Más Allá del Bien y del Mal

Sección séptima: Nuestras virtudes

Más Allá del Bien y del Mal

Sección séptima: Nuestras virtudes

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¿Nuestras virtudes? —Es probable que también nosotros sigamos teniendo nuestras virtudes, aunque, como es obvio, no serán aquellas candorosas y macizas virtudes en razón de las cuales honramos a nuestros abuelos, pero también los mantenemos un poco distanciados de nosotros. Nosotros los europeos de pasado mañana, nosotros primicias del siglo XX,— con toda nuestra peligrosa curiosidad, con nuestra complejidad y nuestro arte del disfraz, con nuestra reblandecida y, por así decirlo, endulzada crueldad de espíritu y de sentidos, —nosotros, si es que debiéramos tener virtudes, tendremos presumiblemente sólo aquellas que hayan aprendido a armonizarse de manera óptima con nuestras inclinaciones más secretas e íntimas, con nuestras necesidades más ardientes: ¡bien, busquémoslas de una vez en nuestros laberintos! —en los cuales, como es sabido, son muchas las cosas que se extravían, muchas las cosas que se pierden del todo. ;Y hay algo más hermoso que

buscar

nuestras virtudes? ¿No significa esto ya casi:

creer

en nuestra virtud? Pero este «creer en nuestra virtud» —¿no es en el fondo lo mismo que en otro tiempo se llamaba nuestra «buena conciencia», aquella venerable trenza conceptual de larga cola que nuestros abuelos se colgaban detrás de su cabeza y, con bastante frecuencia, también detrás de su entendimiento? Parece, pues, que, aunque nosotros nos consideremos muy poco pasados de moda y muy poco respetables a la manera de nuestros abuelos, hay

una

cosa en la que, sin embargo, somos los dignos nietos de tales abuelos, nosotros los últimos europeos con buena conciencia: también nosotros seguimos llevando la trenza de ellos. —¡Ay! ¡Si supieseis qué pronto, qué pronto ya —las cosas serán distintas!...

215

Así como en el reino de los astros son a veces dos los soles que determinan la órbita de un único planeta, así como en determinados casos soles de color distinto iluminan un único planeta, unas veces con luz roja, otras con luz verde, y luego lo iluminan de nuevo los dos a la vez y lo inundan de una luz multicolor: así nosotros los hombres modernos, gracias a la complicada mecánica de nuestro «cielo estrellado», estamos determinados —por morales

diferentes;

nuestros actos brillan alternativamente con colores distintos, raras veces son unívocos, —y hay bastantes casos en que realizamos actos

multicolores.

216

¿Amar a nuestros enemigos? Yo creo que eso se ha aprendido bien: hoy eso ocurre de mil maneras, en lo grande y en lo pequeño; incluso a veces ocurre ya algo más elevado y más sublime —nosotros aprendemos a

despreciar

cuando amamos, y precisamente cuando mejor amamos: —pero todo esto ocurre de manera inconsciente, sin ruido, sin pompa, con aquel pudor y aquel ocultamiento propios de la bondad que prohiben a la boca decir la palabra solemne y la fórmula de la virtud. La moral como afectación —repugna hoy a nuestro gusto. Esto es también un progreso: como el progreso de nuestros padres fue el que a su gusto acabase por repugnarle la religión como afectación, incluidas la hostilidad y la acritud volteriana contra la religión (y todo lo que en aquel tiempo formaba parte de la mímica de los librepensadores). Con la música que hay en nuestra conciencia, con el baile que hay en nuestro espíritu es con lo que no quieren armonizar ninguna letanía puritana, ningún sermón moral y ninguna probidad.

217

¡Ponerse en guardia contra quienes dan mucho valor a que se confíe en su tacto y sutileza morales en materia de distinciones morales! Jamás nos perdonan el haberse equivocado alguna vez

en presencia

nuestra (y, no digamos,

a propósito

de nosotros), —inevitablemente se convierten en nuestros calumniadores y detrac—tores instintivos, aun cuando continúen siendo «amigos» nuestros. —Bienaventurados los olvidadizos: pues «digerirán» incluso sus estupideces.

218

Los psicólogos de Francia —en qué otro lugar existen hoy psicólogos? —no han acabado aún de saborear el amargo y multiforme placer que encuentran en la

bétise bourgeoise

[estupidez burguesa], como si, por así decirlo..., basta, con esto ellos delatan una cosa. Flaubert, por ejemplo, el honrado burgués de Ruán, no vio, ni oyó, ni saboreó en última instancia más que esto: constituía su especie propia de autotortura y de sutil crueldad. Ahora bien, yo recomiendo, para variar —pues la cosa se vuelve aburrida—, algo maravillosamente distinto: la astucia inconsciente con que todos los buenos, gordos y honrados espíritus de la mediocridad se comportan respecto de los espíritus superiores y las tareas de éstos, aquella astucia sutil, ganchuda, jesuíti—ca, que resulta mil veces más sutil que el entendimiento y el gusto de esa clase media en sus mejores instantes —más sutil incluso que el entendimiento de sus víctimas —: para que quede reiteradamente demostrado que el «instinto» es la más inteligente de todas las especies de inteligencia descubiertas hasta ahora. En suma, estudiad, psicólogos, la filosofía de la «regla» en lucha con la «excepción»: ¡ahí tenéis un espectácu—lo que resulta bastante bueno para los dioses y para la malicia divina! O, dicho de modo más actual: ¡vivi—seccionad al «hombre bueno», al homo

bonae voluntatis

[hombre de buena voluntad]..., a

vosotros!

219

El juicio y la condena morales constituyen la venganza favorita de los hombres espiritualmente limitados contra quienes no lo son tanto, y también una especie de compensación por el hecho de haber sido mal dotados por la naturaleza, y, en fin, una ocasión de adquirir espíritu y

volverse

sutiles: —la maldad espiritualiza. En el fondo de su corazón les agrada que exista un criterio frente al cual incluso los hombres colmados de bienes y privilegios del espíritu se equiparan a ellos: —luchan por la «igualdad de todos ante Dios», y para esto casi

necesitan

ya la fe en Dios. Entre ellos se encuentran los adversarios más vigorosos del ateís—mo. Quien les dijera: «una espiritualidad elevada no tiene comparación con ninguna probidad ni respetabilidad de un hombre que sea precisamente sólo moral», ése los pondría furiosos: —yo me guardaré de hacerlo. Quisiera, antes bien, halagarlos con mi tesis de que una espiritualidad elevada subsiste tan sólo como último engendro de cualidades morales; que ella constituye una síntesis de todos aquellos estados atribui—dos a los hombres «sólo morales», una vez que se los ha conquistado, uno a uno, mediante una disciplina y un ejercicio prolongados, tal vez en cadenas enteras de generaciones; que la espiritualidad elevada es precisamente la espiritualización de la justicia y de aquel rigor bonachón que se sabe encargado de mantener en el mundo el

orden del rango

, entre las cosas mismas —y no sólo entre los hombres.

