15. Bell Jard
15. Bell Jard
Durante nuestra estancia en Londres, el señor Jarndyce estuvo en todo momento rodeado de la multitud de damas y caballeros excitables cuyas actitudes tanto nos habían sorprendido. El señor Quale, que se presentó poco después de nuestra llegada, estuvo presente en todos aquellos momentos. Parecía proyectar aquellas sienes suyas abultadas y brillantes en todo lo que ocurría, y cepillarse el pelo cada vez más para atrás, hasta que las raíces mismas estaban casi a punto de echársele a volar de la cabeza como resultado de su filantropía inagotable. Le daba igual cuál fuera el objetivo, pero siempre estaba particularmente dispuesto a todo lo que consistiera en rendir homenaje a alguien. Su principal facultad parecía ser la de una admiración indiscriminada. Se quedaba sentado largos ratos, con el mayor contento, con las sienes bañadas en la luz de alguna luminaria. Tras haberlo visto por primera vez totalmente sumido en la admiración que profesaba a la señora Jellyby, yo suponía que ella era el objeto absorbente de su devoción. Pronto descubrí mi error, y vi que actuaba como paje y trompetero de toda una procesión de gente.
Un día vino la señora Pardiggle en busca de una suscripción en apoyo de algo, y con ella el señor Quale. Dijera lo que dijera la señora Pardiggle, el señor Quale nos lo repetía, e igual que había ensalzado a la señora Jellyby, ensalzaba ahora a la señora Pardiggle. Ésta escribió una carta de presentación a mi Tutor en nombre de su elocuente amigo el señor Gusher . Con éste volvió a aparecer el señor Quale. El señor Gusher, que era un caballero fofo con la piel húmeda y unos ojos demasiado pequeños para su cara de luna, de modo que parecían haber estado destinados en principio a otra persona, no era demasiado atractivo a primera vista, pero apenas si se acababa de sentar cuando el señor Quale nos preguntó a Ada y a mí, en tono perfectamente audible, si no era una gran persona, como efectivamente lo era, en el sentido fofo del término, aunque el señor Quale se refería a su atractivo intelectual, y si no nos asombraban las enormes dimensiones de su frente. En resumen, oímos hablar de muchísimas Misiones de diversos tipos cuando estábamos con aquel grupo de personas, pero a ese respecto nada nos resultaba ni la mitad de claro como que la misión que le correspondía a Quale era la de caer en éxtasis con las misiones de todos los demás, y que ésa era la misión más popular de todas.
El señor Jarndyce había caído en medio de aquella gente por causa de su buen corazón y por su sincero deseo de hacer todo el bien que le fuera posible, pero también él consideraba que se trataba demasiado a menudo de una compañía insatisfactoria, cuya benevolencia adoptaba formas espasmódicas, cuya caridad era algo asumido, como un uniforme, por profesorzuelos vociferantes y por especuladores que aspiraban a la fama, vehementes en sus profesiones de fe, inconstantes y vanos en la acción, serviles hasta el último grado de mezquindad ante los grandes, aduladores los unos de los otros, e insufribles para quienes verdaderamente deseaban ayudar a los débiles a no hundirse, en lugar de levantarlos un poco con grandes exclamaciones y autoelogios cuando ya estaban caídos, según nos dijo con toda claridad. Cuando el señor Gusher organizó un homenaje al señor Quale (a quien ya le había organizado uno el señor Gusher), y cuando el señor Gusher estuvo hablando una hora y media del tema, en una reunión a la que asistieron dos escuelas de niños y niñas pobres, a quienes se recordó en especial el subsidio de las viudas, y a quienes se pidió que contribuyeran con sus medios peniques y que hicieran sacrificios aceptables, creo que sopló viento de Levante durante tres semanas seguidas.
Lo menciono porque voy a hablar otra vez del señor Skimpole. Me daba la sensación de que las manifestaciones de infantilismo y despreocupación que hacía éste con tanta tranquilidad eran un gran alivio para mi Tutor, en contraste con todos aquéllos, y resultaban tanto más creíbles, pues era imposible que no se sintiera complacido al encontrar a alguien tan totalmente carente de designios y tan sincero. Lamentaría implicar que el señor Skimpole lo adivinaba y que actuaba en su propio interés; nunca llegué a conocerlo tan bien como para afirmar tal cosa. Desde luego, ante el resto del mundo era igual que ante mi Tutor.
No había estado muy bien, de manera que, aunque vivía en Londres, no lo habíamos visto hasta ahora… Una mañana apareció con sus agradables modales de costumbre y tan lleno de buen ánimo como siempre.
