XXI
XXI
Antes del alba, mis ojos se abrieron en mi dormitorio frente a la señora Grose, que se presentaba con las peores noticias. Flora estaba con tanta fiebre, que era casi seguro que habÃa enfermado; habÃa pasado una noche sumamente intranquila, agitada sobre todo por unos temores que no tenÃan como causa a su anterior institutriz, sino a la actual. No protestaba contra la posible reaparición de la señorita Jessel, sino, apasionadamente, contra mi presencia. Me puse en seguida de pie, dispuesta a formular un caudal de preguntas, pero no tardé en darme cuenta de que el sentimiento que predominaba en mi amiga era el desconcierto; lo comprendà desde el momento en que le pregunté si creÃa más en la sinceridad de la niña que en la mÃa.
—¿Continúa ella negando que vio o ha visto algo?
La turbación de mi visitante fue realmente inmensa.
—¡Ay, señorita, no puedo insistir con la niña sobre ese tema! La pobre ha envejecido una barbaridad a partir de anoche.
—Me doy cuenta de todo. Se siente herida en su dignidad… como si fuera un alto personaje cuya veracidad hubiera sido puesta a prueba. En cambio, a la señorita Jessel… a ella, a ella si la considera. La impresión que ayer me produjo, se lo aseguro, fue verdaderamente penosa; supera todas las anteriores. Pero he puesto el dedo en la llaga. Sé que la niña no volverá a dirigirme la palabra.
Aquellas frases mÃas, amargas y oscuras, mantuvieron a la señora Grose en silencio durante un momento; luego dijo, con una sinceridad que a mi parecer ocultaba algo:
—También yo lo creo asÃ, señorita. La niña se ofendió terriblemente.
—Esa actitud de ofendida —sinteticé— es lo que ahora constituye un problema, ¿no es cierto?
—Me pregunta cada tres minutos si creo que va a ir usted a verla.
—Ya veo, ya veo —también yo, por mi parte, mantenÃa ocultas más cosas de las que manifestaba—. ¿Le ha dicho a usted, excepto para repudiar su familiaridad con algo tan horrible, una sola palabra sobre la señorita Jessel?
—Nada más, señorita —contestó mi amiga— acepté lo que dijo cuando estábamos en el lago; que allÃ, allà al menos, no habÃa nadie.
—¡Claro! ¡Y, por supuesto, lo sigue usted aceptando!
—No he querido contradecirla. ¿Qué más podÃa hacer?
—Nada, nada en absoluto. Está usted tratando con las personas más hábiles que pueda imaginarse. Sus dos amigos los han hecho aún más astutos de lo que los habÃa hecho ya la naturaleza; ellos, en sÃ, constituyen un material maravilloso para modelar. Flora ha decidido darse por ofendida y mantendrá hasta el final esa actitud.
—SÃ, señorita, pero… ¿hasta final?
—El de enfrentarme con su tÃo. Me presentará ante él como el ser más vil…
Sonreà al contemplar la escena a través de la mirada de la señora Grose, y por un minuto me pareció que los veÃa juntos. Luego dijo:
—¡Con la buena opinión que tiene de usted!
—Pues tiene un modo extraño… me parece, de demostrarlo —re×. Pero eso no viene ahora a cuenta. Lo que Flora desea es, por supuesto, librarse de mÃ.
Mi compañera estuvo de acuerdo.
—No quiere siquiera volver a verla.
—¿De modo que usted ha venido ahora —le pregunté— a apresurar mi marcha? —no obstante, antes de que tuviera tiempo de responderme, añad×: Tengo una idea mejor, resultado de mis reflexiones. Mi marcha podrÃa resultar el mejor remedio, y el domingo estuve a punto de irme de aquÃ, pero no lo haré. Es quien debe irse. Debe usted llevarse a Flora.
Ante esta salida inesperada, mi colega meditó unos minutos. Al fin dijo:
—Pero ¿dónde podrÃa…?
—Lejos de aquÃ. Lejos de . Lejos, sobre todo, de mÃ. Llévela directamente a casa de su tÃo.
—¿Sólo para decirle que usted…?
—¡No, no sólo esto!, sino, además, para dejarme aquà con mi remedio.
La mujer estaba confundida.
—¿Y cuál es su remedio?
—En primer lugar, su lealtad; y luego, la de Miles.
Me miró con dureza.