220

Dado que la alabanza de lo «desinteresado» es tan popular ahora, tenemos que cobrar consciencia, tal vez no sin algún peligro, de

qué

es aquello por lo que el pueblo se interesa propiamente y de cuáles son en general las cosas de que el hombre vulgar se preocupa por principio y a fondo: incluidos los hombres cultos, incluso los doctos, y, si no me equivoco del todo, casi también los filósofos. El hecho que aquí sale a luz es que la mayor parte de las cosas que interesan y atraen a gustos más sutiles y exigentes, a toda naturaleza superior, ésas le parecen completamente «no interesantes» al hombre medio: —y si éste, a pesar de todo, observa una dedicación a ellas, la califica de

désintéressé

[desinteresada] y se asombra de que sea posible actuar «desinteresadamente». Ha habido filósofos que han sabido dar una expresión seductora y místicamente ultraterrenal a ese asombro popular (— ¿acaso porque no conocían por experiencia la naturaleza superior?) —en lugar de establecer la verdad desnuda e íntimamente justa de que la acción «desinteresada» es una acción muy interesante e interesada, presuponiendo que... «¿Y el amor?» —¡Cómo! ¿También una ac—ción realizada por amor será «no egoísta»? ¡Pero cretinos! —«¿Y la alabanza del que se sacrifica?» —Mas quien ha realizado verdaderamente sacrificios sabe que él quería algo a cambio de ellos, y que lo consiguió, —tal vez algo de sí a cambio de algo de sí —que dio algo en un sitio para tener más en otro, acaso para ser más o para sentirse a sí mismo como «más». Es éste, sin embargo, un reino de preguntas y respuestas en el que a un espíritu exigente no le gusta detenerse: hasta tal punto necesita aquí la verdad reprimir el bostezo cuando tiene que dar respuesta. En última instancia es la verdad una mujer : no se le debe hacer violencia.

221

Ocurre, decía un pedante y doctrinario moralista, que yo honro y trato con distinción a un hombre desinteresado: pero no porque él sea desinteresado, sino porque me parece que tiene derecho a ser, a costa suya, útil a otro hombre. Bien, la cuestión está siempre en saber quién es

aquél y

quién es

éste.

En un hombre destinado y hecho para mandar, por ejemplo, el negarse a sí mismo y el posponerse modestamente no sería una virtud, sino la disipación de una virtud: así me parece a mí. Toda moral no egoísta que se considere a sí misma incondicional y que se dirija a todo el mundo no peca solamente contra el gusto: es una incitación a cometer pecados de omisión, es una seducción más, bajo máscara de filantropía —y cabalmente una seducción y un daño de los hombres superiores, más raros, más privilegiados. A las morales hay que forzarlas a que se inclinen sobre todo ante la

jerarquía

, hay que meterles en la conciencia su presunción, —hasta que todas acaben viendo con claridad que es

inmoral

decir: «Lo que es justo para uno es justo para otro». —Así dice mi pedante y

bonhomme

[buen hombre] moralista: ¿merecería sin duda que nos riésemos de él cuando así predicaba moralidad a las morales? Mas si queremos tener de

nuestro

lado a los que ríen no debemos tener demasiada razón; una pizca de falta de razón forma parte incluso del buen gusto.

222

En los lugares en que hoy se predica compasión —y, si se escucha bien, ahora no se predica ya ninguna otra religión —, abra el psicólogo sus oídos: a través de toda la vanidad, a través de todo el ruido que son propios de esos predicadores (como de todos los predicadores), oirá un ronco, quejoso, genuino acento de

autodesprecio.

Éste forma parte de aquel ensombrecimiento y afeamiento de Europa que desde hace un siglo no hace más que aumentar (y cuyos primeros síntomas están consignados ya en una pensativa carta de Galiani a madame D'Epinay): ¡si

es que no es la causa de ellos!

El hombre de las «ideas modernas», ese mono orgulloso, está inmensamente descontento consigo mismo: esto es seguro. Padece: y su vanidad quiere que él sólo «com—padezca»...

223

El mestizo hombre europeo —un plebeyo bastante feo, en conjunto —necesita desde luego un disfraz: necesita la ciencia histórica como guardarropa de disfraces. Es cierto que se da cuenta de que ninguno de éstos cae bien a su cuerpo, —cambia y vuelve a cambiar. Examínese el siglo xix en lo que respecta a esas rápidas predilecciones y variaciones de las mascaradas estilísticas; también en lo que se refiere a los instantes de desesperación porque «nada nos cae bien». —Inútil resulta exhibirse con traje romántico, o clásico, o cristiano, o florentino, o barroco, o «nacional»

in moribus et artibus

[en las costumbres y en las artes] : ¡nada «viste»! Pero el «espíritu», en especial el «espíritu histórico», descubre su ventaja incluso en esa desesperación: una y otra vez un nuevo fragmento de prehistoria y de extranjero es ensayado, adaptado, desechado, empaquetado y, sobre todo,

estudiado: —

nosotros somos la primera época estudiada

in puncto

[en asunto] de «disfraces», quiero decir, de morales, de artículos de fe, de gustos artísticos y de religiones, nosotros estamos preparados, como ningún otro tiempo lo estuvo, para el carnaval de gran estilo, para la más espiritual petulancia y risotada de carnaval, para la altura trascendental de la estupidez suprema y de la irrisión aristofanesca del mundo. Acaso nosotros hayamos descubierto justo aquí el reino de nuestra

invención

, aquel reino donde también nosotros podemos ser todavía originales, como parodistas, por ejemplo, de la historia universal y como bufones de Dios, —¡tal vez, aunque ninguna otra cosa de hoy tenga futuro, ténga—lo, sin embargo, precisamente nuestra

risa!

224

El sentido histórico (o

la capacidad de adivinar con rapidez la jerarquía de las valoraciones según las cuales han vivido un pueblo, una sociedad, un ser humano, el «instinto adivinatorio» de las relaciones existentes entre esas valoraciones, de la relación entre la autoridad de los valores y la autoridad de las fuerzas efectivas): ese sentido histórico que nosotros los europeos reivindicamos como nuestra peculiaridad lo ha traído a nosotros la encantadora y loca

semibarbarie

en que la mezcolanza democrática de estamentos y razas ha precipitado a Europa, —el siglo XIX ha sido el primero en conocer ese sentido como su sexto sentido. El pasado de cada forma y de cada modo de vivir, de culturas que antes se hallaban duramente yuxtapuestas, superpuestas, desemboca gracias a esa mezcolanza en nosotros las «almas modernas», a partir de ahora nuestros instintos corren por todas partes hacia atrás, nosotros mismos somos una especie de caos —: finalmente, como hemos dicho, «el espíritu» descubre en esto su ventaja. Gracias a nuestra semibarbarie de cuerpo y de deseos tenemos accesos secretos a todas partes, accesos no poseídos nunca por ninguna época aristocrática, sobre todo los accesos al laberinto de las culturas incompletas y a toda semibarbarie que alguna vez haya existido en la tierra; y en la medida en que la parte más considerable de la cultura humana ha sido hasta ahora precisamente semibarbarie, el «sentido histórico» significa casi el sentido y el instinto para percibir todas las cosas, el gusto y la lengua para saborear todas las cosas: con lo que inmediatamente revela ser un sentido

no aristocrático.