Bueno, nos dijo, ¡aquí estaba! Había tenido un ataque biliar, pero los ataques biliares eran frecuentes entre los ricos, por lo cual se había persuadido de que era también él una persona de fortuna. Y lo era, desde un cierto punto de vista, en sus intenciones generosas. Había estado enriqueciendo a su médico de manera totalmente dispendiosa. Siempre había doblado sus honorarios, e incluso algunas veces los había cuadruplicado. Le había dicho al médico: «Mire, mi querido doctor, es completamente ilusorio por su parte suponer que me cuida usted de manera gratuita. De hecho, estoy llenándolo a usted de dinero (dada la generosidad de mis intenciones), ¡pero usted no lo sabe!». Y en realidad (nos dijo), lo decía con tal sinceridad que era como si lo estuviera haciendo de verdad. De haber tenido aquellos trozos de metal o de papel a que tanta importancia atribuía la gente, para dárselos al médico, se los hubiera dado. Como no los tenía, lo que importaba eran sus intenciones. ¡Muy bien! Si sus intenciones eran sanas y sinceras, como lo eran, él consideraba que valían tanto como el dinero, de manera que su deuda quedaba pagada.
—Es posible que se deba, en parte, a que no entiendo para nada el valor del dinero —dijo el señor Skimpole—, pero es algo que se me ocurre muy a menudo. ¡Me parece algo tan razonable! Mi carnicero me dice que quiere que le pague su cuentita. Es parte de la agradable poesía inconsciente de la naturaleza humana que siempre la califique de «cuentita», con objeto de que su pago nos parezca fácil a ambos. Y yo le digo al carnicero: «Amigo mío, estás pagado, pero no te das cuenta. No tenías el problema de venir a pedirme que te pagara la cuentita. Ya estás pagado. Te lo digo de verdad».
—Pero supongamos —dijo mi Tutor, riéndose— que él pusiera en la cuenta la intención de la carne, en lugar de dártela de verdad.
—Mi querido Jarndyce —fue la respuesta—, me sorprendes. Adoptas la misma actitud que el carnicero. Un carnicero que tuve una vez adoptaba la misma actitud. Me dice: «Señor, ¿por qué come usted cordero lechal a dieciocho chelines la libra?». «¿Que por qué como cordero lechal a dieciocho chelines la libra, amigo mío?», contesté, naturalmente sorprendido por la pregunta. «¡Me gusta el cordero lechal!». Aquello me pareció lo bastante convincente. «Pero bueno, señor», me dice, «quiero decir que igual que yo le doy el cordero, usted me da el dinero». «Amigo mío», le digo, «te ruego que razonemos como los seres inteligentes. ¿Cómo lograrlo? Imposible. Tú tenías el cordero, y yo no tenía el dinero. Tú no podías hacer nada con el cordero salvo que me lo enviaras, mientras que yo puedo hacer algo con el dinero, y es lo que tengo intención de hacer, aunque no te lo envíe». No supo qué contestarme. Fin del problema.
—¿Y no te llevó a los Tribunales? —preguntó mi Tutor.
—Sí que me llevó a los Tribunales —dijo el señor Skimpole—, pero al hacerlo estaba más influido por la pasión que por la razón. Eso de la pasión me recuerda a Boythorn. Me ha escrito que las señoritas y tú le habéis prometido hacerle una breve visita en su casita de soltero de Lincolnshire.
—A las muchachas les gusta mucho —dijo el señor Jarndyce—, y esa promesa la he hecho por ellas.
—La Naturaleza se olvidó de suavizarlo un poco, ¿no? —observó el señor Skimpole a Ada y a mí—. ¿No es un poco exagerado, como el mar? Un poco demasiado vehemente, como un toro que ha decidido considerar que todo es de color rojo. Pero reconozco que tiene un cierto vigor, ¡como un martillo pilón!
Me hubiera sorprendido que aquellas dos personas se tuvieran en gran estima la una a la otra, dada la importancia que el señor Boythorn atribuía a tantas cosas, y la poca importancia que le atribuía el señor Skimpole a todo. Además de lo cual, más de una vez había visto yo al señor Boythorn a punto de expresar opiniones muy firmes cuando se mencionaba al señor Skimpole. Naturalmente, me limité a sumarme a Ada al decir que el señor Boythorn nos agradaba mucho.
—Me ha invitado —dijo el señor Skimpole—, y si un niño puede ponerse en tales manos, como se siente alentado a hacer este niño, cuando puede contar con la fuerza sumada de estos dos ángeles para que le protejan, lo aceptaré. Me ofrece pagarme el viaje de ida y vuelta. Supongo que debe de costar algún dinero. ¿Quizá unos chelines? ¿O unas libras? ¿O algo así? A propósito, Coavinses. ¿Recuerda usted a nuestro amigo Coavinses, señorita Summerson?
Me lo preguntó cuando le vino el tema a la cabeza, con aquel aire suyo, siempre cortés y animado, sin el menor rebozo.
—¡Ah, sí! —dije.
—A Coavinses se lo acaba de llevar el Supremo Alguacil —dijo el señor Skimpole—. Ya no podrá atentar contra la luz del sol.
Me impresionó mucho oír aquello, pues ya había recordado yo, sin atribuirle ninguna importancia, la imagen del hombre sentado en el sofá aquella noche, secándose la cabeza.
