Casa desolada

66. Allá en Lincolnshire

66. Allá en Lincolnshire

En estos días alterados ha caído un silencio sobre Chesney Wold, al igual que sobre una parte de la historia de la familia. Se dice que Sir Leicester ha pagado a algunos que podrían contar historias para que mantengan el silencio, pero no hay mucha gente que se lo crea y todo va desvaneciéndose en susurros y murmullos débiles, y en cuanto cae sobre ello una chispa caliente de la vida, en seguida desaparece. Se sabe con seguridad que la bella Lady Dedlock yace en el mausoleo del parque, donde los árboles forman una bóveda y por las noches se oye al búho que pulula en el bosque, pero lo que es un misterio es cuándo la han traído a casa para yacer bajo los ecos de ese lugar solitario, y cómo murió. Algunas de sus amistades más antiguas, que se encuentran sobre todo entre las damiselas de mejillas de melocotón y gargantas de esqueleto, se han preguntado alguna vez como si fueran bellezas reducidas a flirtear con la lúgubre muerte, después de haber perdido a todos sus pretendientes, que se extrañaban de que cuando se reunía todo el Wold, cómo era que las cenizas de los Dedlock, enterradas en el mausoleo, nunca se erguían en contra de aquella profanación de su compañía. Pero los Dedlock, muertos hace tanto tiempo, se lo toman con mucha calma, y que se sepa nunca han formulado objeciones.

Desde los helechos del fondo del valle, y por el camino de los jinetes que serpentea entre los árboles, a veces llega a este lugar solitario el sonido de los cascos de caballos. Entonces se puede ver a Sir Leicester, inválido, encorvado y casi ciego, pero todavía de buena presencia, que cabalga con un hombre fornido a su lado, siempre atento a sus bridas. Cuando llegan a un cierto punto junto a la puerta del mausoleo, el caballo de Sir Leicester, que ya está acostumbrado, se detiene solo, y Sir Leicester se quita el sombrero y se queda inmóvil unos momentos antes de volver a partir.

El audaz Boythorn sigue en guerra, aunque a intervalos inciertos, a veces más caliente y otras más fría, pues arde como un fuego irregular. Según se dice, cuando Sir Leicester vino a quedarse en Lincolnshire para siempre, el señor Boythorn mostró un deseo manifiesto de abandonar su servidumbre de paso y hacer lo que Sir Leicester quisiera, pero como Sir Leicester creyó que aquello era una condescendencia a su enfermedad o a su mala fortuna, montó en cólera, y se sintió tan magníficamente ofendido que el señor Boythorn se consideró obligado a cometer una infracción flagrante a fin de que su vecino volviera en sí. Análogamente, el señor Boythorn sigue colocando carteles tremendos en el camino y (siempre con su pájaro posado en la cabeza) manifestándose vehemente contra Sir Leicester desde el santuario de su propia casa, y análogamente también sigue desafiándolo como siempre en la iglesita, haciendo como si sencillamente no creyera en su existencia. Pero, según se murmura, si bien sigue manifestando ferocidad contra su viejo enemigo, en realidad es de lo más considerado, y Sir Leicester, en la dignidad de su implacabilidad, no se da cuenta de hasta qué punto le están siguiendo el apunte. Igual que no se da cuenta de hasta qué punto él y su antagonista han sufrido con los destinos de las dos hermanas, y su antagonista, que ya sí lo sabe, no es persona que vaya a decírselo. Y así continúa la disputa, para satisfacción de ambos.

En uno de los pabellones del parque, el pabellón que no se puede ver desde la casa, en el que, hace tiempo, cuando se desencadenaban las aguas sobre Lincolnshire, Milady iba a ver a la niña del guarda, es donde está alojado el hombre fornido, el soldado: En las paredes cuelgan algunas reliquias de su antigua vocación, y el mantenerlas brillantes constituye el recreo escogido de un hombrecillo cojo que recorre los establos. Y es un hombrecillo que siempre está ocupado, sea en limpiar las puertas del armario de los jaeces, las espuelas, los palafrenes, las sillas, todo lo que hace falta limpiar en un establo; es una vida de constante fricción. Es un hombrecillo peludo, inválido, como un perro viejo sin raza determinada, que ha sufrido muchos golpes. Responde al nombre de Phil.

Resulta muy agradable ver a la anciana ama de llaves (que ya está más sorda) cuando va a la iglesia del brazo de su hijo, y observar (cosa que hacen pocos, porque ahora viene poca gente a la casa) las relaciones de ambos con Sir Leicester, y las de él con ellos. Tienen visitantes en pleno verano, cuando se ven entre las hojas una capa y un paraguas grises, desconocidos en Chesney Wold en otras épocas; cuando a veces se ve jugueteando a dos damiselas entre pozos escondidos y otros rincones del parque, y cuando el humo de dos pipas sube haciendo volutas por el aire fragante de la tarde, desde la puerta del soldado. Entonces se oye cómo trina una flauta desde dentro del pabellón, que toca el aire melodioso de los Granaderos Británicos y, al caer la tarde, una voz inflexible y estentórea dice, mientras los dos hombres se dan un paseo: «Pero es algo que nunca le digo a la viejita. Hay que mantener la disciplina».