Volvemos a gozar, por ejemplo, a Homero: quizá nuestro avance más afortunado sea el que sepamos saborear a Homero, al que los hombres de una cultura aristocrática (por ejemplo, los franceses del siglo XVII, como Saint—Evremond, que le reprocha el

esprit vaste

[espíritu vasto], e incluso todavía Voltaire, acorde final de aquélla) no saben ni han sabido apropiárselo con tanta facilidad. El sí y el no, muy precisos, de su paladar, su náusea fácil de aparecer, su vacilante reserva con relación a todo lo heterogéneo, su miedo a la falta de gusto que puede haber incluso en la curiosidad más viva, y, en general, aquella mala voluntad de toda cultura aristocrática y autosatisfecha para confesarse un nuevo deseo, una insatisfacción en lo propio, una admiración de lo extraño: todo eso predispone y previene desfa—vorablemente a estos aristócratas aun frente a las mejores cosas del mundo que no sean propiedad suya o que no

puedan

convertirse en presa suya, —y ningún sentido resulta más ininteligible a tales hombres que justo el sentido histórico y su curiosidad sumisa, propia de plebeyos. Lo mismo ocurre con Shakespeare, esa asombrosa síntesis hispanomoro—sajona del gusto, del cual se habría reído o con el cual se habría enoja—do casi hasta morir un ateniense antiguo amigo de Esquilo; pero nosotros —aceptamos precisamente, con una familiaridad y cordialidad secretas, esa salvaje policromía, esa mezcla de lo más delicado, grosero y artificial, nosotros gozamos a Shakespeare considerándolo como el refinamiento del arte reservado precisamente a nosotros, y al hacerlo dejamos que las exhalaciones repugnantes y la cercanía de la plebe inglesa, en medio de las cuales viven el arte y el gusto de Shakespeare, nos incomoden tan poco como nos incomo—dan, por ejemplo, en la Chiaja de Nápoles: donde nosotros seguimos nuestro camino llevando todos los sentidos abiertos, fascinados y dóciles, aunque el olor de las cloacas de los barrios plebeyos llene el aire. Nosotros los hombres del «sentido histórico»: en cuanto tales, poseemos nuestras virtudes, no puede negarse, —carecemos de pretensiones, somos desinteresados, modestos, valerosos, llenos de autosuperación, llenos de abnegación, muy agradecidos, muy pacientes, muy acogedores: —con todo esto, quizá no tengamos mucho «buen gusto». Confesémonoslo por fin: lo que a nosotros los hombres del «sentido histórico» más difícil nos resulta captar, sentir, saborear, amar, lo que en el fondo nos encuentra prevenidos y casi hostiles, es justo lo perfecto y lo definitivamente maduro en toda cultura y en todo arte, lo auténticamente aristocrático en obras y en seres humanos, su instante de mar liso y de autosatisfacción alciónica, la condición áurea y fría que muestran todas las cosas que han alcanzado su perfección. Tal vez nuestra gran virtud del sentido histórico consista en una necesaria antítesis del

buen

gusto, al menos del óptimo gusto, y sólo de mala manera, sólo con vacilaciones, sólo por coacción somos capaces de reproducir en nosotros precisamente aquellas pequeñas, breves y supremas jugadas de suerte y transfiguraciones de la vida humana que acá y allá resplandecen: aquellos instantes y prodigios en que una gran fuerza se ha detenido voluntariamente ante lo desmedido e ilimitado —, en que gozamos de una sobreabundancia de sutil placer en el repentino domeñarnos y quedarnos petrificados, en el establecernos y fijarnos sobre un terreno que todavía tiembla. La

moderación

se nos ha vuelto extraña, confesémoslo; nuestro prurito es cabalmente el prurito de lo infinito, des—mesurado. Semejantes al jinete que, montado sobre un corcel, se lanza hacia delante, así nosotros dejamos sueltas las riendas ante lo infinito, nosotros los hombres modernos, nosotros los semibárbaros —y no tenemos

nuestra

bienaventuranza más que allí donde más

—peligro corremos.

225

Lo mismo el hedonismo que el pesimismo, lo mismo el utilitarismo que el eudemonismo: todos esos modos de pensar que miden el valor de las cosas por el

placer y

el

sufrimiento

que éstas producen, es decir, por estados concomitantes y cosas accesorias, son ingenuidades y modos superficiales de pensar, a los cuales no dejará de mirar con burla, y también con compasión, todo aquel que se sepa poseedor de fuerzas

confi—guradoras

y de una conciencia de artista. ¡Compasión para con

vosotros!

no es, desde luego, la compasión tal como vosotros la entendéis: no es compasión para con la «miseria» social, para con la «sociedad» y sus enfermos y lisiados, para con los viciosos y arruinados de antemano, que yacen por tierra a nuestro alrededor; y menos todavía es compasión para con esas murmurantes, oprimidas, levantiscas capas de esclavos que aspiran al dominio —ellas lo llaman libertad —.

Nuestra

compasión es una compasión más elevada, de visión más larga: —¡nosotros vemos cómo

el hombre

se empequeñece, cómo

vosotros lo

empequeñecéis! —y hay instantes en los que contemplamos precisamente

vuestra

compasión con una ansiedad indescriptible, en los que nos defendemos de esa compasión —, en los que encontramos que vuestra seriedad es más peligrosa que cualquier ligereza. Vosotros queréis, en lo posible,

eliminar el sufrimiento —

y no hay ningún «en lo posible» más loco que ése —; ¿y nosotros? —¡parece cabalmente que

nosotros

preferimos que el sufrimiento sea más grande y peor que lo ha sido nunca! El bienestar, tal como vosotros lo entendéis —¡eso no es, desde luego, una meta, eso a nosotros nos parece un

final!

Un estado que enseguida vuelve ridículo y despreciable al hombre, —¡que hace

desear

el ocaso de éste! La disciplina del sufrimiento, del

gran

sufrimiento —¿no sabéis que únicamente

esa

disciplina es la que ha creado hasta ahora todas las elevaciones del hombre? Aquella tensión del alma en la infelicidad, que es la que le inculca su fortaleza, los estremecimientos del alma ante el espectáculo de la gran ruina, su inventiva y valentía en el soportar, perseverar, interpretar, aprovechar la desgracia, así como toda la profundidad, misterio, máscara, espíritu, argucia, grandeza que le han sido donados al alma: —¿no le han sido donados bajo sufrimientos, bajo la disciplina del gran sufrimiento?