—Ayer me lo comunicó su sucesor —continuó diciendo el señor Skimpole—. Su sucesor está ahora en mi casa…; para proceder al embargo, según creo que se dice. Vino ayer, el día del cumpleaños de mi hija, la de los ojos azules. Y se lo dije: «Esto no es ni razonable ni agradable. Si tuviera usted una hija de ojos azules, no le gustaría que fuera yo, sin que me hubieran invitado, el día de su cumpleaños, ¿verdad?». Pero allí se quedó.
El señor Skimpole se echó a reír ante tamaño absurdo, y tocó levemente el piano, junto al que se había sentado.
—Y entonces me dijo —siguió diciendo, marcando breves acordes que yo expresaré aquí con puntos y seguido— que Coavinses había dejado. Tres hijos. Sin madre. Y que como la profesión de Coavinses. Es impopular. Los pequeños Coavinses. Estaban en muy mala situación.
El señor Jarndyce se levantó, se pasó la mano por la cabeza y empezó a pasearse por la habitación. El señor Skimpole tocó la melodía de una de las canciones favoritas de Ada. Ésta y yo miramos al señor Jarndyce y pensamos que sabíamos lo que le pasaba por la cabeza.
Tras varios paseos y paradas, tras frotarse la cabeza e interrumpirse varias veces, mi Tutor puso una mano en el teclado e interrumpió la interpretación del señor Skimpole.
—No me gusta esa situación, Skimpole —dijo, pensativo.
El señor Skimpole, que ya se había olvidado del tema, levantó la vista, sorprendido.
—Ese hombre era necesario —continuó diciendo mi Tutor, que seguía recorriendo la breve distancia entre el piano y el extremo de la habitación y se frotaba el pelo desde la nuca hacia adelante, como si el viento de Levante se lo estuviera agitando—. Si con nuestros errores o nuestras bobadas, o por falta de conocimiento del mundo, hacemos que sean necesarios hombres así, no debemos vengarnos de ellos. Su oficio no tenía nada de malo. Mantenía a sus hijos. Habría que saber más detalles de este asunto.
—¡Ah! ¿Coavinses? —exclamó el señor Skimpole, que por fin se daba cuenta de a qué se refería—. Nada más fácil. Un paseo hasta el cuartel general de Coavinses y puedes enterarte de todo lo que quieras.
El señor Jarndyce nos hizo un gesto, que era lo único que esperábamos nosotras.
—Vamos, hijas, vamos a llegarnos hasta allí. ¡Nos da igual ir en esa dirección que en otra cualquiera!
Nos arreglamos en seguida, y salimos. El señor Skimpole nos acompañó, y disfrutó mucho con la expedición. ¡Le resultaba tan nuevo y tan agradable, dijo, ir en busca de Coavinses, en lugar de que Coavinses fuera en busca de él! Primero nos llevó a Cursitor Street, Chancery Lane, donde había una casa de ventanas enrejadas, a la que calificó del Castillo de Coavinses. Cuando fuimos a la entrada y tocamos el timbre, salió de una especie de oficina un muchacho feísimo que nos miró por una ventanilla llena de clavos.
—¿A quién buscan? —dijo el muchacho, metiéndose dos de los clavos en la barbilla.
—¿Había aquí un guardia, o un alguacil, o algo así —preguntó el señor Jarndyce—, que acaba de morir?
—Sí —dijo el muchacho—. ¿Qué pasa?
—Dígame cómo se llamaba, por favor.
—Se llamaba Neckett —dijo el muchacho.
—¿Y dónde vivía?
—En Bell Yard —contestó el muchacho—. La tienda del provisionista a la izquierda se llama Blinder.
—¿Y era…? No sé como decirlo —murmuró mi Tutor—. ¿Era industrioso?
—¿Neckett? —replicó el muchacho—. Sí, mucho. Nunca se cansaba en la vigilancia. Si se comprometía a algo, era capaz de pasarse ocho o diez horas seguidas en una esquina.
—Hubiera podido ser peor —oí que decía para sí mi Tutor—. Hubiera podido comprometerse a hacerlo y no cumplir. Muchas gracias. Eso era lo que quería saber.
Dejamos al muchacho, con la cabeza ladeada y los brazos puestos en la puerta, acariciando y chupando los clavos, y volvimos a Lincoln’s Inn, donde nos esperaba el señor Skimpole, que no había querido acercarse más a casa de Coavinses. Después fuimos todos a Bell Yard, que era un callejón angosto y estaba muy cerca. En seguida vimos la tienda del provisionista. En ella había una anciana de aspecto amable que tenía hidropesía, o asma, o quizá ambas cosas.
—¿Los hijos de Neckett? —dijo en respuesta a mi pregunta—. Sí, claro, señorita. Tres tramos más arriba. La puerta frente a las escaleras —y me pasó la llave por encima del mostrador.
Miré la llave y la miré a ella, pero parecía dar por hecho que yo sabía lo que era necesario hacer. Como no podía ser más que la de la puerta de los niños, salí de allí sin hacer más preguntas y abrí la marcha hacia las escaleras. Subimos en el mayor silencio posible, pero cuatro personas hacíamos algún ruido en aquellos escalones gastados, y cuando llegamos al segundo piso, vimos que habíamos molestado a un hombre que estaba en la escalera y había abierto su puerta para mirar.