Casi toda la casa está cerrada y ya no se enseña a los visitantes; pero Sir Leicester sigue manteniendo su corte reducida en el salón largo, pese a todo, y descansa en su sitio de siempre frente al retrato de Milady. El salón queda cerrado por la noche con amplias cortinas e iluminado sólo en esa parte, y la luz parece irse contrayendo y disminuyendo gradualmente hasta que desaparece. La verdad es que en muy poco tiempo más habrá desaparecido del todo para Sir Leicester, cuando la húmeda puerta del mausoleo, que tan herméticamente se cierra y que parece tan impenetrable, se haya abierto para darle acogida.

Volumnia, a la que con el paso del tiempo se le va poniendo más sonrosado el colorete de la cara, y más amarillo el blanco, lee a Sir Leicester en las largas veladas y se ve impulsada a diversos artificios para ocultar sus bostezos, el principal y más eficaz de cuyos artificios consiste en insertar el collar de perlas entre sus labios sonrosados. La base de sus lecturas la forman enormes tratados sobre la cuestión Buffy-Boodle, en los cuales se demuestra que Buffy es intachable y Boodle un villano, y cómo el país va a su perdición si es todo de Boodle y nada de Buffy, o a su salvación si es todo de Buffy y nada de Boodle (ha de ser una de las dos cosas, y ninguna otra). A Sir Leicester no le preocupa de qué se trate, y no parece que lo siga con mucha atención; aparte de eso, siempre parece despertarse cuando Volumnia se interrumpe, y repitiendo sonoramente las últimas palabras dichas por ella, le pregunta con un cierto desagrado si se siente fatigada. Sin embargo, Volumnia, en el transcurso de su revoloteo y su picoteo entre papeles, ha caído sobre un memorando relativo a ella en caso de que le pase algo a su pariente, que constituye una compensación generosa por un largo curso de lecturas, y mantiene a raya incluso al dragón del Aburrimiento.

Los primos eluden por lo general Chesney Wold en sus momentos aburridos, pero vuelven a él en la temporada de caza, cuando se oyen escopetas en las plantaciones y unos cuantos batidores y ojeadores dispersos esperan en los apostaderos antiguos a que lleguen las parejas y los tríos de primos desanimados. El primo debilitado, más debilitado todavía por lo apagada que está la casa, cae en un estado terrible de depresión, gime bajo almohadones penitenciales en las horas que no pasa con la escopeta y protesta que esto es como una cárcel, ¿no?… bastaría para, como diría yo, no volver nunca jamás, ¿verdad?

Las únicas grandes ocasiones para Volumnia, en este nuevo aspecto de la casa de Lincolnshire, son las ocasiones, escasas y muy esporádicas, en las que hay algo que hacer por el condado o por el país en forma de aparecer en un baile público. Entonces sí que la sílfide marchita aparece en forma de hada y marcha alegre escoltada por un primo a la fatigada sala de reuniones que se halla a catorce agotadoras millas de distancia, que en trescientos sesenta y cuatro días y noches del año ordinario es una especie de depósito de madera de las Antípodas, llena de viejas sillas y mesas puestas del revés. Entonces sí que cautiva todos los corazones con su condescendencia, su juvenil vivacidad y sus saltitos como en la época en que a aquel horrible general con la boca llena de dientes todavía no le había salido ni uno de ellos (a dos guineas la pieza). Entonces gira y se contonea, cual ninfa pastoral de buena familia, por el laberinto de la danza. Entonces aparecen los galanes con té, con limonada, con sandwiches, con homenajes. Entonces se muestra amable y cruel, majestuosa y sencilla, diversa, hermosamente voluntariosa. Entonces se advierte un singular paralelismo entre ella y los pequeños candelabros de cristal de otra época que adornan la sala de reuniones, que con sus flacos tallos, sus escasas lágrimas, sus desalentadores bultos donde no hay lágrimas, sus tallitos desnudos de los que han desaparecido bultos y lágrimas, y con su leve resplandor prismático, todos parecen Volumnias.

Por lo demás, para Volumnia la vida en Lincolnshire es un inmenso vacío de casa demasiado grande que contempla unos árboles que suspiran, se retuercen las manos, menean las cabezas y derraman sus lágrimas sobre las ventanas en monótonas depresiones. Un laberinto de grandeza que parece menos la propiedad de una familia antigua de seres humanos y sus imágenes fantasmales que una familia de ecos y truenos que salen de sus cien tumbas al menor sonido y siguen resonando por todo el edificio. Un desierto de pasillos y escaleras sin utilizar, en el cual si un peine cae al suelo de un dormitorio por la noche, su eco recorre toda la casa como una pisada sigilosa. Un lugar por el que a poca gente le gusta desplazarse sola, donde una doncella rompe a gritar si cae un ascua del fuego, se aficiona a llorar en todo momento y en toda ocasión, cae víctima de desórdenes espirituales, se despide y se marcha.

Así va Chesney Wold. Con una parte tan grande abandonada a la oscuridad y la desocupación, con tan pocos cambios bajo la luz del verano o las sombras del invierno, siempre tan sombrío y tan silencioso, sin que ondeen banderas sobre él durante el día, ni brillen en él luces durante la noche, sin familia que vaya y venga, sin visitantes que den alma a las formas frías y pálidas de los aposentos, sin un gesto de vida; incluso a ojos de un extraño han muerto la pasión y la vida en esa casa de Lincolnshire, y se han rendido a un reposo inerte.

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