Criatura y creador

están unidos en el hombre: en el hombre hay materia, fragmento, exceso, fango, basura, sinsentido, caos; pero en el hombre hay también un creador, un escultor, dureza de martillo, dioses—espectadores y séptimo día: —¿entendéis esa antítesis? ¿Y que

vuestra

compasión se dirige a la «criatura en el hombre», a aquello que tiene que ser configurado, quebrado, forjado, arrancado, quemado, abrasado, purificado, a aquello que necesariamente tiene que

sufrir

y que

debe

sufrir? Y

nuestra

compasión— ¿no os dais cuenta de a qué se dirige nuestra

opuesta

compasión cuando se vuelve contra vuestra compasión considerándola como el más perverso de todos los reblandecimientos y debilidades? —¡Así, pues, compasión

contra

compasión! —Pero, dicho una vez más, hay problemas más altos que todos los problemas del placer, del sufrimiento y de la compasión; y toda filosofía que no aboque a ellos es una ingenuidad. —

226

¡Nosotros los inmoralistas! —

Ese mundo que nos concierne

a nosotros

, en el cual

nosotros

hemos de sentir miedo y sentir amor, ese mundo casi invisible e inaudible del mandato sutil, de la obediencia sutil, un mundo del «casi» en todos los sentidos de la palabra, ganchudo, capcioso, agudo, delicado: ¡sí, ese mundo está bien defendido contra los espectadores obtusos y contra la curiosidad confianzuda! Nosotros nos hallamos encarcelados en una rigurosa red y camisa de deberes, y no

podemos

salir de ella —, ¡en eso precisamente somos, también nosotros, «hombres del deber»! A veces, es verdad, bailamos en nuestras «cadenas» y entre nuestras «espadas»; y con más frecuencia, no es menos verdad, rechinamos los dientes bajo ellas y estamos impacientes a causa de la secreta dureza de nuestro destino. Pero hagamos lo que hagamos: los cretinos y la apariencia visible dicen contra nosotros «ésos son hombres

sin

deber» —¡nosotros tenemos siempre contra nosotros a los cretinos y a la apariencia visible!

227

La honestidad, suponiendo que ella sea nuestra virtud, de la cual no podemos desprendernos nosotros los espíritus libres —bien, nosotros queremos laborar en ella con toda malicia y con todo amor y no cansarnos de «perfeccionarnos» en

nuestra

virtud, que es la única que nos ha quedado: ¡que alguna vez su brillo se extienda, cual una dorada, azul, sarcástica luz de atardecer, sobre esta cultura envejecida y sobre su obtusa y sombría seriedad! Y si, a pesar de todo, algún día nuestra honestidad se cansase y suspirase y estirase los miembros y nos considerase demasiado duros y quisiera ser tratada mejor, de un modo más ligero, más delicado, cual un vicio agradable: ¡permanezcamos

duros

, nosotros los últimos estoicos!, y enviemos en su ayuda todas las diabluras que aún nos quedan —nuestra náusea frente a lo burdo e impreciso, nuestro

niti—mur in vetitum

[nos lanzamos a lo prohibido], nuestro valor de aventureros, nuestra curiosidad aleccionada y exigente, nuestra más sutil, más enmascarada, más espiritual voluntad de poder y de superación del mundo, la cual merodea y yerra ansiosa en torno a todos los reinos del futuro, —¡acudamos en ayuda de nuestro «dios» con todos nuestros «diablos»! Es probable que a causa de esto no nos reconozcan y nos confundan con otros: ¡qué importa! Dirán: «Sùhonestidad' —¡es su diablura, y nada más!» ¡Qué importa! ¡Aun cuando tuviesen razón! ¿No han sido todos los dioses hasta ahora diablos rebautizados y declarados santos? ¿Y qué sabemos nosotros, en última instancia, de nosotros? ¿Y cómo quiere

llamarse

el espíritu que nos guía? (es una cuestión de nombres). ¿Y cuántos espíritus albergamos nosotros? Nuestra honestidad, nosotros los espíritus libres, —¡cuidemos de que no se convierta en nuestra vanidad, en nuestro adorno y vestido de gala, en nuestra limitación, en nuestra estupidez! Toda virtud se inclina a la estupidez, toda estupidez, a la virtud; «estúpido hasta la santidad», dícese en Rusia, —¡tengamos cuidado de no acabar nosotros volviéndonos, por honestidad, santos y aburridos! ¿No es la vida cien veces demasiado corta —para aburrirse en ella? En la vida eterna tendríamos que creer para...

228

Perdóneseme el descubrimiento de que toda la filosofía moral ha sido hasta ahora aburrida y ha constituido un somnífero —y de que, a mi ver, ninguna otra cosa ha perjudicado más a «la virtud» que ese

aburrimiento

de sus abogados; con lo cual no quisiera yo haber dejado de reconocer la utilidad general de éstos. Importa mucho que sean los menos posibles los hombres que reflexionen sobre moral, —¡importa

muy

mucho, por tanto, que la moral no llegue un día a hacerse interesante! ¡Pero no se tenga cuidado! Las cosas continúan estando también hoy como han estado siempre: no veo a nadie en Europa que tenga (o que

dé)

una idea de que la reflexión sobre la moral podría ser cultivada de un modo peligroso, capcioso, seductor, —¡de que en ello podría haber una

«fatalidad»!

Contémplese, por ejemplo, a los incansables, inevitables utilitaristas ingleses, de qué modo tan burdo y venerable caminan y marchan tras las huellas de Bentham (una comparación homérica lo dice con más claridad), de igual modo que éste caminó ya tras las huellas del venerable Helvetius (¡no, un hombre peligroso no lo fue ese Helvetius!). Ni un pensamiento nuevo, ni un giro y un pliegue más sutiles dados a un pensamiento antiguo, ni siquiera una verdadera historia de lo pensado con anterioridad: una literatura

imposible

en conjunto, suponiendo que no se sea experto en sazonarla con un poco de malicia. También en estos moralistas, en efecto (a los que hay que leer con todas las reservas mentales, en el caso de que

haya que

leerlos —), se ha introducido furtivamente aquel viejo vicio inglés que se llama

cant

[guardar las apariencias] y que es

tartufería moral

, oculta esta vez bajo la nueva forma del cientificismo; tampoco falta un rechazo secreto de los remordimientos de conciencia, que padecerá obviamente una raza de antiguos puritanos, no obstante ocuparse de modo científico de la moral. (¿No es un moralista lo contrario de un puritano? ¿A saber, en cuanto es un pensador que considera la moral como algo problemático, cuestionable, en suma, como problema? ¿Moralizar no sería —inmoral?) En última instancia todos ellos quieren que se dé la razón a la moralidad

inglesa:

en la medida en que justamente de ese modo es como mejor se sirve a la humanidad, o al «provecho general», o a la «felicidad de los más», ¡no!, a la felicidad de