—¿Cree usted que él…?
—¿Que él recurrirá a mà si se le presenta la ocasión? SÃ, me atrevo aún a creerlo. En todo caso, deseo intentarlo. Llévese a su hermana lo más pronto que le sea posible y déjeme con él.
Yo misma estaba sorprendida ante las reservas de valor con que contaba, y tal vez por eso me desconcertaba más aún que ella no se decidiera.
—La única condición es que los niños no se vean a solas bajo ningún concepto antes de que Flora se marche.
Luego se me ocurrió que, a pesar del presumible aislamiento de la niña después de su vuelta del estanque, mi advertencia podÃa llegar demasiado tarde.
—¡No me diga usted que ya se han visto!
La señora Grose se ruborizó.
—¡Ay, señorita, no soy tan tonta para eso! Las tres o cuatro veces que me he visto obligada a abandonarla la he dejado siempre con alguna doncella. Ahora está sola, pero al salir he cerrado la puerta con mucho cuidado. Sin embargo…
¡Oh, habÃa demasiadas cosas a prever!
—Sin embargo, ¿qué?
—Bueno… ¿Está usted segura de que el pequeño caballero…?
—No estoy segura de nadie más que de usted. Pero a partir de anoche tengo cierta esperanza. Creo que desea sincerarse conmigo. Creo que esa pobre, pequeña y exquisita vÃctima quiere hablarme. Anoche permaneció dos horas a mi lado, junto a la chimenea, en silencio, y tuve la impresión de que de un momento a otro podÃa comenzar a hablar.
La señora Grose miró a través de la ventana hacia el gris amanecer. Su mirada era dura.
—¿Y habló?
—No; aunque esperé y esperé, debo confesar que no lo hizo. Ni siquiera aludió a su hermana cuando, tras el largo silencio, nos besamos, para desearnos las buenas noches. De cualquier manera —continué—, no puedo permitir, si su tÃo ve a Flora, que vea también a Miles sin que yo haya concedido al niño, sobre todo ahora que las cosas se han puesto tan mal, un poco más de tiempo.
Mi amiga mostraba en ese terreno una resistencia que yo no acababa de comprender.
—¿Qué quiere decir con eso de un poco más de tiempo? —me preguntó.
—Bueno, un dÃa o dos más… para hacerlo hablar. Para entonces podrÃa estar ya de mi parte, y usted sabe lo importante que es eso. Si no ocurre nada, habré fracasado, sencillamente; y usted, en el peor de los casos, me habrá ayudado a hacer, cuando llegue a la ciudad, todo lo que sea posible —pero la señora Grose no parecÃa estar muy convencida, de modo que decidà acosarla—. A menos que usted no quiera marcharse.
Pude ver en su cara que, al fin, habÃa tomado una determinación.
—Me iré, me iré… —se apresuró a decir—. Me iré esta misma mañana —y me tendió la mano como para sellar un juramento.
Quise ser equitativa.
—Si usted desea quedarse y esperar, puedo ingeniármelas para que la niña no tenga que verme.
—No, no; hay algo malo en este lugar. La niña debe marcharse —me observó un momento con los ojos fatigados y luego se decidió a continuar—: Ha pensado usted acertadamente, señorita. Yo misma…
—¿Qué?
—No puedo continuar aquÃ.
La mirada que me dirigÃa me sugirió nuevas posibilidades.
—¿Quiere usted decir que desde ayer ha visto…?
Sacudió la cabeza con dignidad.
—¡!
—¿OÃdo?
—¡Horrores! De labios de esa niña. ¡Ay! —suspiró con trágico alivio—. Le doy mi palabra de honor, señorita; dice cada cosa…
Pero ante aquella evocación se derrumbó; se dejó caer sobre el sofá y, tal como lo habÃa visto hacer en otras ocasiones, dio rienda suelta a su angustia.
—¡Oh, gracias a Dios! —exclamé.
Se puso de pie de un salto y secóse los ojos con el dorso de la mano.
—¿Gracias a Dios? —gruñó.
—¡Esto me justifica!
—¡Desde luego, señorita!
No hubiera deseado un énfasis mayor.
—¿Tan horrible es?
Me di cuenta de que mi colega no encontraba las palabras con que expresarse.
—Algo realmente inconcebible.
