedería la mitad de lo que he heredado, pero temo que jamás querrá aceptar ni un dólar de mí!

—En estas circunstancias sería lo más prudente.

—Eso es lo que pienso yo, pues de hacerlo me libraría de un gran peso. Esta fortuna que tan de golpe ha caído sobre mí me pesa extraordinariamente, señor Raymond. Cuando hoy se leyó el testamento que me deja en posesión de tanta fortuna, no pude menos de sentir que caía sobre mí un manto pesado y cegador, salpicado de sangre y tejido con horrores. ¡Ah, señor Raymond! ¡Qué sentimientos tan distintos de los que esperaba experimentar en este día! Porque —continuó con rapidez—, por horrible que parezca ahora, me había hecho a esperar este momento con orgullo, cuando no con ansiedad. ¡Importa tanto el dinero en mi pequeño mundo! No quiero reprochar ahora a nadie, y menos a mi tío; pero desde aquel día, hace ya doce años, en que nos cogió por primera vez en brazos y exclamó, mirando nuestros infantiles rostros: «la del cabello rubio me agrada más, y será mi heredera», me he visto mimada, adulada; me llamaban la princesita, y el ojito derecho del tío, de modo que es muy extraño que haya conservado yo algún impulso generoso. Sí, aunque supe desde el primer momento que sólo un capricho había causado semejante distinción entre mi prima y yo; una distinción que nunca había estado basada en una superior belleza, valía o consecución alguna, pues Eleanore es muy superior a mí en todo…

Se detuvo, reprimiendo el repentino sollozo que se agolpaba en su garganta, con tal esfuerzo y dominio de sí, que resultaba conmovedor al propio tiempo que admirable. Después, apartando los ojos de mi rostro, murmuró en voz baja y suplicante:

—Si tengo algún defecto, ya ve que hay excusa para ellos; pues la arrogancia, la vanidad y el egoísmo se consideran muestras de laudable dignidad en una joven y alegre heredera. ¡Ja, ja! —rió con amargura—. ¡El dinero ha sido la ruina de todos nosotros! —Luego, bajando la voz, prosiguió—: Y ahora lo tengo, con su cohorte de males, y yo… yo lo daría todo por… ¡Pero esto es una debilidad por mi parte! No tengo derecho a afligirlo con mis penas, señor Raymond. Olvide lo que he dicho, o considere mis quejas el lamento de una niña desgraciada, agobiada por el dolor y oprimida por el peso de mil terrores.

—No deseo olvidar —repliqué—. Ha dicho palabras llenas de bondad, y ha manifestado nobles sentimientos. Sus riquezas serán una bendición para usted si toma posesión de ellas con esos sentimientos.

—¡Imposible! ¡No pueden ser una bendición! —me replicó con ademán vivísimo. Después, como estremecida por sus propias palabras, añadió rápidamente—: Las grandes riquezas nunca son una bendición.

Tras esto, hizo una pausa y cambió completamente de actitud.

—Ahora deseo hablar con usted de un asunto que podría parecerle inoportuno pero que, no obstante, necesito a toda costa mencionar, si quiero que se hagan realidad los propósitos de mi corazón. Mi tío, como sabe muy bien, en el momento de su muerte escribía un libro sobre las costumbres de los chinos. Era un trabajo que ansiaba ver publicado, por lo que comprenderá que yo quiera que se cumplan sus deseos; y para ello no sólo es menester que intervenga yo en el asunto, pues se precisan los servicios del señor Harwell y deseo despedirlo cuanto antes, sino que necesito encontrar a alguien competente que lo termine. Pues bien, tengo entendido, me han dicho, que es usted el adecuado para hacerlo, y, aunque me resulta difícil, cuando no incorrecto, pedirle tan gran favor a quien hace una semana era un desconocido, supondría una gran satisfacción para mí que usted quisiera revisar el manuscrito y decirme lo que queda por hacer.

La timidez con que pronunció estas palabras probaba la seriedad con que hablaba, y no pude menos de maravillarme al ver la extraña coincidencia de su petición con mis deseos, pues hacía tiempo que meditaba yo cómo tener entrada libre en la casa sin comprometer a sus huéspedes ni comprometerme yo mismo. No sabía entonces lo que después supe, es decir, que había sido el señor Gryce quien me había recomendado a la joven para aquel propósito. Pero a pesar de la satisfacción que experimentaba, creí que debía hablar de mi incompetencia para un trabajo tan ajeno a mi profesión y sugerir que se empleara a alguien más versado que yo en la materia. Pero la señorita Mary no quiso escucharme.

—El señor Harwell tiene muchos cuadernos y notas y puede darle todos los informes que necesite. No tendrá dificultad ninguna.

—¿Pero no podría el mismo señor Harwell ocuparse de ello? Parece un joven listo e inteligente.

—Él cree que puede —murmuró negando con la cabeza—, pero yo sé que mi tío no le confiaba nunca ni la redacción de una sola frase. Y yo deseo hacer lo mismo que él habría hecho.