Inglaterra;

querrían demostrarse a sí mismos con todas sus fuerzas que el aspirar a la felicidad

inglesa

, quiero decir al

comfort

[comodidad] y a la

fashion

[elegancia] (y, en supremo lugar, a un puesto en el Parlamento), es a la vez también el justo sendero de la virtud, incluso que toda la virtud que ha habido hasta ahora en el mundo ha consistido cabalmente en tal aspiración. Ninguno de esos animales de rebaño, torpes, inquietos en su conciencia (que pretenden defender la causa del egoísmo como causa del bienestar general —), quiere saber ni oler nada de que el «bienestar general» no es un ideal, ni una meta, ni un concepto aprehensible de algún modo, sino únicamente un vomitivo, —de que lo que es justo para uno no

puede

ser de ningún modo justo para otro, de que exigir

una misma

moral para todos equivale a lesionar cabalmente a los hombres superiores, en suma, de que existe un

orden jerárquico

entre un hombre y otro hombre y, en consecuencia, también entre una moral y otra moral. Constituyen una especie de hombres modesta, funda—mentalmente mediocre, esos ingleses utilitaristas, y, como queda dicho: de su utilidad, por el hecho de ser aburridos, nunca podrá ser suficientemente elevada la idea que tengamos. Incluso se los debería

alentar

, como se ha intentado hacerlo en parte con los versos siguientes:

¡Salud a vosotros, bravos carreteros,

Siempre «cuanto más largo, tanto mejor»,

Tiesos siempre de cabeza y rodilla,

Carentes de entusiasmo, carentes de bromas,

Indestructiblemente mediocres,

Sans genie et sans esprit!

[¡sin genio y sin espíritu!].

229

En esas épocas tardías que tienen derecho a estar orgullosas de su humanitarismo subsisten, sin embargo, tanto miedo, tanta

superstición

del miedo al «animal salvaje y cruel», cuyo sometimiento constituye cabalmente el orgullo de esas épocas más humanas, que incluso las verdades palpables permanecen inexpresadas durante siglos, como si hubiera un acuerdo sobre ello, debido a que aparentan ayudar a que aquel animal salvaje, muerto por fin, vuelva ala vida. Quizá yo corra algún riesgo por dejarme escapar esa verdad: que otros la capturen de nuevo y le den a beber la necesaria cantidad de «leche del modo piadoso de pensar» para que quede quieta y olvidada en su antiguo rincón. —Tenemos que cambiar de ideas acerca de la crueldad y abrir los ojos; tenemos que aprender por fin a ser impacientes, para que no continúen paseándose por ahí, con aire de virtud y de impertinencia, errores inmodestos y gordos, tales como los que, por ejemplo, han sido alimentados con respecto a la tragedia por filósofos viejos y nuevos. Casi todo lo que no sotros denominamos «cultura superior» se basa en la espiritualización y profundización de la

crueldad —

ésa es mi tesis; aquel «animal salvaje» no ha sido muerto en absoluto, vive, prospera, únicamente —se ha divinizado. Lo que constituye la dolorosa voluptuosidad de la tragedia es crueldad; lo que produce un efecto agradable en la llamada compasión trágica y, en el fondo, incluso en todo lo sublime, hasta llegar a los más altos y delicados estremecimientos de la metafísica, eso recibe su dulzura únicamente del ingrediente de crueldad que lleva mezclado. Lo que disfrutaba el romano en el circo, el cristiano en los éxtasis de la cruz, el español ante las hogueras o en las corridas de toros, el japonés de hoy que se aglomera para ver la tragedia, el trabajador del suburbio de París que tiene nostalgia de revoluciones sangrientas,, la wagneriana que «aguanta», con la voluntad en vilo,

Tristán e Isolda, —

lo que todos ésos disfrutan y aspiran a beber con un ardor misterioso son los brebajes aromáticos de la gran Circe llamada «Crueldad». En esto, desde luego, tenemos que ahuyentar de aquí a la psicología cretina de otro tiempo, que lo único que sabía enseñar acerca de la crueldad era que ésta surge ante el espectáculo del sufrimiento

ajeno:

también en el sufrimiento propio, en el hacerse—sufrir—a—sí—mismo se da un goce amplio, amplísimo, —y en todos los lugares en que el hombre se deja persuadir a la autonegación en el sentido

re

ligioso, o a la automutilación, como ocurre entre los fenicios y ascetas 124, o, en general, a la desensualización, desencarnación, contrición, al espasmo puritano de penitencia, a la vivisección de la conciencia y al pascaliano

sacrifcio dell'intelletto

[sacrificio del entendimiento], allí es secretamente atraído y empujado hacia adelante por su crueldad, por aquellos peligrosos estremecimientos de la crueldad vuelta

contra nosotros mismos.

Finalmente, considérese que incluso el hombre de conocimiento, al coaccionar a su espíritu a conocer,

en contra

de la inclinación del espíritu y también, con bastante frecuencia, en contra de los deseos del corazón, —es decir, al coaccionarle a decir no allí donde él querría decir sí, amar, adorar —, actúa como artista y glorificador de la crueldad; el tomar las cosas de un modo profundo y radical constituye ya una violación, un querer—hacer—daño a la voluntad fundamental del espíritu, la cual quiere ir incesantemente hacia la apariencia y hacia las superficies, —en todo querer—conocer hay ya una gota de crueldad.

230

Quizá no se entienda sin más lo que acabo de decir acerca de una «voluntad fundamental del espíritu»: permítaseme una aclaración. —Ese algo imperioso a lo que el pueblo llama «el espíritu» quiere ser señor y sentirse señor dentro de sí mismo y a su alrededor: tiene voluntad de ir de la pluralidad a la simplicidad, una voluntad opresora, domeñadora, ávida de dominio y realmente dominadora. Sus necesidades y capacidades son en esto las mismas que los fisiólogos atribuyen a todo lo que vive, crece y se multiplica. La fuerza del espíritu para apropiarse de cosas ajenas se revela en una tendencia enérgica a asemejar lo nuevo a lo antiguo, a simplificar lo complejo, a pasar por alto o eliminar lo totalmente contradictorio: de igual manera, el espíritu subraya, destaca de modo arbitrario y más fuerte, rectifica, falseándolos, determinados rasgos y líneas de lo extraño, de todo fragmento de «mundo externo». Su propósito se orienta a incorporar a sí nuevas «experiencias», a ordenar cosas nuevas bajo órdenes antiguos, —es decir, al crecimiento, o dicho de modo aún más preciso, al

