Capítulo 1
Capítulo 1
Al aparecer Augusto a la puerta de su casa extendió el brazoderecho, con la mano palma abajo y abierta, y dirigiendo los ojosal cielo quedóse un momento parado en esta actitud estatuaria yaugusta. No era que tomaba posesión del mundo exterior, sino eraque observaba si llovía. Y al recibir en el dorso de la mano elfrescor del lento orvallo frunció el sobrecejo. Y no era tampocoque le molestase la llovizna, sino el tener que abrir el paraguas.¡Estaba tan elegante, tan esbelto, plegado y dentro de su funda! Unparaguas cerrado es tan elegante como es feo un paraguasabierto.
«Es una desgracia esto de tener que servirse uno de las cosas—pensó Augusto—; tener que usarlas, el use estropea y hastadestruye toda belleza. La función más noble de los objetos es la deser contemplados. ¡Qué bella es una naranja antes de comida! Estocambiará en el cielo cuando todo nuestro oficio se reduzca, o másbien se ensanche a contemplar a Dios y todas las cosas en Él. Aquí,en esta pobre vida, no nos cuidamos sino de servimos de Dios;pretendemos abrirlo, como a un paraguas, para que nos proteja detoda suerte de males.»
Díjose así y se agachó a recogerse los pantalones. Abrió elparaguas por fin y se quedó un momento suspenso y pensando: «yahora, ¿hacia dónde voy?, ¿tiro a la derecha o a la izquierda?»Porque Augusto no era un caminante, sino un paseante de la vida.«Esperaré a que pase un perro —se dijo— y tomaré la direccióninicial que él tome.»
En esto pasó por la calle no un perro, sino una garrida moza, ytras de sus ojos se fue, como imantado y sin darse de ello cuenta,Augusto.
Y así una calle y otra y otra.
«Pero aquel chiquillo —iba diciéndose Augusto, que más bien quepensaba hablaba consigo mismo—, ¿qué hará allí, tirado de bruces enel suelo? ¡Contemplar a alguna hormiga, de seguro! ¡La hormiga,¡bah!, uno de los animales más hipócritas! Apenas hace sinopasearse y hacernos creer que trabaja. Es como ese gandul que vaahí, a paso de carga, codeando a todos aquellos con quienes secruza, y no me cabe duda de que no tiene nada que hacer. ¡Qué ha detener que hacer, hombre, qué ha de tener que hacer! Es un vago, unvago como… ¡No, yo no soy un vago! Mi imaginación no descansa. Losvagos son ellos, los que dicen que trabajan y no hacen sinoaturdirse y ahogar el pensamiento. Porque, vamos a ver, esemamarracho de chocolatero que se pone ahí, detrás de esa vidriera,a darle al rollo majadero, para que le veamos, ese exhibicionistadel trabajo, ¿qué es sino un vago? Y a nosotros ¿qué nos importaque trabaje o no? ¡El trabajo! ¡El trabajo! ¡Hipocresía! Paratrabajo el de ese pobre paralítico que va ahí medio arrastrándose…Pero ¿y qué sé yo? ¡Perdone, hermano! —esto se lo dijo en vozalta—. ¿Hermano? ¿Hermano en qué? ¡En parálisis! Dicen que todossomos hijos de Adán. Y este, Joaquinito, ¿es también hijo de Adán?¡Adiós, Joaquín! ¡Vaya, ya tenemos el inevitable automóvil, ruido ypolvo! ¿Y qué se adelanta con suprimir así distancias? La manía deviajar viene de topofobía y no de filotopía; el que viaja mucho vahuyendo de cada lugar que deja y no buscando cada lugar a quellega. Viajar… viajar… Qué chisme más molesto es el paraguas…Calla, ¿qué es esto?»
Y se detuvo a la puerta de una casa donde había entrado la garridamoza que le llevara imantado tras de sus ojos. Y entonces se diocuenta Augusto de que la había venido siguiendo. La portera de lacasa le miraba con ojillos maliciosos, y aquella mirada le sugirióa Augusto lo que entonces debía hacer. «Esta Cerbera aguarda —sedijo— que le pregunte por el nombre y circunstancias de estaseñorita a que he venido siguiendo y, ciertamente, esto es lo queprocede ahora. Otra cosa sería dejar mi seguimiento sin coronación,y eso no, las obras deben acabarse. ¡Odio lo imperfecto!» Metió lamano al bolsillo y no encontró en él sino un duro. No era cosa deir entonces a cambiarlo, se perdería tiempo y ocasión enello.