—¿Están buscando a Gridley? —preguntó, mirándome con gesto airado.
—No, señor —contesté—. Voy más arriba.
Miró sucesivamente a Ada, al señor Jarndyce y al señor Skimpole, con el mismo gesto airado, cuando siguieron pasando detrás de mí. El señor Jarndyce le dijo «Buenos días», y él le contestó: «¡Buenos días!» con voz abrupta y feroz. Era un hombre alto y cetrino, con gesto preocupado, poco pelo en la cabeza, muchas arrugas y los ojos saltones. Tenía aspecto combativo y unos modales bruscos e irritables, lo que, junto con su figura, todavía grande y fuerte, aunque, evidentemente, ya en decadencia, me pareció alarmante. Llevaba en la mano una pluma, y en el vistazo que eché a su cuarto al pasar vi que estaba lleno de papeles desordenados.
Lo dejamos allí y seguimos hasta la habitación de arriba. Golpeé en la puerta y de dentro salió una vocecita chillona que decía:
—Estamos encerrados. ¡La llave la tiene la señora Blinder!
Al oírlo, metí la llave y abrí la puerta. En un cuarto pobre, con el techo abuhardillado y muy pocos muebles, había un muchachillo, de cinco o seis años, que cuidaba y hacía callar a una niña regordeta de dieciocho meses. No había fuego en la chimenea, aunque hacía frío; para combatirlo, los dos estaban envueltos en unos chales y unas mantas pobres. Pero aquello no les debía de dar mucho calor, porque tenían las narices coloradas y contraídas, y los cuerpecillos encogidos, aunque el muchachillo se paseaba arriba y abajo, acariciando y silenciando a la niña, que le había puesto la cabeza en el hombro.
—¿Quién os ha encerrado aquí? —preguntamos, naturalmente.
—Charley —dijo el muchachillo, que se detuvo a contemplarnos.
—¿Charley es tu hermano?
—No. Es mi hermana Charlotte. Padre la llamaba Charley.
—¿Y sois más, además de Charley?
—Yo —dijo el niño—, Emma —con una palmadita en el gorro de la nenita que llevaba en brazos—. Y Charley.
—¿Dónde está Charley?
—Ha salido a lavar —dijo el niño, que volvió a ponerse a andar, acercando demasiado a la cabecera de la cama el gorro de la nenita, porque trataba de mirarnos al mismo tiempo que la paseaba.
Estábamos mirándonos los unos a los otros, y a aquellos dos niños, cuando entró en la habitación una chiquilla, de figura infantil, pero cara astuta y más madura —y muy bonita, por cierto—, que llevaba un sombrero de mujer adulta, demasiado grande para ella, y se secaba los brazos desnudos en un mandilón de mujer. Tenía los dedos blancos y arrugados de lavar, y todavía le humeaba el jabón que se estaba quitando de los brazos. De no ser por eso, podría haber sido una niña que jugaba a las lavanderas y qué imitaba a una pobre trabajadora con una gran capacidad de observación de la realidad.
Había llegado corriendo de alguna casa cercana, y se había apresurado mucho. En consecuencia, aunque era muy delgada, estaba sin aliento, y al principio no pudo hablar y se quedó jadeante y secándose los brazos mientras nos miraba en silencio.
—¡Ah! ¡Aquí está Charley! —dijo el niño.
La nena que llevaba en brazos alargó los suyos y gritó para que la cogiera Charley. La niña la tomó en brazos, con el aire de mujer que le daba el sombrero y el mandilón, y se quedó mirándonos por encima de la carga que tan afectuosamente la abrazaba.
—¿Será posible? —susurró mi Tutor cuando le acercamos una silla a la niña y la hicimos sentarse con su carga, mientras el niño se quedaba a su lado y la cogía del mandil—. ¿Será posible que esta niña trabaje por los otros dos? ¡Mirad! ¡Mirad, por el amor de Dios!
Era digno de mirar. Los tres niños juntos, y dos de ellos sin contar en la vida más que con la tercera, y ésta tan pequeña y, sin embargo, con un aire de madurez y de fortaleza que parecía tan extraño en su figura infantil.
—¡Charley! ¡Charley! —exclamó mi Tutor— ¿Cuántos años tienes?
—Más de trece, señor —respondió la niña.
—¡Ah! ¡Qué mayor! —dijo mi Tutor—. ¡Eres muy mayor, Charley!
Me resultaba imposible describir la ternura con la que se dirigía a ella, medio en broma, pero con gran compasión y tristeza al mismo tiempo.
—¿Y vives aquí con los niños, Charley? —siguió preguntando mí Tutor.
—Sí, señor —contestó la niña, mirándolo a la cara con total confianza—; desde que murió padre.
—¿Y cómo vives, Charley? ¡Sí, Charley! ¿Cómo vives? —preguntó mi Tutor, apartando la vista un momento—. ¿Cómo vives?