sentimiento

de la fuerza multiplicada. Al servicio de esa misma voluntad hállase también un instinto aparentemente contrario del espíritu, una súbita resolución de ignorar, de aislar—se voluntariamente, un cerrar sus venta nas, un decir interiormente no a esta o a aquella cosa, un no dejar que nada se nos acerque, una especie de estado de defensa contra muchas cosas de las que cabe tener un saber, un contentarse con la oscuridad, con el horizonte que nos aísla, un decir sí a la ignorancia y un darla por buena: todo lo cual es necesario, de acuerdo con el grado de nuestra propia fuerza de asimilación, de nuestra «fuerza digestiva», para hablar en imágenes —y en realidad a lo que más se asemeja «el espíritu» es a un estómago'`. Asimismo forma parte de lo dicho la ocasional voluntad del espíritu de dejarse engañar, acaso porque barrunte pícaramente que las cosas

no

son de este y el otro modo, que únicamente nosotros las consideramos de ese y el otro modo, un placer en toda inseguridad y equivocidad, un exultante autodisfrute de la estrechez y clandestinidad voluntarias de un rincón, de lo demasiado cerca, de la fachada, de lo agrandado, empequeñecido, desplazado, embellecido, un autodisfrute de la arbitrariedad de todas esas exte—riorizaciones de poder. Forman, en fin, parte de lo dicho aquella prontitud del espíritu, que no deja de dar que pensar, para engañar a otros espíritus y disfrazarse ante ellos, aquella presión y empuje permanentes de un espíritu creador, configurador, transmutador: el espíritu goza aquí de su pluralidad de máscaras y de su astucia, goza también del sentimiento de su seguridad en ello, —¡son cabalmente sus artes proteicas, en efecto, las que mejor lo defienden y esconden! —

En contra de esa

voluntad de apariencia, de simplificación, de máscara, de manto, en suma, de superficie —pues toda superficie es un manto —actúa aquella sublime tendencia del hombre de conocimiento a tomar y

querer

tomar las cosas de un modo profundo, complejo, radical: especie de crueldad de la conciencia y el gusto intelectuales que todo pensador valiente reconocerá en sí mismo, suponiendo que, como es debido, haya endurecido y afilado durante suficiente tiempo sus ojos para verse a sí mismo y esté habituado a la disciplina rigurosa, también a las palabras rigurosas. Ese pensador dirá: «hay algo cruel en la inclinación de mi espíritu»: —¡que los virtuosos y amables intenten disuadirlo de ella! De hecho, más agradable de oír sería el que de nosotros —de nosotros los espíritus libres,

muy

libres —se dijese, se murmurase, se alabase que poseemos, por ejemplo, en lugar de crueldad, una «desenfrenada honestidad»: —¿y acaso será

eso

lo que diga en realidad nuestra —fama póstuma? Entretanto —pues hay tiempo hasta entonces —a lo que menos nos inclinaríamos nosotros sin duda es a adornarnos con tales brillos y guirnaldas morales de palabras: todo nuestro trabajo realizado hasta ahora nos quita las ganas cabalmente de ese gusto y de su alegre exuberancia. Palabras hermosas, resplandecientes, tintineantes, solemnes son: honestidad, amor a la verdad, amor a la sabiduría, inmolación por el conocimiento, heroísmo del hombre veraz, —hay en ellas algo que hace hincharse a nuestro orgullo. Pero nosotros los eremitas y marmotas, nosotros hace ya mucho tiempo que nos hemos persuadido, en el secreto de una conciencia de eremita, de que también ese digno adorno de palabras forma parte de los viejos y mentidos adornos, cachivaches y pur—purinas de la inconsciente vanidad humana, y de que también bajo ese color y esa capa de pintura halaga—dores tenemos que reconocer de nuevo el terrible texto bási

co homo natura

[el hombre naturaleza]. Retraducir, en efecto, el hombre a la naturaleza; adueñarse de las numerosas, vanidosas e ilusas interpretaciones y significaciones secundarias que han sido garabateadas y pintadas hasta ahora sobre aquel eterno texto básico

homo natura;

hacer que en lo sucesivo el hombre se enfrente al hombre de igual manera que hoy, endurecido en la disciplina de la ciencia, se enfrenta ya a la

otra

naturaleza con impertérritos ojos de Edipo y con tapados oídos de Ulises, sordo a las atrayentes melodías de todos los viejos cazapájaros metafísicos que durante demasiado tiempo le han estado soplando con su flauta: «¡Tú eres más! ¡Tú eres superior! ¡Tú eres de otra procedencia!» —quizá sea ésta una tarea rara y loca, pero es una

tarea —

¡quién lo negaría! ¿Por qué hemos elegido nosotros esa tarea loca? O hecha la pregunta de otro modo: «¿Por qué, en absoluto, el conocimiento?» —Todo el mundo nos preguntará por esto. Y nosotros, apremiados de ese modo, nosotros, que ya cien veces nos hemos preguntado a nosotros mismos precisamente eso, no hemos encontrado ni encontramos respuesta mejor que...

231

El aprender nos transforma, hace lo que hace todo alimento, el cual no se limita tampoco a «mantener»—: como sabe el fisiólogo. Pero en el fondo de nosotros, totalmente «allá abajo», hay en verdad algo rebelde a todo aleccionamiento, una roca granítica de

fatum

[hado] espiritual, de decisión y respuesta predeterminadas a preguntas predeterminadas y elegidas. En todo problema radical habla un inmodificable «esto soy yo»; acerca del varón y de la mujer, por ejemplo, un pensador no puede aprender nada nuevo, sino sólo aprender hasta el final, —sólo descubrir hasta el final lo que acerca de esto «está fijo». Muy pronto encontramos ciertas soluciones de problemas que constituyen cabalmente para

nosotros

una fe sólida; quizá las llamemos en lo sucesivo nuestras «convicciones». Más tarde —vemos en ellas únicamente huellas que nos conducen al conocimiento de nosotros mismos, indicadores que nos señalan el problema que nosotros somos, —o más exactamente, la gran estupidez que nosotros somos, nuestro

fatum

[hado] espiritual, aquel algo

rebelde a todo aleccionamiento

que está totalmente «allá abajo». —Teniendo en cuenta estas abundantes delicadezas que acabo de tener conmigo mismo, acaso me estará permitido enunciar algunas verdades acerca de la «mujer en sí»: suponiendo que se sepa de antemano, a partir de ahora, hasta qué punto son cabalmente nada más que —

mis

verdades. —

232

La mujer quiere llegar a ser independiente: y para ello comienza ilustrando a los varones acerca de la «mujer en sí» —