—Dígame, buena mujer —interpeló a la portera sin sacar el índice yel pulgar del bolsillo—, ¿podría decirme aquí, en confianza y parainter nos, el nombre de esta señorita que acaba de entrar?
—Eso no es ningún secreto ni nada malo, caballero.
—Por lo mismo.
—Pues se llama doña Eugenia Domingo del Arco.
—¿Domingo? Será Dominga…
—No, señor, Domingo; Domingo es su primer apellido.
—Pues cuando se trata de mujeres, ese apellido debía cambiarse enDominga. Y si no, ¿dónde está la concordancia?
—No la conozco, señor.
—Y dígame… dígame… —sin sacar los dedos del bolsillo—, ¿cómo es quesale así sola? ¿Es soltera o casada? ¿Tiene padres?
—Es soltera y huérfana. Vive con unos tíos…
—¿Paternos o maternos?
—Sólo sé que son tíos.
—Basta y aun sobra.
—Se dedica a dar lecciones de piano.
—¿Y lo toca bien?
—Ya tanto no sé.
—Bueno, bien, basta; y tome por la molestia.
—Gracias, señor, gracias. ¿Se le ofrece más? ¿Puedo servirle enalgo? ¿Desea le lleve algún mandado?
—Tal vez… tal vez… No por ahora… ¡Adiós!
—Disponga de mí, caballero, y cuente con una absolutadiscreción.
«Pues señor —iba diciéndose Augusto al separarse de la portera—, veaquí cómo he quedado comprometido con esta buena mujer. Porqueahora no puedo dignamente dejarlo así. Qué dirá si no de mí estedechado de porteras. ¿Conque… Eugenia Dominga, digo Domingo, delArco? Muy bien, voy a apuntarlo, no sea que se me olvide. No haymás arte mnemotécnica que llevar un libro de memorias en elbolsillo. Ya lo decía mi inolvidable don Leoncio: ¡no metáis en lacabeza lo que os quepa en el bolsillo! A lo que habría que añadirpor complemento: ¡no metáis en el bolsillo lo que os quepa en lacabeza! Y la portera, ¿cómo se llama la portera?»
Volvió unos pasos atrás.
—Dígame una cosa más, buena mujer…
—Usted mande…
—Y usted, ¿cómo se llama?
—¿Yo? Margarita.
—¡Muy bien, muy bien… gracias!
—No hay de qué.
Y volvió a marcharse Augusto, encontrándose al poco rato en elpaseo de la Alameda.
Había cesado la llovizna. Cerró y plegó su paraguas y lo enfundó.Acercóse a un banco, y al palparlo se encontró con que estabahúmedo. Sacó un periódico, lo colocó sobre el banco y sentóse.Luego su cartera y blandió su pluma estilográfica. «He aquí unchisme utilísimo —se dijo—; de otro modo, tendría que apuntar conlápiz el nombre de esa señorita y podría borrarse. ¿Se borrará suimagen de mi memoria? Pero ¿cómo es? ¿Cómo es la dulce Eugenia?Sólo me acuerdo de unos ojos… Tengo la sensación del toque de unosojos… Mientras yo divagaba líricamente, unos ojos tirabandulcemente de mi corazón. ¡Veamos! Eugenia Domingo, sí, Domingo,del Arco. ¿Domingo? No me acostumbro a eso de que se llame Domingo…No; he de hacerle cambiar el apellido y que se llame Dominga. Pero,y nuestros hijos varones, ¿habrán de llevar por segundo apellido elde Dominga? Y como han de suprimir el mío, este impertinente Pérez,dejándolo en una P, ¿se ha de llamar nuestro primogénito Augusto PDominga? Pero… ¿adónde me llevas, loca fantasía?» Y apuntó en sucartera: Eugenia Domingo del Arco, Avenida de la Alameda, 58.Encima de esta apuntación había estos dos endecasilabos:
De la cuna nos viene la tristeza
y también de la cuna la alegria…
«Vaya —se dijo Augusto—, esta Eugenita, la profesora de piano, meha cortado un excelente principio de poesía lírica trascendental.Me queda interrumpida. ¿Interrumpida?… Sí, el hombre no hace sinobuscar en los sucesos, en las vicisitudes de la suerte, alimentopara su tristeza o su alegría nativas. Un mismo caso es triste oalegre según nuestra disposición innata. ¿Y Eugenia? Tengo queescribirle. Pero no desde aquí, sino desde casa. ¿Iré más bien alCasino? No, a casa, a casa. Estas cosas desde casa, desde el hogar.¿Hogar? Mi casa no es hogar. Hogar.. hogar… ¡Cenicero más bien!¡Ay, mi Eugenia!» Y se volvió Augusto a su casa.