—¿Sobre m�
—SÃ, señorita, sobre usted…, puesto que debe saberlo. Dice cosas que rebasan todo lÃmite, algo inconcebible en una niña. No sé dónde pudo haberlo aprendido.
—¿El espantoso lenguaje que usa al hablar de mÃ? ¡Yo sà puedo decÃrselo! —exclamé, estallando en una risa lo bastante significativa.
Pero mi amiga se puso todavÃa más seria, si era posible.
—Bueno, tal vez también yo deberÃa saberlo… ya que muchas de esas cosas las habÃa oÃdo antes. Sin embargo, no puedo soportarlo —repitió al tiempo que echaba una ojeada a mi reloj, colocado sobre la mesa de noche—. Debo irme.
Logré retenerla tomándola por un brazo.
—Pero si usted no puede soportarlo…
—¿Cómo puedo seguir con ella, quiere usted decir? Pues precisamente para eso, para sacarla de aquÃ. Para alejarla de .
—¿Para que sea diferente? ¿Para que se libere? —pregunté, casi con alegrÃa—. Entonces, no obstante lo ocurrido ayer, ¿usted …?
—¿En tales cosas?
La simple indicación «de ellos» no requirió, a la luz de su expresión, mayores detalles; tuve el convencimiento de que estaba más que nunca de mi parte.
—¡SÃ, sÃ, creo!
Tuve una gran alegrÃa. ¡SeguÃamos aún hombro con hombro; y mientras continuara teniendo esa seguridad, no me importaba nada de lo que pudiera ocurrir! SerÃa mi apoyo en presencia del desastre, de la misma manera que lo habÃa sido durante mi necesidad inicial de contar con una confidente. Si mi amiga respondÃa por mi integridad, yo responderÃa por todo lo demás.
No obstante, sentà una nueva preocupación en el momento en que nos separábamos.
—Acabo de recordar una cosa: la carta en la que daba la voz de alarma habrá llegado a la ciudad antes que usted.
Volvà a percibir una vez más lo mucho que habÃa sido maltratada en el bosque y cuán amedrentada habÃa quedado.
—Su carta, señorita, no llegará nunca. No fue enviada.
—¿Qué fue de ella entonces?
—¡Sólo Dios lo sabe! El señorito Miles…
—¿Quiere usted decir que él la cogió?
La señora Grose titubeó, pero al fin terminó por vencer su aversión.
—Quiero decir que ayer, cuando regresé con Flora, me di cuenta de que no estaba donde usted la habÃa puesto. Más tarde tuve ocasión de interrogar a Luke, quien me dijo que ni siquiera la habÃa visto —volvimos a intercambiar en ese momento una más de nuestras profundas miradas, y fue la señora Grose la primera en reaccionar—. ¿Comprende?
—Comprendo que si Miles la tomó, lo más probable es que la leyera y la destruyera.
—¿Y no ve usted nada más?
La miré unos instantes con una triste sonrisa.
—Debo admitir que, a estas alturas, sus ojos están más abiertos que los mÃos.
Asà era, pero ella no pudo evitar el ruborizarse al ver su superioridad.
—Eso me revela lo que pudo haber hecho en la escuela —hizo una mueca casi cómica para demostrar su desilusión ante mi falta de agudeza—. ¡Robar!
Di vuelta a aquella idea en mi mente, tratando de ser más prudente en mis juicios.
—Bueno, tal vez.
Me miró con un reproche, como si me encontrara inesperadamente tranquila.
—¡Robó cartas!
No podÃa comprender mis razones para mantener la calma, después de todo, bastante superficial; de manera que se las expuse como pude.
—En ese caso, espero que haya sido para obtener algo más provechoso que ahora. La nota que dejé ayer sobre la mesa —expliqué— le habrá reportado un beneficio Ãnfimo, ya que no contenÃa sino la escueta petición de una entrevista. Supongo que ahora se sentirá muy avergonzado de haber ido tan lejos para obtener tan poco, y creo que lo que anoche deseaba era confesarme su falta.
Me pareció que, por el momento, se me habÃa aclarado todo el asunto.
—Déjenos, déjenos —continué, acompañando a mi amiga hasta la puerta—. Miles acudirá a mÃ. Confesará. Si confiesa, está salvado. Y si él está salvado…
—¿También lo estará usted? —mi amiga me besó y yo correspondà a su afecto—. ¡Yo la salvaré a usted sin él! —exclamó mientras se alejaba.