—Desde que murió padre, señor, voy a trabajar. Hoy me tocaba lavar.
—¡Que Dios te ampare, Charley! —exclamó mi Tutor—. ¡Pero si ni siquiera tienes la estatura para llegar a la artesa!
—Uso zuecos, señor —dijo ella, animada—. Tengo un par muy alto que era de madre.
—¿Y cuándo murió tu madre? ¡Pobre madre!
—Madre murió inmediatamente después de nacer Emma —dijo la niña, contemplando la carita refugiada en su seno—. Entonces padre dijo que yo tenía que hacer de madre. Y lo he intentado. Por eso empecé a trabajar en casa y a limpiar y a cuidar y a lavar mucho antes de empezar a salir a buscar trabajo afuera. Así he ido aprendiendo, ¿me explico, señor?
—¿Cuánto tiempo trabajas fuera de casa?
—Todo el que puedo —dijo Charley, abriendo los ojos con una sonrisa—. ¡Así es como se ganan los seis peniques y los chelines!
—¿Y siempre dejas a los niños encerrados cuando te marchas?
—Para que no les pase nada, ¿no lo entiende, señor? —dijo Charley—. La señora Blinder sube de vez en cuando, y a veces sube el señor Gridley, y hay veces en que puedo acercarme yo un rato, y siempre pueden jugar, y a Tom no le da miedo estar encerrado, ¿verdad, Tom?
—¡No! —dijo Tom muy firme.
—Cuando oscurece, encienden los faroles del patio, y aquí se ve muy bien, casi demasiado bien. ¿No es verdad, Tom?
—Sí, Charley —respondió Tom—. Casi hay demasiada luz.
—Y además él es muy bueno —dijo la muchachita, de una forma, ¡ay!, tan maternal, tan adulta—. Y cuando se cansa Emma, la mete en la cama. Y cuando se cansa él, se mete en la cama él solito. Y cuando vengo yo a casa y enciendo la vela y ceno algo, él vuelve a levantarse y cena conmigo. ¿No es verdad, Tom?
—¡Sí, Charley! —exclamó Tom—. ¡Eso es! —Y fuera por el recuerdo de ese gran placer, el mayor de su vida, o por gratitud y amor a Charley, que lo era todo para él, metió la cara entre los magros pliegues de la falda de ella y pasó de las risas a las lágrimas.
Era la primera vez desde que habíamos llegado nosotros que veíamos derramar una lágrima a aquellos niños. La huerfanita había hablado de su padre y de su madre como si toda su pena hubiera desaparecido ante la necesidad de actuar con valor, y ante la importancia que tenía el ser una niña que podía trabajar, y ante tantas ocupaciones como tenía. Pero ahora, cuando Tom se echó a llorar, aunque siguió sentado tranquilamente, contemplándonos en silencio, sin mover ni con un gesto un solo pelo de la cabeza de ninguno de sus hermanitos, vi que dos lágrimas le resbalaban silenciosamente por la cara.
Me quedé con Ada ante la ventana, haciendo como que contemplaba los tejados y los tubos ennegrecidos de las chimeneas, las plantitas raquíticas y los pájaros de los vecinos en sus jaulitas, cuando vi que la señora Blinder había subido desde la tienda de abajo (quizá le hubiera llevado todo aquel tiempo subir las escaleras) y estaba hablando con mi Tutor.
—¡Lo del pago del alquiler no tiene importancia, señor! —decía—. ¿Quién va a cobrárselo?
—¡Bueno, bueno! —nos dijo a nosotras mi Tutor— Seguro que llegará el momento en que esta buena señora verá que sí tiene importancia, ¡y que todo lo que haya hecho por estos hermanos pequeños…! ¿Puede esta niña —añadió al cabo de un momento— continuar mucho tiempo así?
—La verdad, señor, es que creo que sí —dijo la señora Blinder, que iba recuperando lenta y dificultosamente el aliento—. Es de lo más capaz que cabe imaginar. De verdad, señor, en todo el barrio se ha comentado la forma en que ha cuidado de los dos niños desde que murió la madre. ¡Y le aseguro que era una maravilla ver cómo se portó con el padre cuando se puso enfermo, de verdad! La última vez que habló conmigo (estaba tendido ahí), me dijo: «Señora Blinder, aparte de lo que haya sido mi oficio, anoche vi que aquí, al lado de mi hija, estaba sentado un Ángel, y se la confié a Nuestro Señor!»
—¿No tenía otro oficio? —preguntó mi Tutor.
—No, señor —replicó la señora Blinder—. No era más que un agente de cobros. Cuando vino a buscar alojamiento aquí, yo no sabía lo que era, y confieso que cuando me enteré le dije que se fuera. Aquí, en el patio, no era popular. A los otros inquilinos no les gustaba. No es una profesión decente —añadió la señora Blinder—, y casi todo el mundo está en contra. El señor Gridley estaba en contra, y mucho, y es un buen inquilino, aunque ha tenido que aguantar mucho.
—Así que ¿le dijo que se fuera? —preguntó mi Tutor.