éste

es uno de los peores progresos del

afeamiento

general de Europa. ¡Pues qué habrán de sacar a luz esas burdas tentativas del cientificismo y autodesnudamiento femeninos! Son muchos los motivos de pudor que la mujer tiene; son muchas las cosas pedantes, superficiales, doctrinarias, mezquinamente presuntuosas, mezquinamente desenfrenadas e inmodestas que en la mujer hay escondidas —¡basta estudiar su trato con los niños! —, cosas que, en el fondo, por lo que mejor han estado reprimidas y domeñadas hasta ahora ha sido por el

miedo

al varón. ¡Ay si alguna vez a lo «eternamente aburrido que hay en la mujer» —¡tiene abundancia de ello! —le es lícito atreverse a manifestarse!, ¡si ella comienza a olvidar radicalmente y por principio su inteligencia y su arte, la inteligencia y el arte de la gracia, del jugar, del disipar las preocupaciones, de volver ligeras las cosas y tomárselas a la ligera, su sutil destreza para los deseos agradables! Ya ahora se alzan voces femeninas que, ¡por San Aristófanes!, hacen temblar, se nos amenaza con decirnos con claridad médica qué es lo que la mujer

quiere

ante todo y sobre todo del varón. ¿No es de pésimo gusto que la mujer se disponga así a volverse científica? Hasta ahora, por fortuna, el explicar las cosas era asunto de varones, don de varones —con ello éstos permanecían «por debajo de sí mismos»; y, en última instancia, con respecto a todo lo que las mujeres escriban sobre «la mujer» es lícito reservarse una gran desconfianza acerca de si la mujer

quiere

propiamente aclaración sobre sí misma —y

puede

quererla... Si con esto una mujer no busca un nue

vo adorno

para sí —yo pienso, en efecto, que el adornarse forma parte de lo eternamente femenino —, bien, entonces lo que quiere es despertar miedo de ella: —con esto quizá quiera dominio. Pero no

quiere

la verdad: ¡qué le importa la verdad a la mujer! Desde el comienzo, nada resulta más extraño, repugnante, hostil en la mujer que la verdad, —su gran arte es la mentira, su máxima preocupación son la apariencia y la belleza. Confesémoslo nosotros los varones: nosotros honramos y amamos en la mujer cabalmente

ese

arte y

ese

instinto: nosotros, a quienes las cosas nos resultan más difíciles y que con gusto nos juntamos, para nuestro alivio, con seres bajo cuyas manos, miradas y delicadas tonterías parécennos casi una tontería nuestra seriedad, nuestra gravedad y profundidad. —Finalmente yo planteo esta pregunta: ¿alguna vez una mujer ha concedido profundidad a una cabeza de mujer, justicia a un corazón de mujer? ¿Y no es verdad que, a grandes rasgos, «la mujer» ha sido hasta ahora lo más desestimado por la mujer —y no, en modo alguno, por nosotros? —Nosotros los varones deseamos que la mujer no continúe desacreditándose mediante la ilustración: así como fue preocupación y solicitud del varón por la mujer el hecho de que la Iglesia decretase:

mulier taceat in ecclesia!

128 [¡calle la mujer en la iglesia!] Fue en provecho de la mujer por lo que Napoleón dio a entender a la demasiado locuaz Madame de Staél:

mulier taceat in politicis!

[¡calle la mujer en los asuntos políticos!] —y yo pienso que es un auténtico amigo de la mujer el que hoy les grite alas mujeres:

mulier taceat de muliere!

[¡calle la mujer acerca de la mujer!]

233

Delata una corrupción de los instintos —aun prescindiendo de que delata un mal gusto —el que una mujer invoque cabalmente a Madame Roland o a Madame de Staél o a Monsieur George Sand, como si con esto se demostrase algo

a favor de

la «mujer en sí». Las mencionadas son, entre nosotros los varones, las tres mujeres

ridículas

en sí —¡nada más! —y, cabalmente, los mejores e involuntarios

contra—argumentos

en contra de la emancipación y en contra de la soberanía femenina.

234

La estupidez en la cocina; la mujer como cocinera; ¡el horroroso descuido con que se prepara el alimento de la familia y del dueño de la casa! La mujer no comprende qué

significa

la comida: ¡y quiere ser cocinera! ¡Si la mujer fuese una criatura pensante habría tenido que encontrar desde hace milenios, en efecto, co—mo cocinera, los más grandes hechos fisiológicos, y asimismo habría tenido que apoderarse de la medicina! Las malas cocineras —la completa falta de razón en la cocina, eso es lo que más ha retardado, lo que más ha perjudicado el desarrollo del ser humano: hoy mismo las cosas están únicamente un poco mejor.. Un discurso para alumnas de los cursos superiores.

235

Hay giros y ocurrencias del espíritu, hay sentencias, un pequeño puñado de palabras, en que una cultura entera, una sociedad entera quedan cristalizadas de repente. De ellos forma parte aquella frase incidental de Madame de Lambert a su hijo:

mon ami, ne vous permettez jamais que defolies qui vous feront grand plaisir

[amigo mío, no os permitáis nunca más que locuras que os produzcan un gran placer]: —dicho sea de paso, la frase más maternal y más inteligente que se ha dirigido nunca a un hijo.

236

Lo que Dante y Goethe creyeron de la mujer —el primero, al cantar

ella guardaba suso, ed io in le¡

[ella miraba hacia arriba, y yo hacia ella], el segundo, al traducir lo anterior por «lo eterno femenino nos arrastra

hacia arriba»

—: yo no dudo de que toda mujer un poco noble se opondrá a esa creencia, pues ella cree cabalmente

eso

de lo eterno masculino...

237

Siete refranillos sobre las mujeres

¡Cómo vuela el aburrimiento más prolongado cuando un varón se arrastra hacia nosotras! La vejez, ¡ay!, y la ciencia dan fuerza incluso a la virtud débil. El traje negro y el mutismo visten de inteligencia a cualquier mujer. ¿A quién estoy agradecida en mi felicidad? ¡A Dios! —y a mi costurera. Joven: caverna florida. Vieja: de ella sale un dragón. Nombre noble, pierna bonita y, además, un varón: ¡oh si

éste

fuera mío! Discurso corto, sentido largo —¡hielo resbaladizo para la burra! Las mujeres han sido tratadas hasta ahora por los varones como pájaros que, desde una altura cualquiera, han caído desorientados hasta ellos: como algo más fino, más frágil, más salvaje, más prodigioso, más dulce, más lleno de alma, —como algo que hay que encerrar para que no se escape volando.

238

No acertar en el problema básico «varón y mujer», negar que ahí se dan el antagonismo más abismal y la necesidad de una tensión eternamente hostil, soñar aquí tal vez con derechos iguales, educación igual, exigencias y obligaciones iguales: esto constituye un signo

típico

de superficialidad, y a un pensador que en este peligroso lugar haya demostrado ser superficial —¡superficial de instinto! —es lícito considerarlo sospe—choso, más todavía, traicionado, descubierto: probablemente será demasiado «corto» para todas las cuestiones básicas de la vida, también de la vida futura, y no podrá descender a

ninguna

profundidad. Por el contrario, un varón que tenga profundidad, tanto en su espíritu como en sus apetitos, que tenga también aquella profundidad de la benevolencia que es capaz de rigor y dureza, y que es fácil de confundir con éstos, no puede pensar nunca sobre la mujer más que de manera

oriental:

tiene que concebir a la mujer como posesión, como propiedad encerrable bajo llave, como algo predestinado a servir y que alcanza su perfección en la servidumbre, —tiene que apoyarse aquí en la inmensa razón de Asia, en la superioridad de instintos de Asia: como lo hicieron antiguamente los griegos, los mejores herederos y discípulos de Asia, quienes, co—mo es sabido, desde Homero hasta los tiempos de Pericles, conforme iba

aumentando su

cultura y extendiéndose su fuerza, se fueron haciendo también, paso a paso,

más rigurosos

con la mujer, en suma, más orientales.