—Puede que no le guste al señor Harwell la intrusión de un extraño en su trabajo.

La joven abrió los ojos con asombro.

—¿Y eso qué importa? El señor Harwell está a sueldo y no tiene que decir palabra. Pero no objetará nada. Ya le he consultado, y se mostró satisfecho con el arreglo.

—Muy bien —dije—, entonces le prometo que me ocuparé del asunto. En todo caso, puedo examinar el manuscrito, y darle mi opinión sobre su estado.

—Oh, gracias —me dijo con un bonito ademán de satisfacción—. ¡Qué amable es usted! ¿Qué haré yo para recompensarle? ¿Quiere ver al señor Harwell? —añadió dirigiéndose hacia la puerta, pero se detuvo de pronto, murmurando con un estremecimiento al recordar—: Se halla en la biblioteca. ¿Recuerda dónde está?

Dominé el desfallecimiento que me acometió al oír hablar de aquella estancia y contesté afirmativamente.

—Todos los papeles están allí, el señor Harwell trabaja en la biblioteca mejor que en otra parte, según dice. Pero si quiere, le haré bajar.

Me negué, y yo mismo me dirigí al pie de la escalera.

—He pensado a veces en cerrar esa habitación —continuó ella apresuradamente—, pero hay algo que me detiene. No puedo cerrarla, como no puedo dejar esta casa; un poder superior a mis fuerzas me obliga a enfrentarme a todos sus horrores. Y sin embargo, sufro un terror continuado. A veces, en la oscuridad de la noche… Pero —exclamó de pronto— no quiero afligirlo. Ya he hablado demasiado. Vamos. —E, irguiendo repentinamente la cabeza, subió la escalera.

Cuando entramos, Harwell estaba sentado en la única silla de la estancia fatal que esperaba ver vacía. Al contemplar su enjuta figura reclinada en el mismo sitio donde poco tiempo antes se había hallado el cadáver de su jefe asesinado, no pude menos de maravillarme ante la poca imaginación de un hombre que, frente a semejantes recuerdos, no sólo podía apropiarse de aquel sitio para su propio uso sino que continuaba con sus ocupaciones con la calma y precisión que resultaban evidentes. Pero advertí en seguida que la disposición de la luz en la estancia convertía a aquel lugar en el más conveniente para su propósito, de modo que en un instante mi asombro se trocó en admiración al comprobar con cuánta tranquilidad anteponía la necesidad a sus escrúpulos personales.

Alzó maquinalmente la vista cuando entramos, mas no se levantó. Su rostro tenía esa expresión de inmovilidad que denota un alma preocupada.

—Está completamente distraído —susurró Mary—. Es su costumbre. Dudo que sepa quién o qué le ha interrumpido. —Y, adelantándose, pasó ante el campo visual del secretario, como para llamarle la atención—. He hecho subir al señor Raymond para que le vea. Ha tenido la amabilidad de acceder a mis deseos respecto a completar el manuscrito que tiene usted.

Harwell se levantó lentamente, limpió la pluma y la dejó a un lado, mostrando cierta repugnancia al hacerlo y dando a entender que mi intervención era para él cualquier cosa menos agradable. Al observarlo, no esperé que hablara, sino que cogí el montón de cuartillas que vi en la mesa y dije:

—Esto parece escrito con toda claridad; si me permite, le echaré una ojeada para hacerme una idea general.

Inclinó la cabeza y murmuró unas palabras de aquiescencia. Luego, una vez salió Mary de la estancia, se sentó con torpeza y cogió la pluma.

Instantáneamente desapareció de mis pensamientos el manuscrito y cuanto con él se relacionaba, y Eleanore, su situación y el misterio que rodeaba a aquella familia se me presentaron de nuevo con más fuerza que nunca. Miré fijamente el rostro del secretario y me dirigí a él:

—Me alegro mucho de que se presente esta oportunidad de estar un momento a solas, señor Harwell, aunque no sea más que para decirle a usted…

—¿Algo relacionado con el asesinato?

—Sí… —empecé a decir.

—Entonces, disculpe —me replicó con respeto, pero con firmeza—. Es un asunto muy desagradable; no puedo pensar en él, ni discutirlo tampoco.

Desconcertado y, más aún, convencido de la imposibilidad de obtener ningún dato de aquel hombre, abandoné mi propósito y, cogiendo de nuevo el manuscrito, intenté comprender la naturaleza de su contenido. Al tener más éxito de lo que esperaba, entablé con el señor Harwell una pequeña conversación respecto a la obra, y por fin, después de llegar a la conclusión de que podía hacer lo que quería la señorita Leavenworth, dejé al secretario y bajé de nuevo al salón.

Cuando salí de la casa una hora después, lo hice sabiendo que había eliminado un obstáculo del camino. Si no conseguía llevar a cabo la tarea que me había propuesto, no sería por carecer de oportunidades para estudiar a los habitantes de aquella morada.

Download Newt

Take El caso Leavenworth with you