—Claro que se lo dije —replicó la señora Blinder—. Pero la verdad es que cuando llegó la fecha y yo seguía sin tener nada más que eso en contra de él, tuve mis dudas. Era puntual y diligente, y cumplía con su deber, señor —añadió, mirando inconscientemente al señor Skimpole—, y tal como están las cosas hoy día, hasta eso resulta raro.
—Entonces, ¿le permitió quedarse, después de todo?
—Bueno, dije que si podía arreglárselas con el señor Gridley, yo me las podía arreglar con los demás inquilinos, y no me importaría demasiado que en el patio fuera popular o no. El señor Gridley dio su consentimiento; de mala gana, pero lo dio. Siempre lo trataba hoscamente, pero desde entonces siempre ha sido muy amable con los niños. Para conocer a la gente hay que esperar a las ocasiones así.
—¿Y ha sido mucha la gente que ha sido amable con los niños? —preguntó el señor Jarndyce.
—En general, no han sido malos, señor —dijo la señora Blinder—, pero, desde luego, no han sido tantos como si su padre hubiera tenido otro oficio. El señor Coavins dio una guinea y los otros agentes hicieron una colecta. Algunos de los vecinos del patio, que siempre se reían de él y se daban codazos cuando pasaba a su lado, hicieron otra pequeña colecta, y, en general…, no se han portado tan mal. Es como lo que pasa con Charlotte. Hay gente que no le quiere dar trabajo, porque su padre era agente; otros le dan trabajo, pero se lo echan en la cara; otros se hacen los virtuosos porque le dan trabajo, teniendo en cuenta eso y otras cosas, y a lo mejor le pagan menos y le hacen trabajar más. Pero ella tiene más paciencia que la mayor parte de la gente, además de ser muy lista, y siempre está dispuesta, hasta el límite de sus fuerzas e incluso más. De manera que, en general, yo diría que no está demasiado mal, señor, aunque podría estar mejor.
La señora Blinder se sentó para darse más tiempo de recuperar el aliento, que se le había vuelto a agotar de tanto hablar antes de recuperarlo del todo. El señor Jarndyce estaba dándose la vuelta para hablarnos a nosotros cuando su atención se vio distraída por la entrada abrupta en el cuarto del señor Gridley, a quien se acababa de mencionar y a quien habíamos visto al subir las escaleras.
—No sé lo que estarán ustedes haciendo aquí, damas y caballeros —dijo como si no le pareciera bien nuestra presencia—, pero les ruego que me perdonen por entrar. No crean que he venido a curiosear. ¡Bueno, Charley! ¡Bueno, Tom! ¡Bueno, pequeña! ¿Cómo andamos todos hoy?
Se inclinó hacia el grupo, con un gesto cariñoso, y era evidente que los niños lo consideraban un amigo, pese a que seguía teniendo un gesto adusto y que sus modales para con nosotros habían sido todo lo rudos que era posible. Mi Tutor lo advirtió y lo respetó.
—Sin duda, nadie vendría aquí más que a curiosear —observó en tono tranquilo.
—Quizá, señor mío, quizá —respondió el otro, poniéndose a Tom en las rodillas y con un gesto de impaciencia—. Pero no quiero discutir con damas y caballeros. Ya he discutido más que suficiente para el resto de mi vida.
—Supongo que tiene usted motivos para sentirse impaciente e irritado —dijo el señor Jarndyce.
—¡Ya empezamos! —exclamó aquel hombre, con tono violentísimo—. Les advierto que soy persona de mal humor. Soy irascible. ¡No soy cortés!
—No mucho, parece.
—Señor mío —dijo el señor Gridley, dejando al niño en el suelo y avanzando hacia él como si fuera a golpearlo—, ¿sabe usted lo que son los Tribunales de Equidad?
—Quizá sí que lo sepa, para desgracia mía.
—¿Para desgracia suya? —dijo aquel hombre, que apaciguó su ira—. Si es así, le pido perdón. Ya sé que no soy cortés. ¡Le pido perdón, señor! —y volvió a hablar con violencia—. Señor mío, hace veinticinco años que me tienen sometido a tortura, y he perdido la costumbre de actuar como un ser normal. Vaya usted ahí, al Patio de la Cancillería, y pregunte cuál es una de las bromas de todos los días con las que se divierten, y le dirán que uno de los temas que les sirven para pasar el tiempo a diario, uno de los mejores, es el del tipo de Shropshire. Y yo soy el tipo de Shropshire —dijo, dándose con el puño de una mano en la otra.
—Creo que mi familia y yo también hemos tenido el honor de ser tema de entretenimiento en el mismo y respetable lugar —dijo mi Tutor apaciblemente—. Es posible que conozca usted mi apellido: me llamo Jarndyce.