Qué

necesario,

qué

lógico,

qué

humanamente deseable fue esto: ¡reflexionemos sobre ello en nuestro interior!

239

El sexo débil en ninguna otra época ha sido tratado por los varones con tanta estima como en la nuestra —esto forma parte de la tendencia y del gusto básico democráticos, lo mismo que la irrespetuosidad para con la vejez —: ¿qué de extraño tiene el que muy pronto se vuelva a abusar de esa estima? Se quiere más, se aprende a exigir, se acaba considerando que aquel tributo de estima es casi ofensivo, se preferiría la rivali—dad por los derechos, incluso propiamente la lucha: en suma, la mujer pierde pudor. Añadamos enseguida que pierde también gusto. Desaprende a

temer

al varón: pero la mujer que «desaprende el temor» abandona sus instintos más femeninos. Que la mujer se vuelve osada cuando ya no se quiere ni se cultiva aquello que en el varón infunde temor o, digamos de manera más precisa, el

varón

existente en el varón, eso es bastante obvio, también bastante comprensible; lo que resulta más difícil de comprender es que cabalmente con eso —la mujer degenera. Esto es lo que hoy ocurre: ¡no nos engañemos sobre ello! En todos los lugares en que el espíritu industrial obtiene la victoria sobre el espíritu militar y aristocrático la mujer aspira ahora a la independencia económica y jurídica de un dependiente de comercio: «la mujer como dependiente de comercio» se halla a la puerta de la moderna sociedad que está formándose. En la medida en que de ese modo se posesiona de nuevos derechos e intenta convertirse en «señor» e inscribe el «progreso» de la mujer en sus banderas y banderitas, en esa misma medida acontece, con terrible claridad, lo contrario:

la mujer retrocede.

Desde la Revolución francesa el influjo de la mujer ha

disminuido

en Europa en la medida en que ha crecido en derechos y exigencias; y la «emancipación de la mujer», en la medida en que es pedida y promovida por las propias mujeres (y no sólo por cretinos masculinos), resulta ser de ese modo un síntoma notabilísimo de la debilitación y el embotamiento crecientes de los más femeninos de todos los instintos. Hay

estupidez

en ese movimiento, una estupidez casi masculina, de la cual una mujer bien constituida —que es siempre una mujer inteligente —tendría que avergonzarse de raíz. Perder el olfato para percibir cuál es el terreno en que con más seguridad se obtiene la victoria; desatender la ejercitación en nuestro auténtico arte de las armas; dejarse ir ante el varón, tal vez incluso «hasta el libro», en lugar de observar, como antes, una disciplina y una sutil y astuta humildad; trabajar, con virtuoso atrevimiento, contra la fe del varón en un ideal radicalmente distinto

encubierto

en la mujer, en lo eterna y necesariamente femenino; disuadir al va—rón, de manera expresa y locuaz, de que la mujer tiene que ser mantenida, cuidada, protegida, tratada con indulgencia, cual un animal doméstico bastante delicado, extrañamente salvaje y, a menudo, agradable; el torpe e indignado rebuscar todo lo que de esclavo y servil ha tenido y aún tiene la posición de la mujer en el orden social vigente hasta el momento (como si la esclavitud fuese un contraargumento y no, más bien, una condición de toda cultura superior, de toda elevación de la cultura): —¿qué significa todo eso más que una disgregación de los instintos femeninos, una desfeminización? Desde luego, hay bastantes amigos idiotas de la mujer y bastantes pervertidores idiotas de la mujer entre los asnos doctos de sexo masculino que aconsejan a la mujer desfeminizarse de ese modo e imitar todas las estupideces de que en Europa está enfermo el «varón», la «masculinidad» europea, —ellos quisieran rebajar a la mujer hasta la «cultura general», incluso hasta a leer periódicos e intervenir en la política. Acá y allá se quiere hacer de las mujeres librepensadores y literatos: como si una mujer sin piedad no fuera para un hombre profundo y ateo algo completamente repugnante o ridículo —; casi en todas partes se echa a perder los nervios de las mujeres con la más enfermiza y peligrosa de todas las especies de música (nuestra música alemana más reciente) y se las vuelve cada día más histéricas y más incapaces de atender a su primera y última profesión, la de dar a luz hijos vigorosos. Se las quiere «cultivar» aún más y, según se dice, se quiere, mediante la cultura, hacer

fuerte

al «sexo débil»: como si la historia no enseñase del modo más insistente posible que el «cultivo» del ser humano y el debilitamiento —es decir, el debilitamiento, la disgregación, el enfermar de la

fuerza de la voluntad

, han marchado siempre juntos, y que las mujeres más poderosas e influyentes del mundo (últimamente, la madre de Napoleón) han debido su poder y su preponderancia sobre los varones precisamente a su fuerza de voluntad —¡y no a los maestros de escuela! —. Lo que en la mujer infunde respeto y, con bastante frecuencia, temor es

su naturaleza

, la cual es «más natural» que la del varón, su elasticidad genuina y astuta, como de animal de presa, su garra de tigre bajo el guante, su ingenuidad en el egoísmo, su ineduca—bilidad y su interno salvajismo, el carácter inaprensible, amplio, errabundo de sus apetitos y virtudes... Lo que, pese a todo el miedo, hace tener compasión de ese peligroso y bello gato que es la «mujer» es el hecho de que aparezca más doliente, más vulnerable, más necesitada de amor y más condenada al desengaño que ningún otro animal. Miedo y compasión: con estos sentimientos se ha enfrentado hasta ahora el varón a la mujer, siempre con un pie ya en la tragedia, la cual desgarra en la medida en que embelesa —. ¿Cómo? ¿Y estará acabando esto ahora? ¿Y se trabaja para

desencantar

a la mujer? ¿Aparece lentamente en el horizonte la aburridificación de la mujer? ¡Oh Europa! ¡Europa! ¡Es conocido el animal con cuernos 138 que más atractivo ha sido siempre para ti, del cual te viene siempre el peligro! Tu vieja fábula podría volver a convertirse en «historia», —¡la estupidez podría volver a adueñarse de ti y a arrebatarte! Y bajo ella no se escondería un dios, ¡no!, ¡sino únicamente una «idea», una «idea moderna»!...

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