—Señor Jarndyce —dijo Gridley, esbozando una especie de saludo tosco—, soporta usted sus agravios mejor que yo los míos. Además, puedo decirle, y decir a este caballero, y a estas señoritas, si es que son amigas suyas, que si tomara mis agravios de otro modo, me volvería loco. Si puedo mantener un mínimo de cordura es gracias a que me rebelo y me vengo de ellos mentalmente, y exijo, airado, la justicia que sé que nunca he de obtener. ¡Eso es lo único! —dijo con palabras sencillas y rústicas, y con gran vehemencia—. Podría usted decirme que me sobreexcito. Yo respondo que ése es mi carácter cuando se me trata injustamente, y que no puedo evitarlo. No me queda más remedio que actuar así o caer en el estado abyecto de esa pobrecita loca que se pasa la vida rondando el Tribunal. Si me resignara, me convertiría en un imbécil.
Resultaba dolorosísimo verlo en un estado tan apasionado y tan acalorado como estaba, así como los gestos que hacía y con los que acompañaba a todas sus palabras.
—Señor Jarndyce —continuó diciendo—, piense usted en mi caso. Le juro por el Cielo que es verdad. Yo tenía un hermano. Mi padre (que era agricultor) hizo testamento y le dejó las tierras y el ganado, y todo lo demás, a mi madre mientras ella viviera. Después de morir mi madre, todo me pertenecería a mí, salvo un legado de trescientas libras que debía pagar a mi hermano. Murió mi madre. Poco después, mi hermano reclamó su legado. Yo y algunos de mis parientes dijimos que ya se había cobrado una parte en forma de alojamiento, comida y otras cosas. ¡Pero fíjese! Ése era el problema y eso era lo único que importaba. Nadie puso el testamento en tela de juicio; nadie discutió nada, salvo si se había pagado o no una parte de las trescientas libras. Para resolver el pleito, que interpuso mi hermano, me vi obligado a venir a esta maldita Cancillería. Me vi obligado porque me obligaba la ley, que no me dejaba más remedio. ¡Y en un pleito tan sencillo se vieron implicadas diecisiete personas! No se oyó hasta dos años después, porque mi Administrador (¡Dios lo confunda!) tenía que averiguar si yo era el hijo de mi padre, cosa que no discutía nadie del mundo. Después concluyó que no había suficientes demandados (¡después de todo, no había todavía más que diecisiete!), porque nos faltaba uno que se debía de haber olvidado, y había que empezarlo todo otra vez. Para entonces, las costas ascendían ya al triple del legado. Mi hermano hubiera renunciado al legado, sin más problemas, con tal de no pagar más costas. Toda mi herencia, lo que me había dejado mi padre en su testamento, se ha gastado en costas. El pleito, que sigue sin fallarse, no ha producido más que ruinas, desastres y desesperación, por no decir más…, ¡y aquí me ve usted hoy! Y, señor Jarndyce, en el pleito de usted se trata de miles y miles de libras, mientras que en el mío no se trata más que de unos cientos. ¿Es más fácil de soportar mi problema, o más difícil, cuando de él depende toda mi vida, que se ha venido consumiendo de forma tan mezquina?
El señor Jarndyce dijo que lo compadecía de todo corazón, y que él, por su parte, no creía tener el monopolio del mal trato de aquel sistema monstruoso.
—¡Ya empezamos! —exclamó el señor Gridley sin apaciguar su ira en absoluto. ¡El sistema! Todo el mundo me dice que es el sistema. No debo pensar en las personas. Es el sistema. No tengo que ir al Tribunal a decir: «Milord, le ruego que me diga si tengo razón o no. ¿Tendrá Su Señoría la cara de decirme que ya he recibido justicia y tengo que irme?». Su Señoría no sabe nada de eso. Se sienta ahí a administrar el sistema. No tengo que ir a ver al señor Tulkinghorn, el procurador de Lincoln’s Inn Fields a decirle cuándo me pone furioso de puro tranquilo y satisfecho que está —igual que todos ellos, porque todos ellos saben que lo que yo pago es lo que ellos ganan, ¿no?—. No tengo que decirle que si yo me arruino alguien me las va a pagar, por las buenas o por las malas. Él no tiene la culpa. Es el sistema. Pero si no les hago algo a todos esos, ¡van a verme! ¡No respondo de lo que pueda pasar si pierdo el control, por fin! ¡Estoy dispuesto a acusar a todos y cada uno de los que están en el sistema en el Tribunal del Juicio Final!
Estaba terriblemente apasionado. De no haberlo visto, yo no hubiera creído que nadie pudiera ser capaz de tamaña furia.
—¡He terminado! —dijo sentándose y secándose la cara—. ¡He terminado, señor Jarndyce! ¡He terminado! Ya sé que soy violento. ¡Cómo no voy a saberlo! Ya he estado en la cárcel por desacato al Tribunal. He estado en la cárcel por amenazas al procurador. He tenido muchos problemas y voy a seguirlos teniendo. Soy el tipo de Shropshire y a veces no me conformo con hacerlos reír, aunque también se ríen mucho cuando ven que me detienen y me sentencian y todo lo demás. Me dicen que más me convendría moderarme. Y yo les digo que si me moderase me convertiría en un imbécil. Hace tiempo yo era una persona bastante ponderada, creo. La gente de mi pueblo dice que así me recuerda, pero ahora tengo que darle salida a mi irritación contra la injusticia, porque si no sí que me volvería loco. La semana pasada me dijo el Lord Canciller: «Señor Gridley, le vendría mucho mejor no andar perdiendo el tiempo aquí y tener un empleo remunerado en Shropshire», y yo le dije: «Ya lo sé, Señoría, ya lo sé, y más me conviniera no haber oído nunca el nombre de su cargo, pero, por desgracia para mí, no puedo luchar contra el pasado y el pasado es lo que me trae aquí». Además —añadió con un estallido de furia—, voy a dejarlos en vergüenza a todos. Hasta el último de ellos. Voy a seguir acudiendo al Tribunal hasta el final para dejarlo en vergüenza. Si supiera cuándo voy a morirme y pudiera hacer que me llevaran allí, y tuviera voz para hablar, me moriría allí diciendo «Aquí me habéis traído y de aquí me habéis echado una y mil veces. Ahora sacadme de aquí con los pies los delante».
Debía de hacer años que tenía una expresión fija de ira, que ni siquiera ahora, al callarse, se le ablandó.
—He venido a llevarme a estos niños a mi cuarto durante una hora —dijo, volviéndose hacia ellos— para que jueguen un rato. No quería decir todas estas cosas, pero tampoco importa mucho. Tú no me tienes miedo, ¿verdad, Tom?
—¡No! —dijo Tom—. No estás enfadao conmigo.
—Tienes razón, hijo. ¿Vuelves a salir, Charley? ¿Sí? ¡Entonces, vences, vente conmigo, pequeñita! —dijo tomando en brazos a la más pequeña, que estaba perfectamente dispuesta a dejarse llevar—. No me extrañaría nada que en el cuarto de abajo te estuviera esperando un soldadito de chocolate. ¡A ver si lo encontramos!
Volvió a hacer al señor Jarndyce el mismo saludo que antes, que no estaba exento de un cierto respeto, y con una ligera inclinación hacia nosotras, se bajó a su cuarto.
Inmediatamente el señor Skimpole empezó a hablar, por primera vez desde que llegamos, con su tono alegre habitual. Dijo que, bueno, verdaderamente era muy agradable ver cómo las cosas iban encajando lánguidamente con sus fines. No había más que ver a este señor Gridley, hombre de gran voluntad y sorprendente energía (al que en términos intelectuales podría, cabría calificar del herrero inarmónico) , y él podía imaginarse fácilmente que hacía años que Gridley se paseaba por la vida en busca de algo en lo que gastar su exceso de combatividad (como una especie de joven Eros entre las espinas) cuando se le puso en el camino el Tribunal de Cancillería y le dio exactamente lo que necesitaba. ¡Y así quedaron unidos para siempre! De no haber sido así, hubiera podido convertirse en un gran general que destruiría todo tipo de ciudades, o quizá en un político dedicado a todo género de retórica parlamentaria, pero la realidad era que él y el Tribunal de la Cancillería se habían conocido en las circunstancias más propicias, y nadie perdía demasiado, y a partir de aquel momento Gridley estaba, por así decirlo, bien provisto. ¡Y no había más que ver a los Coavinses! ¡De qué manera tan deliciosa había el pobre Coavinses (padre de aquellos niños tan encantadores) constituido un ejemplo del mismo principio! El mismo, el propio señor Skimpole, había deplorado alguna vez la existencia de Coavinses. Coavinses lo molestaba. Habría podido prescindir de Coavinses. Había habido momentos en los que si él hubiera sido un sultán y su Gran Visir le hubiera preguntado una mañana: «¿Qué desea el Comendador de los Creyentes de manos de su esclavo?», hubiera podido llegar al extremo de replicar: «¡La cabeza de Coavinses!» Pero ¿qué era lo que en realidad había ocurrido? ¡Que durante todo aquel tiempo había estado dando trabajo a una persona dignísima, que había sido un benefactor de Coavinses, que de hecho había permitido a Coavinses criar a aquellos niños tan encantadores de manera tan agradable y desarrollar sus virtudes sociales! Hasta tal punto que ahora se le ensanchaba el corazón y le venían las lágrimas a los ojos cuando contemplaba aquel cuarto y pensaba: «¡Yo he sido el gran protector de Coavinses, y lo poco que ha tenido ha sido gracias a mí!».
Había algo tan cautivador en su forma tan alegre de tocar aquellos acordes fantásticos, y resultaba un niño tan animado al lado de los muchachillos más serios que acabábamos de ver, que hizo sonreír a mi tutor en el momento en que nos daba un poco la espalda para hablar un ratito a solas con la señora Blinder. Dimos un beso a Charley, bajamos con ella y nos quedamos junto a la casa a verla correr hacia su trabajo. No sé a dónde iba, pero allí la vimos correr, la pobrecita, tan chica, con su sombrero y su mandilón de mujer, mientras pasaba por un soportal al final del patio y se confundía con el ruido y la agitación de la ciudad, como una gota de rocío en el océano.